Inmediatamente se le ocurrió pensar en alguien menos discutible y más de fiar, alguien que tal vez tuviera conocimiento de los secretos del coronel: Hannah, la viuda del coronel Baxter. Por esta parte no experimentaba el menor recelo. El acceso resultaría fácil y ella se mostraría amable. Collins gozaba de las simpatías de Hannah, quien siempre había adoptado con él una actitud maternal. ¿Qué posibilidades tendría con ella? Al fin y al cabo, su matrimonio con el coronel había durado casi cuarenta años No era probable que Baxter se hubiera embarcado en algo grave sin el conocimiento de su mujer. Por otra parte, si tales hubieran sido las relaciones entre ambos, ¿por qué en su agonía el coronel no se había sincerado con ella en lugar de mandar llamar a Collins? Baxter se había limitado a utilizarla como medio para llegar hasta él. De todos modos, podía haber otra explicación. Era posible que el coronel fuera de ese tipo de personas que creen que el trabajo de hombres es asunto de hombres, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un caso que afectaba a un ex secretario de Justicia y a su sucesor.
Para cuando llegó a su despacho, Chris Collins ya estaba hecho un lío sin saber a qué carta quedarse.
Se sentó junto a su escritorio y, sin prestar atención a las notas amontonadas sobre el papel secante, siguió reflexionando acerca del asunto. Cuando entró Marion con la taza de té cargado, ya había decidido por dónde iba a empezar. Comenzaría por una fuente mucho menos complicada que los seres humanos.
– Marion, los archivos del coronel Baxter ¿dónde están? -preguntó.
– Bueno, tenía dos archivadores distintos…
– Lo sé.
– La mayoría de las fichas, las principales, se encuentran en mi despacho. Después tenía un archivo personal, correspondencia particular, memorandos… en un archivador a prueba de incendios en la estancia contigua a mi despacho.
– ¿Se encuentra allí todavía?
– Oh, no. Aproximadamente un mes después de su ingreso en el hospital, este archivador fue trasladado a su casa de Georgetown.
– ¿Y allí es donde está ahora?
– Sí. Si desea usted ver algo, yo podría ir.
– No, no es necesario. Iré yo mismo.
– ¿Quiere usted que llame a la señora Baxter?
En aquel mismo instante tomó una decisión: ya sabía cuál iba a ser la primera persona a la que acudiría a ver en relación con el Documento R.
– Sí, llámala y pregúntale si esta tarde podría dedicarme unos minutos. -Cuando Marion se marchaba, Collins añadió como por casualidad:- A propósito, Marion, he estado buscando un memorando llamado Documento R. ¿Le suena a usted?
– Me temo que no -repuso ella tras reflexionar un instante: Jamás he archivado nada que se llamara así.
– Era un memorando relacionado con la Enmienda XXXV. ¿Quiere echar un vistazo a nuestros archivos?
– En seguida.
Mientras se bebía el té, Collins fue disponiendo en rápida sucesión los asuntos de la mañana. Discutió por teléfono con el subsecretario de Justicia un informe del gobierno, y después volvió a conversar por teléfono con su secretario ejecutivo acerca de una cuestión relacionada con el personal. Se reunió brevemente con el director de Información Pública, que estaba supervisando la preparación del discurso que tendría que pronunciar en Los Ángeles ante la Asociación Norteamericana de Abogacía. Despachó largo rato con el secretario de Justicia adjunto, Ed Schrader, a propósito de un caso de evasión de impuestos por parte de una sociedad, de unas detenciones que se habían llevado a cabo en el transcurso de unos disturbios en Kansas City y en Denver y de los últimos datos obtenidos acerca de la organización ilegal ALP, es decir, la Asociación pro Libertad Personal.
A mediodía su secretaria le informó acerca de dos importantes asuntos. En primer lugar, Marion había buscado en los archivos generales. Según dijo, en ellos no figuraba referencia alguna a nada que se llamara Documento R. En cierto modo, Collins no se sorprendió. En segundo lugar, le comunicó que había logrado ponerse en contacto con la señora Baxter y que ésta le recibiría gustosamente a las dos de la tarde.
