Poco después se abrió la puerta de la habitación contigua y Collins apagó automáticamente el cigarrillo y se quedó inmóvil. Salió el oficial, que no volvió a mirarle, seguido de una enfermera y del pequeño Rick. Pasaron junto a Collins sin el menor gesto y salieron al pasillo. Segundos más tarde, el espacio de la puerta de la habitación contigua fue ocupado por una figura vestida de negro. Se trataba evidentemente del padre Dubinski, de la iglesia de la Santísima Trinidad.
Mientras cerraba cuidadosamente a su espalda la puerta de la habitación, el sacerdote saludó a Collins con un movimiento de cabeza; después cruzó la estancia con el fin de cerrar la puerta quedaba al pasillo. Collins le observó: un hombre fuerte y de baja estatura, con el cabello negro azabache, ojos de un sorprendente azul claro, mejillas hundidas y boca serena; debía de tener unos cuarenta y tantos años.
– ¿Señor Collins? Soy el padre Dubinski -dijo acercándose a Collins y bajando por unos instantes la mirada.
– Sí, lo sé -dijo Collins-. Estaba en la Casa Blanca cuando he recibido el mensaje de Hannah… de la señora Baxter, en el sentido de que el coronel se estaba muriendo y deseaba verme con urgencia porque tenía algo importante que decirme. He venido con la máxima rapidez posible. ¿Está consciente? ¿Puedo verle ahora?
El sacerdote carraspeó.
Me temo que no. Lamento decirle que ya es demasiado tarde. El coronel Baxter ha muerto hace apenas diez minutos. -Se detuvo.- Que su alma descanse en paz por toda la eternidad.
Collins no sabía qué decir.
– Es… es una tragedia -dijo finalmente-. ¿Ha muerto hace diez minutos? No… no puedo creerlo.
– Pues es cierto. Noah Baxter era un hombre excelente. Sé lo que usted siente porque sé lo que siento yo. Pero… cúmplase la voluntad de Dios.
– Sí -dijo Collins.
No sabía si resultaría adecuado, en aquellos primeros momentos de duelo, intentar averiguar la causa de que el coronel Baxter hubiera mandado llamarle. Pero, adecuado o no, sabía que tenía que preguntar.
– Óigame, padre, ¿conservaba el coronel la lucidez en el momento de morir? ¿Pudo hablar?
– Habló un poco.
¿Le dijo a alguien, a usted o a la señora Baxter, por qué deseaba verme?
No, me temo que no. Se limitó a decirle a su esposa que necesitaba verle a usted con urgencia, que tenía que hablar con usted.
¿Y no dijo nada más?
El sacerdote jugueteó con el rosario.
– Bueno, después habló un poco conmigo. Le dije que me encontraba aquí con el fin de administrarle los sacramentos de la reconciliación, la extremaunción y el viático, si así lo deseaba. Me rogó que le administrara dichos sacramentos y pude hacerlo a tiempo para que pudiera reconciliarse con Dios Todopoderoso como un buen católico. Casi inmediatamente después, cerró los ojos para siempre.
Collins deseaba abreviar aquella conversación de tipo espiritual.
Padre, ¿me está usted diciendo que se ha confesado en su lecho de muerte?
– En efecto. He escuchado su última confesión.
Bueno, ¿ha habido algo en la confesión que pueda darme alguna idea… alguna idea de lo que con tanta urgencia deseaba decirme?
– Señor Collins -dijo el padre Dubinski frunciendo los labios-, la confesión es materia confidencial.
– Pero, ¿y si le dijo a usted algo que deseaba que yo supiera…?
– No está en mi mano establecer lo que iba destinado a usted y lo que iba destinado al Señor. Se lo repito, la confesión del coronel Baxter debe permanecer en secreto. No puedo revelarle ninguna parte de la misma. Ahora será mejor que regrese junto a la señora Baxter. -Se detuvo unos instantes.- Le repito que lo siento, señor Collins.
El sacerdote se dirigió hacia la habitación contigua y Collins se encaminó lentamente hacia el pasillo.
Minutos más tarde había abandonado el hospital y se acomodaba en el asiento de atrás del automóvil junto a una Karen inquieta y nerviosa. Le ordenó al chófer que les condujera a su residencia de McLean.
