– Prepárese bien para los dos acontecimientos. No permita que Pierce pisotee la Enmienda XXXV. Atícele fuerte.
– Haré todo lo que pueda, señor presidente -dijo Collins tragando saliva.
– En cuanto a la Asociación Norteamericana de Abogacía, prepare un discurso sólido, Chris. Va a ser un público muy distinto al de la televisión. Va a estar lleno de profesionales. No les dé en seguida en la cabeza con la Enmienda XXXV. Guárdesela para una convincente conclusión. Deposite el destino de la nación en la sabiduría de California.
– Lo intentaré.
– Confiamos en usted. Le veré antes de que se vaya.
Tras colgar el aparato, Collins permaneció unos instantes mirando a través de la ventana con expresión sombría. Al final, apartando a un lado la hoja de papel en la que había anotado su programa, reanudó su trabajo.
Muy pronto se enfrascó en los informes legales. El teléfono sonaba constantemente pero nadie le interrumpió. Al parecer, Marion se las estaba apañando sola para hacer frente a las llamadas. La próxima vez que levantó la cabeza para desperezarse y mirar por la ventana, observó que ya había oscurecido. Consultó el reloj. Estaba a punto de finalizar la jornada laboral de todos los funcionarios del Departamento de Justicia. Si él también se marchara, sería la primera vez en muchos meses que llegaría a casa a tiempo para la cena. Decidió darle una sorpresa a Karen y regresar a casa a una hora razonable.
Se levantó, tomó la cartera de documentos y empezó a introducir en ella los papeles que le quedaban por revisar.
Sonó el teléfono, pero Collins no le hizo caso. Entonces escuchó el zumbido del dictáfono y la voz de Marion a través del mismo.
– Señor Collins, se encuentra al aparato un tal padre Dubinski. No reconozco el nombre, pero él dice que es posible que usted sí. No me ha querido dejar ningún recado. Dice que es importante que pueda hablar con usted personalmente.
Collins reconoció el apellido al momento, e inmediatamente experimentó curiosidad.
– Pásemelo, gracias. Hasta mañana, Marion.
Se sentó, descolgó el aparato y pulsó el botón de la comunicación.
– ¿Padre Dubinski? Aquí Christopher Collins.
– No sabía si accedería a hablar conmigo. -La voz del sacerdote sonaba distante.- No sabía si se acordaría. Nos conocimos la noche en que el coronel Baxter falleció en Bethesda.
– Desde luego que le recuerdo, padre. Es más, hasta había considerado la posibilidad de ponerme en contacto con usted. Quería hablar…
– Por eso precisamente le he llamado dijo el sacerdote-. Me gustaría verle. Cuanto antes mejor. A ser posible, me gustaría verle esta misma tarde. Se trata de un asunto que tal vez pueda ser de interés para usted. Pero no deseo discutirlo por teléfono. Si esta tarde no le es posible, tal vez mañana por la mañana…
A Collins se le había despertado totalmente la curiosidad.
– Puedo verle esta tarde. Dentro de una media hora.
– Me alegro -dijo el sacerdote aliviado-. ¿Le parecería excesivo que le rogara que acudiera a verme a la iglesia? Me resultaría, no sé… un poco embarazoso visitarle yo.
– Pues claro que acudiré a verle. La iglesia de la Santísima Trinidad, ¿verdad?
– Está en la calle Treinta y Seis, entre las calles N y O de Georgetown. La entrada principal se encuentra en la calle 36. Preferiría que no la utilizara. Sería mejor que habláramos en privado en la rectoría. Entrando por la calle Treinta y Cinco, gire a la izquierda a la calle O y es la primera iglesia que se encuentra a la izquierda. -Se detuvo como si deseara decir algo más. Después añadió:- Creo que se merece usted una explicación. La entrada principal está vigilada. Sería mejor para ambos que su visita no fuera observada. Lo comprenderá todo cuando hablemos. Es muy importante lo que tengo que decirle. ¿Dentro de media hora entonces?
– O antes -dijo Collins.