Tras almorzar en su comedor privado en compañía de tres fiscales y atender otras llamadas telefónicas, Collins se dispuso a dar comienzo a sus investigaciones privadas en relación con el Documento R.
En su automóvil, conducido por Pagano y acompañado por Hogan, llegó a la conocida casa de tres plantas, construida en ladrillo blanco a principios del siglo XIX, cuando faltaban cinco minutos para las dos. Dejando al chófer y al guardaespaldas en el automóvil, Collins subió la majestuosa escalinata de barandillas de hierro forjado y llamó al timbre. Le abrió la puerta la jovial sirvienta negra.
– Voy a llamar a la señora Baxter -dijo la sirvienta-. ¿Quiere usted esperar en el patio? Hace un día tan bonito…
Collins accedió, la siguió hasta las puertas correderas de cristal y salió al patio embaldosado. Contempló su imagen reflejada en la piscina y luego se acomodó en un sillón de hierro forjado con un cojín sobre el asiento que se encontraba junto a una mesa de superficie de cerámica y encendió un cigarrillo.
– Hola, señor Collins -escuchó que le decía una joven voz.
Volvió la cabeza y vio a Rick Baxter, el nieto de Hannah Baxter, arrodillado sobre las baldosas y accionando los mandos de un cassette.
– Hola, Rick. ¿Cómo, no has ido hoy a la escuela?
– El chófer se ha puesto enfermo y la abuela me ha dejado quedarme en casa.
– ¿Se encuentran tus padres todavía en África?
– Sí. No pudieron llegar a tiempo para el entierro del abuelo y se van a quedar allí otro mes.
– Parece que tienes dificultades con ese chisme. ¿Le ocurre algo?
– No puedo conseguir que funcione -repuso Rick-. Estoy intentando arreglarlo para esta noche porque quisiera grabar el programa especial de la televisión sobre «La historia del cómic enAmérica»… pero no puedo…
– Déjame ver, Rick. No soy mecánico, pero tal vez pueda ayudarte.
Rick le pasó el aparato a Collins. Era un muchacho de cabello castaño y expresivos ojos con las típicas abrazaderas en los dientes. Collins recordaba que, para tener solamente doce años, era muy inteligente y maduro.
Collins tomó el magnetófono, examinó todos los botones para cerciorarse de que estuvieran en la posición correcta y después abrió el aparato. Descubrió inmediatamente dónde estaba el fallo, efectuó un pequeño ajuste y puso en marcha el aparato. Funcionaba.
– ¡Gracias! -exclamó Rick-. Ahora podré grabar el programa de esta noche. Debiera usted ver mi colección. Grabo todas las mejores entrevistas y programas de radio y televisión. Tengo la mejor colección de toda la escuela. Es mi afición preferida.
– Algún día todo eso tendrá mucho valor -dijo Collins.
La era del cassette, pensó Collins. Se preguntó si alguno de aquellos muchachos, incluso de los más listos como Rick, sería capaz de escribir. Comprendió que la situación se agravaría aún más una vez se aprobara la Enmienda XXXV. La grabación de conversaciones telefónicas, la instalación de aparatos de escucha, los artificios electrónicos gozarían de la pública aprobación.
– Hola, abuela -le oyó decir a Rick.
Collins se levantó inmediatamente y giró sobre sus talones para saludar a Hannah Baxter. Al acercarse ésta, Collins la abrazó y la besó afectuosamente en la mejilla. Era una mujer regordeta y de baja estatura, con un rostro lustroso y cálido de generosas facciones.
– Lo lamento -le dijo Collins-, lo lamento de veras.
– Gracias, Christopher. Pero me alegro de que todo haya terminado. No podía soportar verle sufrir o simplemente vegetar, él que era un hombre todo vitalidad. Le echo de menos. No te imaginas cuánto echo de menos a Noah. Pero así es la vida. Todos tenemos que pasar por lo mismo. -La señora Baxter se volvió un instante.- Rick, entra en la casa y déjanos solos. Nada de televisión ni de magnetófono hasta la noche. Abre tus libros. No quiero que te retrases en los estudios porque de otro modo tu padre se va a enojar conmigo.