– Opiniones interesadas dijo Steedman-. La prensa está preocupada por su propio futuro.

– Y es lógico que así sea -gruñó Tynan-. Las explosivas informaciones que publica un día sí y otro también, junto con el material que sirve la televisión, son tan responsables del crimen y de la violencia como todo lo demás. -Se acercó al presidente Wadsworth.- Por lo que yo he podido comprobar, no todos se muestran unánimes a este respecto, señor presidente. Tenemos tantos aliados como enemigos.

– No sé… -dijo el presidente en tono dubitativo.

– El Daily News de Nueva York y el Tribune de Chicago -citó Tynan-. El U. S. News and World Report -añadió- se encuentra también de nuestra parte en favor de la Enmienda XXXV. Dos de las cadenas de televisión se han mostrado neutrales, pero tengo entendido que prestarán su apoyo a la enmienda antes de que se inicie la votación de California.

– Ojalá sea cierto -dijo el presidente-. En último término, dependerá de la gente, de la presión que ésta ejerza sobre sus representantes. Ronald y yo estábamos justamente hablando de ello. Precisamente estábamos en eso. En realidad, le he mandado llamar en relación con nuestra conversación. Quiero pedirle su consejo.

– Estoy a su disposición para lo que sea, señor presidente -dijo Tynan acercando aún más su sillón a la copia de Wadsworth del escritorio de Kennedy.

El presidente se volvió hacia Steedman.

– Esas últimas cifras que ha obtenido usted en California, Ronald, ¿a qué número de personas corresponde?

– Fueron encuestadas exactamente dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco personas. Se les hizo una sola pregunta dividida en tres partes. Si eran favorables a que los legisladores de California aprobaran la Enmienda XXXV, si estaban en contra de su ratificación o si estaban indecisos.

– Repase de nuevo los resultados para que Vernon pueda oírlos.

– Muy bien -dijo Steedman tomando una hoja impresa y leyendo para el presidente y Tynan-. Los resultados de nuestra encuesta sobre dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco votantes registrados californianos, realizada a los dos días de la aprobación de la enmienda en Nueva York y de su rechazo en Ohio, son los siguientes. -Su dedo empezó a subrayar las cifras de la página.- Se ha registrado un cuarenta y uno por ciento favorable a la aprobación, un veintisiete por ciento contrario a la misma y un treinta y dos por ciento de indecisos.

Hay muchos indecisos -dijo el presidente-. Ahora léanos la encuesta llevada a cabo en el Senado y la Asamblea de California.

Steedman asintió, rebuscó entre sus papeles y tomó otra hoja impresa.

– Ésta no es tan satisfactoria. Como es lógico, los legisladores se muestran precavidos; esperan a oír la opinión de sus electores. Aquí los indecisos y los que no han querido manifestar ninguna opinión suman un cuarenta por ciento. Del sesenta por ciento restante que sí expresó su opinión, un cincuenta y dos por ciento se muestra partidario de la aprobación y un cuarenta y ocho por ciento es contrario.

El presidente sacudió la cabeza con gesto abatido.

– Demasiados indecisos. Eso no me gusta.

– Señor presidente -dijo Tynan-, a nosotros nos corresponde la tarea de inducirles a que tomen partido de nuestro lado.

– Por eso le he mandado llamar, Vernon. Deseaba discutir la estrategia… Gracias, Ronald. ¿Cuándo volveré a verle?

Steedman se levantó.

– Siguiendo instrucciones suyas, señor presidente, vamos a realizar en California una encuesta semanal a partir de ahora. Dispondré de los resultados de esta semana el próximo lunes.

– Llame a la señorita Ledger y concierte una cita en cuanto disponga de algo.

Steedman se marchó tras recoger sus papeles y el presidente se quedó a solas con Tynan en el Despacho Ovalado.

