Por esa época el abuelo colgó en el comedor el cuadro del Libertador Simón Bolívar en cámara ardiente. Me costó trabajo entender que no tuviera el sudario de los muertos que yo había visto en los velorios, sino que estaba tendido en un escritorio de oficina con el uniforme de sus días de gloria. Mi abuelo me sacó de dudas con una frase terminal:

– El era distinto.

Luego, con una voz trémula que no parecía la suya, me leyó un largo poema colgado junto al cuadro, del cual sólo recordé para siempre los versos finales: «Tú, Santa Marta, fuiste hospitalaria, y en tu regazo, tú le diste siquiera ese pedazo de las playas del mar para morir». Desde entonces, y por muchos años, me quedó la idea de que a Bolívar lo habían encontrado muerto en la playa. Fue mi abuelo quien me enseñó y me pidió no olvidar jamás que aquél fue el hombre más grande que nació en la historia del mundo. Confundido por la discrepancia de su frase con otra que la abuela me había dicho con un énfasis igual, le pregunté al abuelo si Bolívar era más grande que Jesucristo. El me contestó moviendo la cabeza sin la convicción de antes:

– Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Ahora sé que había sido mi abuela quien le impuso a su marido que me llevara con él en sus paseos vespertinos, pues estaba segura de que eran pretextos para visitar a sus amantes reales o supuestas. Es probable que algunas veces le sirviera de coartada, pero la verdad es que nunca fue conmigo a ningún lugar que no estuviera en el itinerario previsto. Sin embargo, tengo la imagen nítida de una noche en que pasé por azar de la mano de alguien frente a una casa desconocida, y vi al abuelo sentado como dueño y señor en la sala. Nunca pude entender por qué me estremeció la clarividencia de que no debía contárselo a nadie. Hasta el sol de hoy.

Fue también el abuelo quien me hizo el primer contacto con la letra escrita a los cinco años, una tarde en que me llevó a conocer los animales de un circo que estaba de paso en Cataca bajo una carpa grande como una iglesia. El que más me llamó la atención fue un rumiante maltrecho y desolado con una expresión de madre espantosa.

– Es un camello -me dijo el abuelo.

Alguien que estaba cerca le salió al paso:

– Perdón, coronel, es un dromedario.

Puedo imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo porque alguien lo hubiera corregido en presencia del nieto. Sin pensarlo siquiera, lo superó con una pregunta digna:

– ¿Cuál es la diferencia?

– No la sé -le dijo el otro-, pero éste es un dromedario.

El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues se había fugado de la escuela pública de Riohacha para irse a tirar tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe. Nunca volvió a estudiar, pero toda la vida fue consciente de sus vacíos y tenía una avidez de conocimientos inmediatos que compensaba de sobra sus defectos. Aquella tarde del circo volvió abatido a la oficina y consultó el diccionario con una atención infantil. Entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso el glorioso tumbaburros en el regazo y me dijo:

– Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.

Era un mamotreto ilustrado con un atlante colosal en el lomo, y en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era más grueso. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.

– ¿Cuántas palabras tendrá? -pregunté.

– Todas -dijo el abuelo.

La verdad es que yo no necesitaba entonces de la palabra escrita, porque lograba expresar con dibujos todo lo que me impresionaba. A los cuatro años había dibujado a un mago que le cortaba la cabeza a su mujer y se la volvía a pegar, como lo había hecho Richardine a su paso por el salón Olympia. La secuencia gráfica empezaba con la decapitación a serrucho, seguía con la exhibición triunfal de la cabeza sangrante y terminaba con la mujer que agradecía los aplausos con la cabeza puesta. Las historietas gráficas estaban ya inventadas pero sólo las conocí más tarde en el suplemento en colores de los periódicos dominicales. Entonces empecé a inventar cuentos dibujados y sin diálogos. Sin embargo, cuando el abuelo me regaló el diccionario me despertó tal curiosidad por las palabras que lo leía como una novela, en orden alfabético y sin entenderlo apenas. Así fue mi primer contacto con el que habría de ser el libro fundamental en mi destino de escritor.

A los niños se les cuenta un primer cuento que en realidad les llama la atención, y cuesta mucho trabajo que quieran escuchar otro. Creo que éste no es el caso de los niños narradores, y no fue el mío. Yo quería mas. La voracidad con que oía los cuentos me dejaba siempre esperando uno mejor al día siguiente, sobre todo los que tenían que ver con los misterios de la historia sagrada.

Cuanto me sucedía en la calle tenía una resonancia enorme en la casa. Las mujeres de la cocina se lo contaban a los forasteros que llegaban en el tren -que a su vez traían otras cosas que contar- y todo junto se incorporaba al torrente de la tradición oral. Algunos hechos se conocían primero por los acordeoneros que los cantaban en las ferias, y que los viajeros recontaban y enriquecían. Sin embargo, el más impresionante de mi infancia me salió al paso un domingo muy temprano, cuando íbamos para la misa, en una frase descaminada de mi abuela:

– El pobre Nicolasito se va a perder la misa de Pentecostés.

Me alegré, porque la misa de los domingos era demasiado larga para mi edad, y los sermones del padre Angarita a quien tanto quise de niño, me parecían soporíferos. Pero fue una ilusión vana, pues el abuelo me llevó casi a rastras hasta el taller del Helga, con mi vestido de pana verde que me habían puesto para la misa, y me apretaba en la entrepierna. Los agentes de guardia reconocieron al abuelo desde lejos y le abrieron la puerta con la fórmula ritual:

– Pase usted, coronel.

Sólo entonces me enteré de que el Belga había aspirado una pócima de cianuro de oro -que compartió con su perro- después de ver Sin novedad en el frente, la película de Lewis Milestone sobre la novela de Erich María Remarque. La intuición popular, que siempre encuentra la verdad hasta donde no es posible, entendió y proclamó que el Belga no había resistido la conmoción de verse a sí mismo revolcándose con su patrulla descuartizada en un pantano de Normandía.

La pequeña sala de recibo estaba en penumbra por las ventanas cerradas, pero la luz temprana del patio iluminaba el dormitorio, donde el alcalde con otros dos agentes esperaban al abuelo. Allí estaba el cadáver cubierto con una manta en un catre de campamento, y las muletas al alcance de la mano, donde el dueño las dejó antes de acostarse a morir. A su lado, sobre un banquillo de madera, estaba la cubeta donde había vaporizado el cianuro y un papel con letras grandes dibujadas a pincel: «No culpen a ninguno, me mato por majadero». Los trámites legales y los pormenores del entierro, resueltos deprisa por el abuelo, no duraron más de diez minutos. Para mí, sin embargo, fueron los diez minutos más impresionantes que habría de recordar en mi vida.

Lo primero que me estremeció desde la entrada fue el olor del dormitorio. Sólo mucho después vine a saber que era el olor de las almendras amargas del cianuro que el Belga había inhalado para morir. Pero ni ésa ni ninguna otra impresión habría de ser más intensa y perdurable que la visión del cadáver cuando el alcalde apartó la manta para mostrárselo al abuelo. Estaba desnudo, tieso y retorcido, con el pellejo áspero cubierto de pelos amarillos, y los ojos de aguas mansas que nos miraban como si estuvieran vivos. Ese pavor de ser visto desde la muerte me estremeció durante años cada vez que pasaba junto a las tumbas sin cruces de los suicidas enterrados fuera del cementerio por disposición de la Iglesia. Sin embargo, lo que más volvió a mi memoria con su carga de horror a la vista del cadáver fue el tedio de las noches en su casa. Tal vez por eso le dije a mi abuelo cuando abandonamos la casa:


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