– Se lo explicaré -repuso el padre Dubinski-. Siéntese, por favor. ¿Le apetece un té o un café?
Collins declinó ambas cosas y se acomodó en uno de los extremos del sofá, junto a la pequeña mesa iluminada por la lámpara.
El padre Dubinski tomó asiento también en el sofá a cierta distancia de Collins.
El sacerdote no perdió el tiempo.
– Esta mañana a última hora he recibido una visita. Un tal Harry Adcock, que según su tarjeta de identificación es subdirector, o tal vez director adjunto, del FBI.
– Es el director adjunto del director Tynan, sí. ¿Qué ha venido a hacer aquí?
– Deseaba saber qué es lo que el coronel Noah Baxter me reveló en su confesión la noche en que murió. Me ha dicho que tal vez ello tuviera relación con cierta cuestión de seguridad nacional. La investigación tal vez me hubiera podido parecer bien intencionada, aunque un tanto desacertada, de no ser por una cosa. Al negarme a revelar el contenido de la confesión del coronel Baxter, el señor Adcock me ha amenazado.
– ¿Que le ha amenazado? -repitió Collins con incredulidad.
– Exactamente. Pero, antes de que prosigamos, hay una cosa que me desconcierta. ¿Cómo podía saber que el coronel Baxter había tenido tiempo de hablar… de confesarse conmigo, antes de morir? ¿Acaso se lo dijo usted?
Collins guardó silencio tratando de recordar. Entonces lo recordó con exactitud.
– En efecto, hablé de ello. Acabábamos de asistir al entierro de Baxter, Tynan, Adcock y yo, y estábamos hablando del coronel y de su muerte. Con toda inocencia, simplemente porque se trataba de algo que me había quedado grabado en la imaginación, mencioné que el coronel me había mandado llamar la noche en que murió. Dije que había manifestado el deseo de verme con urgencia pero que cuando llegué al hospital ya era demasiado tarde. El coronel había muerto. Entonces debí de referirme… sí, estoy seguro de que lo hice, hablé de mi encuentro con usted. Dije que las últimas palabras del coronel Baxter habían sido su confesión ante usted, pero que un sacerdote no podía revelar lo que se había dicho en confesión. -Collins frunció el ceño.- Se lo mencioné a Tynan y a Adcock porque pensé que tal vez ellos tuvieran alguna idea de lo que Baxter había querido decirme. Me constaba que Tynan se relacionaba bastante con Baxter. Por desgracia, no sabían nada que pudiera resultar de utilidad. -Se detuvo.- ¿Y Tynan ha enviado a Adcock aquí… a Adcock, que siempre se encarga de hacer los trabajos sucios de Tynan… para averiguar de usted el contenido de la confesión de Baxter? Y, al negarse usted a colaborar, ¿Adcock le ha amenazado? Es increíble.
– Tal vez no sea tan increíble. Sólo usted puede emitir un juicio a este respecto.
– ¿Cómo le ha amenazado?
El padre Dubinski fijó la vista en la mesita.
– La amenaza no ha sido ni implícita ni indirecta. Ha sido una amenaza abierta y clara… mejor dicho, un chantaje. Según parece, el FBI ha realizado una completa investigación acerca de mi persona… de mi pasado… Supongo que debe tratarse de un procedimiento habitual, ¿verdad?
– El procedimiento habitual que sigue el FBI cuando efectúa investigaciones acerca de alguna persona.
– ¿O tal vez cuando el FBI quiere sacarle algo a alguien, obligarle a hablar? ¿Incluso a alguien inocente de cualquier delito?
Collins se removió en su asiento.
– Eso no forma parte del procedimiento. Pero ambos sabemos que son cosas que ocurren. Se han producido abusos.
– Me imagino que esta investigación acerca de mi pasado la habrá ordenado el director Tynan. ¿Me ha dicho usted que Adcock no es más que su… su lacayo?
– Exactamente.