Mientras el automóvil se ponía en marcha, Collins se volvió hacia Karen.
– He llegado demasiado tarde. Ya había muerto.
– Es terrible. ¿Has… has averiguado qué es lo que tenía que decirte?
– No, no tengo ni la menor idea. -Se inclinó en su asiento, preocupado y perplejo.- Pero tengo el propósito de enterarme… de un modo u otro. ¿Por qué iba a desperdiciar conmigo sus últimas palabras? Ni siquiera era un íntimo amigo suyo.
– Pero eres el secretario de Justicia. Le has sucedido en el cargo de secretario de Justicia.
– Eso exactamente es lo que estaba pensando -dijo Collins como hablando consigo mismo-. Debía de tener algo que ver con eso. Con mi cargo. O con los asuntos del país. Con alguna de las dos cosas. Debía de ser algo que tal vez fuera importante para todos nosotros. Dijo que era importante cuando me mandó llamar. No puedo dejar esta cuestión sin resolver. Todavía no sé cómo pero tengo que averiguar lo que deseaba decirme.
Advirtió que la mano de Karen le comprimía el brazo.
– No lo hagas, Chris, no lleves las cosas más allá. No puedo explicarte por qué pero me asusta. No me gusta vivir asustada.
– Y a mí no me gusta vivir con misterio -dijo él contemplando la noche a través de la ventanilla.
2
Enterraron al coronel Noah Baxter, ex secretario de Justicia de los Estados Unidos, una húmeda mañana de mayo en uno de los pocos espacios disponibles que todavía quedaban en las aproximadamente doscientas hectáreas del Cementerio Nacional de Arlington, en la otra orilla del Potomac, frente a Washington. Mientras el padre Dubinski pronunciaba las plegarias finales, se encontraban junto a la tumba familiares, amigos, miembros del gabinete y el propio presidente Wadsworth.
Ahora ya todo había terminado y los vivos, embargados por la tristeza y el alivio, se disponían a reanudar sus quehaceres.
El director Vernon T. Tynan, su ayudante, el fornido y algo más bajo director adjunto Harry Adcock, y el secretario de Justicia Christopher Collins, que habían acudido juntos a las exequias, regresaban ahora también juntos. Bajaron en silencio por la avenida Sheridan, pasando frente a las tumbas de Pierre Charles L’Enfant y del general Philip H. Sheridan y frente a la llama eterna que ardía sobre la tumba del presidente John F. Kennedy, y se dirigieron hacia el automóvil oficial de Tynan, fabricado a prueba de balas.
Sólo Tynan rompió el silencio una vez, al pasar frente a las lápidas sepulcrales de los caídos de la guerra civil.
– ¿Ven ustedes esas tumbas de unionistas y de confederados? -preguntó señalándolas-. ¿Saben cómo es posible distinguir las de unos de las de otros? Las de los unionistas poseen unas lápidas sepulcrales de extremos redondeados. Las de los confederados, por el contrario, tienen las lápidas puntiagudas… puntiagudas, decían, «para evitar que esos malditos yanquis se sienten en ellas». ¿Saben quién me lo dijo? Noah Baxter. El viejo Noah me lo dijo un día que, como ahora, pasábamos por aquí tras haber asistido al entierro de no sé qué general de tres estrellas. -Soltó un bufido.- Supongo que Noah no podía imaginarse lo pronto que él mismo iba a estar aquí. -Dirigió los ojos al cielo.- Me parece que ya ha cesado de llover por hoy. Bueno, será mejor que volvamos al trabajo.
Habían llegado a la altura del automóvil, cuya portezuela mantenía abierta un agente del FBI. Subió primero Harry Adcock, seguido de Tynan y de Collins.
A los pocos minutos dejaron atrás el cementerio tras haber cruzado la Arlington Memorial Gate, dirigiéndose hacia el Arlington’s Memorial Bridge, para pasar entre las doradas estatuas de los caballos de la salida de éste y encaminarse ya a la ciudad.
Tynan fue quien primero empezó a hablar.
– Echo de menos al viejo Noah -dijo-. No saben ustedes lo amigos que éramos. Me agradaba la compañía del viejo gruñón.