– Bueno, pues ahí lo tiene usted, Vernon -dijo el presidente-. Nuestro destino se halla enteramente en las manos de unas personas que todavía no se han decidido. Sabemos por tanto lo que hay que hacer. Tenemos que poner en práctica toda clase de estratagemas, ejercer todas las presiones que sean necesarias con el fin de que vean las cosas tal como nosotros las vemos… por su propio bien. Está en juego nuestra última esperanza, Vernon.

– Confío en que todo se desarrollará según nuestros deseos, señor presidente.

El presidente no estaba tan seguro.

– No podemos dejarlo al azar. El futuro dependerá de lo que hagamos.

– Tiene usted razón, desde luego -dijo Tynan-. Ya he emprendido varias acciones al respecto. Estoy acelerando los informes de criminalidad del FBI. He ordenado a todos los funcionarios de las policías locales de California que remitan por teletipo sus más recientes estadísticas criminales cada semana en lugar de hacerlo cada mes. Todos los sábados daremos a la publicidad estos informes con el fin de que los recoja la prensa del domingo. Saturaremos a California con la elevación de sus índices de criminalidad.

– Magnífico -dijo el presidente-. Lo malo es que la gente se acabará acostumbrando a la repetición de meras cifras. Las simples estadísticas no dramatizan la gravedad de la situación. -Extendió la mano sobre el papel secante verde y tomó un cuaderno en el que había garabateado unas notas.- A menudo, un discurso bien pronunciado puede dramatizar mucho mejor la situación. Y alcanzar mayor publicidad. Se me había ocurrido la idea de enviar a cierto número de funcionarios de la administración, miembros del gabinete, jefes de departamentos, etcétera, a pronunciar discursos en las convenciones o encuentros que ya se han programado en las principales ciudades de California. He confeccionado una lista de nombres, pero es difícil saber cuáles de ellos van a ser más eficaces.

Tynan se inclinó hacia adelante en su sillón.

– Sólo hay una persona que podría ser realmente eficaz. Usted, señor presidente -dijo señalándole con el dedo-. Podría usted congregar a la gente alrededor de la Enmienda XXXV y pedirle, en bien de su propia seguridad futura, que ejerciera pre sión sobre sus representantes en Sacramento.

El presidente Wadsworth consideró por unos instantes esta posibilidad, pero después sacudió la cabeza.

– No, Vernon, me temo que no daría resultado. Es más, es posible que incluso fuera contraproducente. Usted no es un político, Vernon, y es posible que no lo comprenda. No se imagina con qué celo defienden los estados sus propios derechos. Tanto los legisladores como los ciudadanos podrían considerar un discurso mío acerca de una decisión que les compete a ellos como una ingerencia federal. Podrían molestarse por el hecho de que el presidente les dijera lo que tienen que hacer. Creo que debemos ser más sutiles.

– Bueno, entonces -dijo Tynan-, ¿qué tal si lo hiciese yo? Podría trasladarme a California y meterles el miedo en el cuerpo para que prestaran su apoyo a la enmienda.

– No. Usted está demasiado ligado a la ley. No se le consideraría ni objetivo ni razonable. Todo el mundo diría que arrima el ascua a su sardina. Cualquiera que pertenezca al FBI les resultaría sospechoso. Como ya le dije, he estado pensando en Collins. Preferiría enviar a alguien como Chris Collins. No lleva uniforme, por decirlo de alguna manera, Es más probable que un secretario de Justicia fuera considerado un elemento civil.

– Mmmm, Collins… Yo también he estado pensando… No estoy demasiado seguro de él. No sé si es lo suficientemente fuerte ni si está muy convencido…

– Exactamente. Sus debilidades podrían constituir en este caso una ventaja. Le conferirían una mayor credibilidad. En realidad, Vernon, no abrigo ninguna duda en relación con él. Está claramente de nuestra parte. Sabe lo que más le conviene. No dice todo lo que piensa, lo cual es mejor en estas circunstancias, pero ostenta la autoridad de su cargo. La semana pasada discutimos la posibilidad de enviarle a California, pero ahora creo que podría interpretar un papel de mayor importancia.


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