– Se lo ha dicho así por las buenas, ¿eh? Muy bien, pero que muy bien. Y él, ¿cómo se lo ha tomado?

– Al principio, no ha dicho ni palabra. Me ha dejado hablar. Yo le he recordado que hacía quince años había sido acusado de posible posesión de drogas en Trenton. Él no lo ha negado, mejor dicho, ni siquiera ha contestado. Le he dicho que, a pesar de que no había sido detenido por ello, dicha información le causaría mucho daño caso de que se diera a la publicidad. He observado que se enojaba mucho. Una cólera contenida. Pero sólo ha dicho una cosa. Ha dicho: «Señor Adcock, ¿me está usted amenazando?» Yo le he contestado inmediatamente que el FBI jamás amenaza a nadie. Le he dicho que el FBI se limita a recoger datos. Y que el Departamento de Justicia es el que actúa sobre la base de éstos. He sido muy cauteloso. Sabía que no podíamos acusarle de ningún delito. Sólo podíamos provocarle dificultades con sus feligreses.

– Todos los sacerdotes son vulnerables en lo tocante a relaciones públicas -dijo Tynan sagazmente.

– Con eso contaba yo -prosiguió Adcock-. Era lo único que podía servirme. He procurado conferir un matiz de mayor gravedad al asunto. Le he dicho que, dada su posición, era posible que hubiera tropezado inadvertidamente con alguna información de vital importancia. Le he dicho que, caso de que no la revelara, sería inevitable que su nombre y su pasado saltaran a la luz pública una vez se hubiera establecido con certeza que se habían producido fugas en asuntos relacionados con la seguridad del gobierno. «En cambio, si usted colabora con su gobierno -le he dicho-, su pasado no tendrá por qué salir a la luz». Le he aconsejado que colaborara. Pero se ha negado de plano.

– El muy hijo de puta -exclamó Tynan golpeando la superficie del escritorio con el puño.

– Jefe, cuando se trata con sacerdotes no se trata con personas normales y corrientes. No reaccionan como los seres humanos normales. Ello se debe a que se apoyan en todas esas historias de Dios. Tras negarse a colaborar, se ha levantado para despedirme y me ha dicho más o menos esto: «Ya me ha oído. Ahora puede usted hacer lo que quiera, pero yo debo obedecer mi voto a una autoridad mucho más alta que la suya, una autoridad para la cual la confesión es sagrada e inviolable». Sí, eso es justamente lo que me ha dicho. Antes de irme, me ha parecido oportuno hacerle una última advertencia. Le he dicho que lo pensara, porque, si no colaboraba en beneficio de su país, tendríamos que hablar acerca de él y de su comportamiento y de su pasado con sus superiores eclesiásticos.

– ¿Y no se ha rajado?

– No.

– ¿Cree que lo hará?

– Me temo que no, jefe. Mi opinión es que nada le inducirá a hablar. Aunque sacáramos sus trapos sucios, creo que preferiría un martirio menor antes que hablar y traicionar sus votos. -Adcock estaba casi sin aliento y se volvió a guardar en el bolsillo el sobre doblado.- ¿Y ahora qué hacemos, jefe?

Tynan se levantó, se introdujo las manos en los bolsillos de los pantalones y empezó a pasear por detrás del escritorio. Después se detuvo.

– Nada -dijo-. No haremos nada. Opino lo siguiente: si el padre Dubinski no ha querido hablar con usted a pesar de lo que usted puede hacerle, no hablará con nadie. -Tynan respiró aliviado.- Da lo mismo lo que sepa. Estamos a salvo.

– Podría acudir a uno de sus superiores, apretarle los tornillos en este sentido y a lo mejor entonces…

Sonó el zumbador. Tynan fue hacia el teléfono.

– No, déjelo por ahora, Harry. Ha hecho usted un buen trabajo. Siga vigilando a Dubinski de vez en cuando para tenerle a raya. Será suficiente. Gracias.

Mientras Adcock abandonaba el despacho Tynan descolgó el aparato.

– ¿Sí, Beth?… Muy bien, pásemela. -Esperó y después dijo:- Dígame, señorita Ledger. -Escuchó.- Sí, desde luego. Dígale al presidente que voy en seguida.

