Mi prueba de fuego fue cuando mis padres se mudaron para Cataca con Luis Enrique y Aída, mis otros dos hermanos. Margot, que apenas se acordaba de papá, le tenía terror. Yo también, pero conmigo fue siempre más cauteloso. Sólo una vez se quitó el cinturón para azotarme, y yo me paré en posición de firmes, me mordí los labios y lo miré a los ojos dispuesto a soportar lo que fuera para no llorar. El bajó el brazo, y empezó a ponerse el cinturón mientras me recriminaba entre dientes por lo que había hecho. En nuestras largas conversaciones de adultos me confesó que le dolía mucho azotarnos, pero que tal vez lo hacía por el terror de que saliéramos torcidos. En sus buenos momentos era divertido. Le encantaba contar chistes en la mesa, y algunos muy buenos, pero los repetía tanto que un día Luis Enrique se levantó y dijo:

Me avisan cuando acaben de reírse.

Sin embargo, la azotaina histórica fue la noche en que no apareció en la casa de los padres ni en la de los abuelos, y lo buscaron en medio pueblo hasta que lo encontraron en el cine. Celso Daza, el vendedor de refrescos, le había servido uno de zapote a las ocho de la noche y él había desaparecido sin pagar y con el vaso. La fritanguera le vendió una empanada y lo vio poco después conversando con el portero del cine, que lo dejó entrar gratis porque le había dicho que su papá lo esperaba dentro. La película era Drácula, con Carlos Villanas, Lupita Tovar, dirigida por George Melford. Durante años me contó Luis Enrique su terror en el instante en que encendieron las luces del teatro cuando el conde Drácula iba a hincar sus colmillos de vampiro en el cuello de la bella. Estaba en el sitio más escondido que encontró libre en la galería, y desde allí vio a papá y al abuelo buscando fila por fila en las lunetas, con el dueño del cine y dos agentes de la policía. Estaban a punto de rendirse cuando Papalelo lo descubrió en la última fila del gallinero y lo señaló con el bastón:

– iAhí está!

Papá lo sacó agarrado por el pelo, y la cueriza que le dio en la casa quedó como un escarmiento legendario en la historia de la familia. Mi terror y admiración por aquel acto de independencia de mi hermano me quedaron vivos para siempre en la memoria. Pero él parecía sobrevivir a todo cada vez más heroico. Sin embargo, hoy me intriga que su rebeldía no se manifestaba en las raras épocas en que papá no estuvo en la casa. Me refugié más que nunca en la sombra del abuelo. Siempre estábamos juntos, durante las mañanas en la platería o en su oficina de administrador de hacienda, donde me asignó un oficio feliz: dibujar los hierros de las vacas que se iban a sacrificar, y lo tomaba con tanta seriedad que me cedía el puesto en el escritorio. A la hora del almuerzo, con todos los invitados, nos sentábamos siempre en la cabecera, él con su jarro grande de aluminio para el agua helada y yo con una cuchara de plata que me servía para todo. Llamaba la atención que si quería un pedazo de hielo metía la mano en el jarro para cogerlo, y en el agua quedaba una nata de grasa. Mi abuelo me defendía: «El tiene todos los derechos».

A las once íbamos a la llegada del tren, pues su hijo Juan de Dios, que seguía viviendo en Santa Marta, le mandaba una carta cada día con el conductor de turno, que cobraba cinco centavos. El abuelo la contestaba por otros cinco centavos en el tren de regreso. En la tarde. cuando bajaba el sol, me llevaba de la mano a hacer sus diligencias personales, íbamos a la peluquería -que era el cuarto de hora más largo de la infancia-; a ver los cohetes de las fiestas patrias -que me aterrorizaban-; a las procesiones de la Semana Santa -con el Cristo muerto que desde siempre creí de carne y hueso-. Yo usaba entonces una cachucha a cuadros escoceses, igual a una del abuelo, que Mina me había comprado para que me pareciera más a él. Tan bien lo logró que el tío Quinte nos veía como una sola persona con dos edades distintas.

