– ¿Qué significa eso, Paul? -preguntó tragándose el bocado-. ¿Qué… qué es lo que es lástima?

– Que los peces gordos vayan a respaldar la Enmienda XXXV en California.

– Yo creía que eras partidario de ella.

– No estaba ni a favor ni en contra. Interpretaba el papel de observador imparcial. Me limitaba a mirar y a esperar a ver lo que ocurría. Me imagino que tú habrás estado haciendo lo mismo en tu fuero interno. Pero, ahora que ha llegado el momento de adoptar una actitud, me siento inclinado a participar y a actuar.

– ¿De qué parte? ¿En contra de la enmienda?

– En contra de ella.

– No te precipites, Paul -dijo Ruth Hilliard nerviosamente-. ¿Por qué no esperas a ver lo que opina la gente?

– Jamás sabremos lo que opina la gente hasta que la gente no sepa lo que opinamos nosotros. Las gentes esperan que sus líderes les digan lo que está bien. Al fin y al cabo…

– ¿Y tú estás seguro de lo que está bien, Paul? -le interrumpió Collins.

– Estoy empezando a estar seguro -repuso Hilliard pausadamente-. Basándome en lo que gradualmente he ido conociendo acerca de la situación allá, los términos de la Enmienda XXXV equivalen a una matanza. Esta ley está cargada con un armamento demasiado pesado dirigido contra un enemigo demasiado pequeño. Eso es lo que opina también Tony Pierce. Piensa trasladarse a California con el fin de combatir la enmienda.

– De Pierce no hay que fiarse demasiado -dijo Collins recordando la diatriba del director Tynan la otra noche en la Casa Blanca contra el defensor de los derechos civiles-. Las motivaciones de Pierce son sospechosas. Ha convertido la Enmienda XXXV en una venganza personal. Combate la enmienda para combatir a Tynan porque Tynan le expulsó del FBI.

– ¿Lo sabes acaso con certeza? -preguntó Hilliard.

– Bueno, eso es lo que me han dicho. No he tenido ocasión de comprobarlo.

– Pues compruébalo, porque yo tengo entendido que no fue así. Pierce sufrió una decepción con el FBI cuando formaba parte del mismo. Prestó su apoyo a ciertos agentes especiales a los que Tynan estaba maltratando. En represalia, Tynan decidió exiliarle no sé adónde… a Montana, Ohio o algún sitio así, y entonces Pierce dimitió con el fin de poder luchar en favor de las reformas desde fuera. Me han dicho que Tynan hizo correr el rumor de que le había expulsado.

– Da lo mismo -dijo Collins impacientándose levemente-. Lo que importa es eso que has dicho de que has decidido ponerte del lado de los que se oponen.

– Porque esa ley me preocupa, Chris. Conozco los fines que se propone, pero es demasiado rígida y cada vez me convenzo más de que se podría abusar de su aplicación. Francamente, lo único que me tranquiliza en relación con su aprobación es el hecho de que John Maynard ocupe el cargo de presidente del Tribunal Supremo. Él sabría actuar con mesura. No obstante, la posibilidad de su aprobación me está empezando a preocupar realmente.

– Tiene también su lado bueno, Paul. Impedirá que nos desborde la oleada de criminalidad. Sólo en California, el índice de criminalidad está empezando a ser demasiado…

– ¿De veras? -preguntó Hilliard.

– ¿Qué quieres decir con eso? Has leído tan bien como yo las estadísticas del FBI.

– Estadísticas, cifras. ¿Quién fue el que dijo que las cifras no dan mentiras sino que son los mentirosos quienes dan las cifras? -Hilliard se removió inquieto en su asiento, dejó la pipa y miró directamente a Collins.- En realidad, de eso precisamente quería hablarte. Me refiero a las estadísticas. He estado dudando un poco acerca de si comentarlo o no porque se relaciona con tu Departamento y temía que pudieras molestarte.

– ¿Y por qué iba a molestarme? Vamos, Paul, somos amigos. Habla con franqueza.

– Muy bien. -Hilliard vaciló brevemente y después decidió lanzarse:- Ayer recibí una llamada que me preocupó. De Olin Keefe.

A Collins el nombre no le sonaba.

