Ascendieron hasta el séptimo piso, se despidieron y Young echó a andar -con su magnetófono y su cartera de documentos- por un pasillo que separaba dos hileras de despachos. Instantes después entraba en la suite del director Tynan.

A continuación, en el espacioso despacho de Tynan sobre la avenida Pennsylvania, Young acercó un pesado sillón a la baja mesita circular, lo colocó de cara al sofá en el que el director iba a tomar asiento, sacó sus papeles y se dispuso a esperar. A las doce y cuarto, Beth, la secretaria de Tynan, colocó sobre la mesita una cerveza para el director y una Pepsi-Cola de dieta para el escritor. Después trajo dos paquetes de comida ya preparada suministrados por una charcutería de la cercana calle Nueve. Dispuso la sopa de crema de pollo y el queso fresco para el director y la ensalada de pepinillos, huevo, cebollas y patatas para el escritor, y se marchó. Al final, tras decirle a alguien a través del teléfono que no deseaba que le pasaran llamada alguna a excepción de las del presidente, Tynan se levantó de detrás de su impresionante escritorio y cerró con llave desde dentro las dos puertas del despacho. Después, pasando junto a Young, se dirigió al cuarto de baño, y un minuto más tarde emergía refrescado frotándose las manos y se dejaba caer en el sofá tomando un sorbo de cerveza.

A Vernon T. Tynan le encantaban aquellas sesiones autobiográficas. Sin duda porque se referían a su persona.

Ishmael Young las aborrecía.

A Young le gustaba el FBI pero le desagradaba el director Tynan. Le gustaba el FBI no por su razón de ser, sino porque era impecable y suavemente eficaz, cosa que Young no era. Le gustaban todas las grandes organizaciones que funcionaban como es debido -la IBM, el partido comunista ruso, el Vaticano, la Mafia, el FBI-, independientemente de lo que representaran. Le desagradaba la forma en que esas máquinas mastodónticas manipulaban y explotaban a la gente, pero le gustaba la eficacia con la que tales organizaciones -más importantes que la vida- conseguían hacer las cosas sin esfuerzo. Él casi siempre tenía que hacer las cosas con un lápiz, una máquina de escribir y un revoltijo de papeles, a tontas y a locas, presa de la tensión nerviosa, y eso no era vida.

Estimaba y respetaba al FBI como organización desde aquel día hacía seis meses en que, antes de celebrar su primera sesión con el director Tynan, el director adjunto Adcock le había acompañado en un recorrido por la Oficina con el fin de que captara el ambiente. Una parte del recorrido había sido de carácter turístico. Más de medio millón de turistas acudían anualmente a visitar la sede de la organización. Young no se lo reprochaba. Resultaba muy emocionante: la Galería de Criminales Famosos, en la que se exhibían las verdaderas armas de John Dillinger, su chaleco antibalas y su mascarilla mortuoria; «El Delito del Siglo: El caso de los Espías de la Bomba A», presentando a Julius y Ethel Rosenberg; la Lista de los Diez Fugitivos Más Buscados; las pruebas del Robo Brink; la «Siniestra Mano del Espionaje Soviético», presentando al coronel Rudolf Abel; la sala cubierta de práctica de tiro, en la que cada nueve minutos un agente especial hacía una demostración de mortífera precisión utilizando un revólver de servicio del calibre treinta y ocho y después una metralleta Thompson del calibre cuarenta y cinco para acribillar un blanco de papel de tamaño natural.