A cualquier hora del día el abuelo me llevaba de compras al comisariato suculento de la compañía bananera. Allí conocí los pargos, y por primera vez puse la mano sobre el hielo y me estremeció el descubrimiento de que era frío. Era feliz comiendo lo que se me antojaba, pero me aburrían las partidas de ajedrez con el Belga y las conversaciones políticas. Ahora me doy cuenta, sin embargo, de que en aquellos largos paseos veíamos dos mundos distintos. Mi abuelo veía el suyo en su horizonte, y yo veía el mío a la altura de mis ojos. El saludaba a sus amigos en los balcones y yo anhelaba los juguetes de los cacharreros expuestos en los andenes.

A la prima noche nos demorábamos en el fragor universal de Las Cuatro Esquinas, él conversando con don Antonio Daconte, que lo recibía de pie en la puerta de su tienda abigarrada, y yo asombrado con las novedades del mundo entero. Me enloquecían los magos de feria que sacaban conejos de los sombreros, los tragadores de candela, los ventrílocuos que hacían hablar a los animales, los acordeoneros que cantaban a gritos las cosas que sucedían en la Provincia. Hoy me doy cuenta de que uno de ellos, muy viejo y con una barba blanca, podía ser el legendario Francisco el Hombre.

Cada vez que la película le parecía apropiada, don Antonio Daconte nos invitaba a la función tempranera de su salón Olympia, para alarma de la abuela, que lo tenía como un libertinaje impropio para un nieto inocente. Pero Papalelo persistió, y al día siguiente me hacía contar la película en la mesa, me corregía los olvidos y errores y me ayudaba a reconstruir los episodios difíciles. Eran atisbos de arte dramático que sin duda de algo me sirvieron, sobre todo cuando empecé a dibujar tiras cómicas desde antes de aprender a escribir. Al principio me lo celebraban como gracias pueriles, pero me gustaban tanto los aplausos fáciles de los adultos, que éstos terminaron por huirme cuando me sentían llegar. Más tarde me sucedió lo mismo con las canciones que me obligaban a cantar en bodas y cumpleaños.

Antes de dormir pasábamos un buen rato por el taller del Belga, un anciano pavoroso que apareció en Aracataca después de la primera guerra mundial, y no dudo de que fuera belga por el recuerdo que tengo de su acento aturdido y sus nostalgias de navegante. El otro ser vivo en su casa era un gran danés, sordo y pederasta, que se llamaba como el presidente de los Estados Unidos: Woodrow Wilson. Al Belga lo conocí a mis cuatro años, cuando mi abuelo iba a jugar con él unas partidas de ajedrez mudas e interminables. Desde la primera noche me asombró que no había en su casa nada que yo supiera para qué servía. Pues era un artista de todo que sobrevivía entre el desorden de sus propias obras: paisajes marinos al pastel, fotografías de niños en cumpleaños y primeras comuniones, copias de joyas asiáticas, figuras hechas con cuernos de vaca, muebles de épocas y estilos dispersos, encaramados unos encima de otros.

Me llamó la atención su pellejo pegado al hueso, del mismo color amarillo solar del cabello y con un mechón que le caía en la cara y le estorbaba para hablar. Fumaba una cachimba de lobo de mar que solo encendía para el ajedrez, y mi abuelo decía que era una trampa para aturdir al adversario. Tenía un ojo de vidrio desorbitado que parecía más pendiente del interlocutor que el ojo sano. Estaba inválido desde la cintura, encorvado hacia delante y torcido hacia su izquierda, pero navegaba como un pescado por entre los escollos de sus talleres, más colgado que sostenido en las muletas de palo. Nunca le oí hablar de sus navegaciones, que al parecer eran muchas e intrépidas. La única pasión que se le conocía fuera de su casa era la del cine, y no faltaba a ninguna película de cualquier clase los fines de semana.

Nunca lo quise, y menos durante las partidas de ajedrez en que se demoraba horas para mover una pieza mientras yo me derrumbaba de sueño. Una noche lo vi tan desvalido que me asaltó el presagio de que iba a morirse muy pronto, y sentí lástima por él. Pero con el tiempo llegó a pensar tanto las jugadas que terminé queriendo de todo corazón que se muriera.


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