Camino de Georgetown, acomodado en el asiento de atrás del Cadillac oficial, Chris Collins se dedicó a hacer conjeturas acerca de la razón que pudiera tener el padre Dubinski para querer verle cuanto antes. En el transcurso de su encuentro en Bethesda, el sacerdote se había negado firmemente a revelar el contenido de la última confesión del coronel Baxter. No había razón para suponer que ahora estuviera dispuesto a hacer caso omiso de sus votos sacerdotales. Tal vez hubiera tropezado con alguna otra información que considerara su deber facilitar a Collins. ¿Pero información acerca de qué? A Collins le había preocupado su afirmación en el sentido de que la entrada principal de la iglesia de la Santísima Trinidad estaba siendo vigilada. Si no se trataba de una manía paranoica sino de un hecho cierto, ¿vigilada por quién y por qué motivo?
Todo aquello resultaba desconcertante. Collins estuvo tentado de proponerles el acertijo a los dos hombres del asiento frontal. Uno era Pagano, un ex campeón de boxeo de rostro destrozado que se había traído de California en calidad de chófer. Conocía a Pagano por haberle defendido con éxito en cierto proceso seguido contra él en Oakland, y Pagano se lo había agradecido siempre. Era un hombre de su máxima confianza. Sentado a su lado se encontraba el agente especial Hogan, su guardaespaldas del FBI, cuidadosamente elegido, que también gozaba de toda su confianza.
Pero Collins comprendió que de nada le serviría solicitar la opinión de otras personas. Un sacerdote le había llamado a propósito de un asunto de importancia. No tenía ni idea del asunto en cuestión. Por tanto, estaba claro que no había nada que discutir, como no fuera aquella inexplicable sensación de presagio que Collins experimentaba.
Collins observó que se encontraban en la calle Treinta y Cinco, cerca ya de la calle O, y se incorporó en su asiento.
– Pagano, acérquese al bordillo al llegar a la calle O. Déjeme en la esquina. No quiero que nadie vea este automóvil.
En cuanto llegaron a la esquina, Collins abrió apresuradamente la portezuela. Al descender, dijo volviendo la cabeza:
– Siga hasta cosa de una manzana más allá y estacione donde pueda. Ya le encontraré. No tengo ni idea de lo que voy a tardar. Tal vez unos quince o veinte minutos. -Cerró la portezuela y Hogan se plantó a su lado. Ambos observaron cómo el automóvil se alejaba calle arriba. Collins se quedó un instante mirando a su guardaespaldas.
– Muy bien, acompáñeme a la rectoría de la iglesia. Puede esperar fuera. Pero procure hacerlo con la máxima discreción.
Cruzaron la calle y recorrieron un trecho de la calle O. Collins señaló a la izquierda.
– Allí está. -La rectoría era un edificio de ladrillo rojo con molduras blancas.- Quédese usted aquí.
En el momento en que Collins se acercaba, una mano invisible abrió inesperadamente la puerta. Reconoció la voz.
– Pase, señor Collins.
Penetró en un diminuto vestíbulo escasamente iluminado y se encontró cara a cara con el sacerdote de cabello oscuro y piel aceitunada, enfundado en sus ropas oscuras. Tras un breve apretón de manos, el padre Dubinski indicó a Collins por señas que le siguiera.
Cruzaron una puerta y se encontraron en un pasillo. Hacia la mitad del pasillo había una puerta. El sacerdote la abrió.
– La sala más espaciosa de la rectoría -explicó-. Es a prueba de ruidos.
Una vez en la sala, Collins empezó a orientarse. Inmediatamente a su derecha había un escritorio y dos sillones. Al otro lado de la estancia, adosado a la pared de enfrente de la puerta, había un aparador sobre el cual colgaba una moderna pintura del Descendimiento.
El padre Dubinski había tomado a Collins por el codo y ahora le estaba acompañando hacia el sofá y la mesita que había a la izquierda.
– Nadie me ha visto entrar -dijo Collins-. ¿Quién está vigilando la entrada principal?
– El FBI.
– ¿El FBI? -repitió incrédulo Collins-. ¿Vigilándole a usted? ¿Por qué razón?