Vernon T. Tynan no conocía ningún idioma extranjero, sólo conocía alguna que otra palabra recogida aquí y allá. Dos de las palabras extranjeras que conocía pertenecían al francés y eran déjà vu. Las conocía porque en cierta ocasión un agente especial las había utilizado en uno de sus informes, y él se había puesto furioso y le había escrito diciéndole que el FBI sólo escribía y hablaba en inglés, razón por la cual le convenía escribir en inglés a no ser que deseara acabar en Butte, Montana. No obstante y gracias a ello había podido hacerse una vaga idea de lo que dichas palabras significaban.

Cada vez que visitaba el Despacho Ovalado de la Casa Blanca, lo cual estaba ocurriendo últimamente con mucha frecuencia, experimentaba en aquella estancia una sensación de déjà vu, de volver a vivir una experiencia pasada. Ello se debía a que el presidente Wadsworth, que era un gran admirador de la imagen del presidente John F. Kennedy, si bien no de su política. había mandado restaurar el Despacho Ovalado devolviéndole el mismo aspecto que ofrecía cuando Kennedy era el jefe del ejecutivo. El director Tynan, como joven agente del FBI, había acompañado en distintas ocasiones a J. Edgar Hoover al Despacho Ovalado cuando Kennedy mandaba llamar al director con el fin de que presenciara la firma de alguna ley de carácter penal. Estaba el complicado escritorio Buchanan, con su lámpara de pantalla verde y su bombilla fluorescente. Estaban, detrás del escritorio, los verdes cortinajes que ocultaban el césped de la Casa Blanca, y las seis banderas: la norteamericana y la presidencial y las banderas del Ejército, la Armada, las Fuerzas Aéreas y el Cuerpo de Infantería de Marina. Estaban los dos apliques cuadrados de la pared y, sobre la repisa de la chimenea, los dos modelos de veleros. Las curvadas paredes aparecían pintadas de un blanco marfil, y el techo, en el que figuraba grabado el sello presidencial, contemplaba la alfombra verde gris con su águila norteamericana entretejida. Al otro lado de la estancia estaba la chimenea, los dos sofás, uno frente al otro, y la mecedora situada entre ambos. Y, acomodado en el alto sillón giratorio de color negro de detrás del marrón escritorio, se encontraba el presidente John F. Kennedy.

Ahora, mientras el secretario de Asignaciones Nichols le franqueaba el paso al Despacho Ovalado, Vernon T. Tynan experimentó una vez más aquella misma sensación de déjà vu. Pensó por unos instantes que quien se encontraba sentado junto al escritorio hablando con alguien era el presidente Kennedy y que a su lado se hallaba el director Hoover y él era joven de nuevo. Pero el pasado se esfumó como por ensalmo en cuanto anunciaron su nombre. El hombre que se encontraba a su lado y que ahora retrocedía y abandonaba la estancia era Nichols y no Hoover. El hombre sentado tras el escritorio era el presidente Wadsworth y no el presidente Kennedy. Y la persona con quien conversaba no era un ayudante de Kennedy sino Ronald Steedman, el encuestador personal del presidente.

– Me alegro de que haya podido usted venir, Vernon -dijo el presidente Wadsworth-. Siéntese. Puede apartar esos periódicos del sillón, mejor dicho, puede tirarlos, si quiere, porque son basura. ¿Ha leído alguno de ellos?

Tynan los quitó del sillón y les echó un vistazo antes de arrojarlos a la papelera: New York Times, el SunTimes de Chicago, el Post de Denver, el Chronicle de San Francisco.

Sin esperar su respuesta, el presidente prosiguió:

– Nos están acosando de costa a costa como una manada de lobos que aullaran tras nuestra sangre. Estamos intentando amordazar al país, ¿lo sabía usted, Vernon? Debiera leer el editorial del New York Times. Atacan a la Asamblea de su estado por haber ratificado la Enmienda XXXV. Escriben una «carta abierta» a los legisladores de California diciéndoles que el destino de la libertad se encuentra en sus manos e implorándoles que rechacen la Enmienda XXXV. Y hemos sido informados de que las próximas ediciones del Time y del Newsweek se harán eco de estas mismas opiniones derrotistas.


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