Por encima de todo -y aquí ya le habían conducido fuera de la demarcación reservada a los turistas- a Ishmael Young le habían encantado los archivos del FBI. En aquella especie de cámara de liquidación de la captura de delincuentes se albergaba una enorme cantidad de huellas dactilares, más de doscientos cincuenta millones de huellas. Young pensó que, si Dios tuviera manos, el FBI dispondría de sus huellas dactilares. Entre los otros ocho mil setecientos archivadores grises, le habían mostrado el de los modelos de máquinas de escribir, en el que se hallaban archivados todos los tipos y características de las distintas máquinas, normales o de juguete, que jamás se hubieran fabricado (ya no volvería a pensar en la posibilidad de escribir a máquina un anónimo). Vio también el archivo de filigranas, el archivo de robos bancarios y el archivo nacional de fraudes. Le habían mostrado, además, otras muchas cosas: la sección de serología, en la que se analizaban la sangre y demás líquidos corporales; el departamento de química, en el que se hervían órganos humanos; la sala de espectrografía, en la que se examinaban las partículas de pintura. Le había fascinado especialmente la llamada «Unidad de Cabellos y Fibras». «Cuando la gente se pelea -le había explicado Adcock-, es posible que las fibras de sus prendas de vestir se adhieran mutuamente. Nosotros recogemos las fibras adheridas a las prendas, las separamos y las analizamos con el fin de averiguar cuáles de ellas pertenecen al asaltante y cuáles a la víctima. -Después Adcock había añadido:- Nuestro laboratorio es nuestra arma secreta. Resulta invencible. Lo creó J. Edgar Hoover en 1932. Tal como él dijo en cierta ocasión, ‘la más pequeña mancha de sangre, el documento falsificado, la caja de cerillas encontrada en el escenario del robo, la huella del tacón o la mancha de polvo suelen proporcionar a menudo el eslabón esencial de las pruebas que son necesarias para relacionar al criminal con su crimen o para establecer la inocencia de una persona’.»

Al acabar la visita, la cabeza de Young rebosaba de ideas. Aquello había sido como el paraíso de un escritor. Aunque no se lo había preguntado a Adcock, no había dejado de pensar cómo era posible que algún delincuente pudiera esperar jamás escapar al FBI. No se lo había preguntado porque el país hervía de crímenes y la mayoría de los criminales lograba seguir en libertad.

Y después le habían conducido a su primera sesión oficial con el director Vernon T. Tynan.

Se había imaginado en cierto modo que parte del amor que le inspiraba el FBI revertiría en su director. Pero no fue así y no se sorprendió. Había aborrecido a Tynan desde el principio, antes incluso de verle. Tynan deseaba una autobiografía y le habían recomendado a Young. Tynan había leído dos de los libros escritos por Young por cuenta de terceras personas y los había aprobado. Young se había resistido. Conocía de oídas la fama de Tynan, su egolatría, y había rechazado la oferta de colaboración. Pero sólo muy brevemente. En efecto, Tynan le había sometido a chantaje y le había obligado a escribir el libro.

Jamás olvidaría su primer encuentro con Tynan en aquel despacho. Allí estaba el director -ojos de gato en un rostro de bulldog- diciéndole: «Por fin, señor Young. Me alegro de conocerle, señor Young.» Y él había contestado jovialmente: «Llámeme Ishmael.» Después el director había adoptado una actitud hermética, y Young había comprendido que así iba a ser en adelante. Por cierto, Tynan jamás le había llamado Ishmael. El director debió de pensar que se trataba de un nombre extranjero y decidió llegar a una especie de solución de compromiso llamándole «Young» o simplemente «usted».

Ahora habían transcurrido seis meses y una vez más se hallaban sentados el uno frente al otro, Ishmael Young bebiendo su Pepsi-Cola de dieta y Vernon T. Tynan ingiriendo los últimos sorbos de su cerveza. Mientras Tynan apartaba la jarra a un lado y empezaba a tomarse la sopa, Young se dispuso a comenzar. Se inclinó hacia adelante y pulsó simultáneamente los botones de grabación y puesta en marcha de su magnetófono portátil; probó un poco de ensalada y se puso a revisar las notas que tenía sobre las rodillas. Una semana antes el director le había anunciado el tema de aquella sesión y Young se había preparado de antemano. No iba a ser fácil. Pensó que tendría que procurar mostrarse comedido.

– Íbamos a hablar de J. Edgar Hoover -dijo Tynan tomando una porción de queso fresco- y de cómo me adiestró y me convirtió en lo que soy. Le debo muchas cosas. Cuando murió, en 1972, no quise trabajar ni para Gray ni para Ruckelshaus, Kelley o cualquiera otro de los que le siguieron. Eran buenas personas, pero cuando uno había trabajado para El Viejo… así es como solíamos llamar a Hoover, El Viejo, bueno, pues cuando uno había trabajado para él, ya no se podía trabajar para nadie más. Por eso decidí marcharme cuando murió y organizar mi propia agencia de investigación. Sólo el presidente consiguió que abandonara mi agencia privada con el fin de aceptar el cargo de director. Pero creo que todo eso ya se lo he dicho.


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