– Es un miembro de la Asamblea de San Francisco recientemente elegido -le explicó Hilliard-. Un buen muchacho. Te gustaría. Sea como fuere, el caso es que pertenece a un comité que le exigió hablar con cierto número de jefes de policía de la zona de la Bahía. Dos de ellos, dos de esos jefes de policía, se lamentaron de que el FBI estuviera intentado hacerles quedar en mal lugar. Afirmaron que las cifras relativas a los índices de criminalidad que habían remitido al director Tynan, y que según dijeron eran exactas, estaban muy por debajo de las que tú das a la publicidad.

– Yo no doy ninguna cifra a la publicidad, como no sea desde un punto de vista técnico -dijo Collins algo irritado-. Tynan las recibe de los distintos lugares y las contabiliza. Mi oficina se limita a darlas a conocer oficialmente en su nombre. De cualquier modo, eso carece de importancia. ¿Qué pretendes decir, Paul?

– Pretendo decirte que el joven Keefe, el miembro de la Asamblea Keefe, abriga la sospecha de que el director Tynan está falseando las estadísticas nacionales relativas a la criminalidad, las está manipulando, especialmente por lo que respecta a las cifras que se le facilitan desde California. Nos está atribuyendo una oleada de criminalidad muy superior a la que realmente se está registrando.

– ¿Y por qué iba a hacer eso? No tiene sentido.

– Vaya si lo tiene. Tynan lo está haciendo, si es que efectivamente lo hace, para atemorizar a nuestros legisladores e inducirles a aprobar la Enmienda XXXV.

– Mira, sé que Tynan está muy interesado en la aprobación de la enmienda. Sé que el FBI siempre ha sido muy aficionado a las estadísticas. Pero, ¿por qué iba a molestarse en hacer algo tan peligroso como falsear las cifras? ¿Qué ganaría con ello?

– Poder.

– Ya disfruta de poder -dijo Collins llanamente.

– Pero no como el que disfrutaría siendo jefe del Comité de Seguridad Nacional, caso de que se echara mano de la disposición relativa a la situación de emergencia que contempla la Enmienda XXXV. Entonces ibas a ser Vernon T. Tynan über Alles.

Collins sacudió la cabeza.

– No lo creo. De ninguna manera. Paul, pertenezco al Departamento de Justicia. Llevo en él dieciocho meses, ocupando distintos cargos. Sé lo que ocurre en el Departamento. Tú estás lejos de él. Y ese joven asambleísta tuyo, Keefe, también lo ve todo desde fuera. No tiene ni la menor idea.

Hilliard no quería darse por vencido. Se aseguró bien las gafas sobre el caballete de la nariz y dijo muy serio:

– Pues, a juzgar por la conversación telefónica que mantuvimos, se diría que sabe muchas cosas. Sabe también algunas otras que no son muy bonitas que digamos. No tienes por qué fiarte de mi palabra, Chris. Averígualo tú mismo directamente. Antes me has dicho que es muy posible que tengas que trasladarte a California muy pronto. Estupendo. ¿Por qué no dejas que te presente a Olin Keefe? Así podrás escucharle tú mismo. -Hizo una pausa.- A menos que por algún motivo no quieras hacerlo.

– Ya basta, Paul. Me conoces muy bien. No existe ningún motivo por el que no quiera conocer esos hechos… si es que efectivamente son hechos. No soy hombre de contubernios. Me interesa la verdad tanto como a ti.

– Entonces, ¿estás dispuesto a ver a Keefe?

– Concierta la entrevista y acudiré, sí.

– Espero que con mentalidad abierta. El destino de toda esta maldita república puede depender de lo que ocurra en California. No me gustan algunas de las cosas que están sucediendo en California en estos momentos. Por favor, escucha todo lo que tenga que decirte, Chris, y después decide.

– Lo escucharé -dijo Collins con firmeza. Luego tomó la carta- La salsa de este pato resultaba un poco amarga; vamos a saborear algo dulce para variar.

Al día siguiente, exactamente a las doce del mediodía, tal como había venido haciendo una vez por semana desde hacía seis meses, Ishmael Young llegaba al sótano del edificio J. Edgar Hoover procedente de su casita alquilada de Fredericksburg, Virginia. A pesar de que era domingo, sabía que en aquel crucial período todos los funcionarios del Departamento de Justicia y del FBI trabajaban siete días a la semana. Tynan le estaría aguardando. Young aparcó en el sótano, descendió no sin esfuerzo de su rojo deportivo de segunda mano y se reunió con el agente especial O’Dea frente a la puerta del ascensor privado del director. A veces le esperaba el director adjunto Adcock. Hoy era O’Dea, el que fuera estrella del atletismo, con su cabello casi cortado al rape.


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