– Muy bien. El FBI ha desenterrado lo que llevaba mucho tiempo bajo tierra, un desafortunado incidente de mi pasado. Cuando yo era un joven sacerdote y desempeñaba mi primera misión, teniendo a mi cargo una iglesia de un barrio pobre de Trenton, Nueva Jersey, inicié un programa de control de drogas. Para impedirme que siguiera adelante con mi cruzada, unos jóvenes delincuentes introdujeron en mi rectoría una pequeña cantidad de droga y después me denunciaron ante las autoridades, con el propósito de comprometerme. Vino la policía. Localizó la droga. Les habían dicho que yo me dedicaba a vender drogas. Hubiera podido significar el final de mi carrera. Afortunadamente, se evitó el escándalo al solicitar mi obispo del jefe de policía que se me permitiera declarar en una vista privada. Sobre la base de mis declaraciones, me dejaron libre. Puesto que los culpables jamás fueron hallados, el caso descansaba únicamente en mi palabra. Pensando ahora en este incidente, comprendo que alguien podría considerar que mi culpabilidad o mi inocencia están por demostrar. Este desgraciado suceso ha llegado a conocimiento del FBI, y eso es lo que el señor Adcock me ha echado en cara esta mañana.
– No… no puedo creerlo -dijo Collins anonadado.
– Pues mejor será que lo crea. El señor Adcock me ha amenazado con divulgar esa información acerca de mi pasado caso de que siga negándome a revelar los detalles de la última confesión del coronel Baxter. Así por las buenas. Yo he llegado a la conclusión de que mis votos eran más importantes que su amenaza. De todos modos, aunque divulgaran ese hecho, mi carrera no se vería gravemente perjudicada. Me vería en ciertos apuros, pero nada más. Le he dicho a Adcock que hiciera lo que creyera más conveniente. Le he dicho que no colaboraría con él y le he echado de patitas en la calle. Después, esta tarde, me he enfurecido. Lo que más me desagrada de todo ello, ahora que me ha ocurrido a mí, son los métodos coactivos utilizados por un organismo del gobierno contra los propios ciudadanos a los que se supone que debe proteger.
– Sigue pareciéndome increíble. ¿Qué podía haber en la confesión de Baxter de tanta importancia como para que Tynan llegara a tales extremos?
– No lo sé -dijo el padre Dubinski-. He pensado que tal vez usted lo supiera. Por eso le he llamado.
– Yo no sé lo que le dijo a usted el coronel Baxter. Por consiguiente, no puedo…
– Va usted a saber parte de lo que me dijo el coronel Baxter. Porque yo se lo voy a revelar.
Collins experimentó un estremecimiento y esperó conteniendo el aliento.
El padre Dubinski siguió hablando con voz pausada.
– La visita del señor Adcock me ha enfurecido tanto que me he pasado varias horas estudiando mi situación. Sabía que no podía colaborar ni con el señor Adcock ni con el director Tynan, pero he empezado a ver la petición que usted me hizo en Bethesda bajo otra perspectiva. Es evidente que el coronel Baxter le tenía a usted confianza. Cuando se estaba muriendo, sólo a usted mandó llamar. Ello significa que estaba dispuesto a decirle algo de lo que me dijo a mí. He empezado a comprender por tanto que buena parte de lo que me dijo debía de estar destinado a usted. He comprendido con mayor claridad que mis deberes eran no sólo espirituales sino también temporales, y que tal vez yo no fuera en este caso más que el depositario de una información que el coronel Baxter deseaba transmitirle a usted. Por eso he llegado a la decisión de repetirle a usted sus últimas palabras.
– Se lo agradezco muy sinceramente, padre -dijo Collins advirtiendo que el corazón empezaba a latirle con fuerza.
– Al morir, el coronel Baxter estaba preparado para, en palabras de san Pablo, «disolverse y estar con Cristo» -dijo el padre Dubinski-. Se había reconciliado con Dios. Una vez le hube administrado los Sacramentos y hube escuchado su confesión, el coronel Baxter hizo un último esfuerzo y se refirió a una cuestión de carácter terreno. Sus últimas palabras, pronunciadas casi en el último momento… -El sacerdote rebuscó entre los pliegues de su sotana.- Las he anotado tras la partida del señor Adcock para no cometer ningún error. -Desdobló una arrugada hoja de papel.- Las últimas palabras del coronel Baxter, que estoy plenamente convencido de que estaban destinadas a usted, fueron las siguientes: «Sí, he pecado, padre… y mi mayor pecado… tengo que revelarlo… ahora ya no pueden controlarme… ahora soy libre… ya no tengo por qué sentir miedo… se refiere a la Enmienda XXXV…».