No obstante…
Mientras se dirigía al ascensor, se fijó casualmente en el enorme patio interior situado en el centro del cuerpo del edificio. Se desvió hacia él y levantó la mirada. Carecía de techo. Miró hacia abajo, hacia la plazoleta abierta en la planta baja, donde la gente iba de acá para allá. En el transcurso de su primera visita al nuevo edificio del FBI, le había preguntado al agente especial que le servía de guía por qué había aquella enorme abertura en el centro del edificio y por qué dicha abertura carecía de techo. El guía le había contestado: «Para que la central del FBI parezca menos secreta, menos cerrada, menos siniestra y aborrecible. Lo hemos hecho todo bien abierto para que parezca que nosotros también estamos bien abiertos al público.»
Para que parezca que estamos bien abiertos, pensó Collins.
Tal vez el director había adoptado aquella misma apariencia del edificio, una apariencia de apertura y claridad para ocultar la verdad.
Collins siguió avanzando lentamente hacia el ascensor, junto al cual le aguardaba Oakes, su guardaespaldas del turno de día.
Bueno, pensó, le quedaba todavía California, donde era posible que pudiera averiguar algo más acerca de Tynan y de su operación. Y después aún estaba Lewisburg, donde tal vez aprendiera todavía más cosas acerca de Tynan y del Documento R.
Noah Baxter, justo antes de morir, le había instado a dar aconocer inmediatamente y a toda costa, una trampa llamada Documento R.
¿Habría comprendido Noah, se preguntó Collins, que le enviaba a un laberinto de paredes desnudas? Por otra parte, Noah no le hubiera embarcado en aquella ciega odisea a no ser que hubiera alguna puerta escondida en alguna parte.
Mientras entraba en el ascensor, se hizo el propósito de encontrarla cuanto antes.
De nuevo en su despacho, el director Tynan permaneció sombríamente de pie en el centro de la estancia esperando a Harry Adcock.
Cuando entró Adcock, cerrando suavemente la puerta tras sí, Tynan estaba contemplando la alfombra con aire ausente.
– El señor Collins acaba de marcharse -dijo Tynan sin levantar la cabeza.
– ¿Qué quería? preguntó Adcock acercándose al centro de la estancia.
– Intentaba tomarme el pelo. Ha dicho que había venido para que le ayudara en el discurso que va a pronunciar en Los Ángeles -repuso Tynan con un bufido-. Historias.
– ¿Qué es lo que quería realmente, jefe?
– Quería saber si yo había oído hablar de algo llamado Documento R.
– ¿Y había oído usted hablar de ello?
– Ni siquiera sabía de qué me hablaba -repuso Tynan levantando la cabeza.
– ¿De dónde ha sacado tal cosa?
– No lo sé. Me ha dicho que lo había visto en una de las notas de Noah -contestó Tynan con otro bufido-. Mentía. -Tynan miró a Adcock directamente a los ojos.- Es un muchacho muy curioso, nuestro señor Collins… pero muy curioso. Parece como si andara buscando el medio de armar jaleo. -Adcock asintió.- Siéntese, Harry.
Tynan rodeó el escritorio y se acomodó en el sillón giratorio, mientras Adcock tomaba asiento en un sillón situado frente al mismo.
Tynan se reclinó en el sillón giratorio, cruzó los brazos sobre su abombado pecho y miró hacia arriba.
Al cabo de un rato, empezó a hablar.
– Creía que era un buen muchacho, uno de esos intelectuales de poca monta y escasa experiencia. Pensaba también, puesto que Noah le había traído, que era un hombre de equipo. Pero ya no estoy tan seguro. Creo que se las quiere dar de listo… y creo que tiene el propósito de buscar jaleo.
– ¿Cómo exactamente, jefe?
– ¿Cómo? Pensando, por ejemplo, que puede tomarle el pelo a Vernon T. Tynan. -Tynan se irguió haciendo crujir el sillón giratorio.- Mire, Harry, este edificio es el monumento a J. Edgar Hoover. Yo sé cuál quiero que sea mi monumento. Quiero que sea la ratificación de la Enmienda XXXV como parte de la Constitución de los Estados Unidos. No me importa que no se me recuerde por ninguna otra cosa, basta con que se me recuerde por eso.
– Y se le recordará, jefe -dijo Adcock fervorosamente.
– ¿Sí? Bueno, pues quiero asegurarme de que el señor Collins también lo comprenda. Creo que sería mejor que empezáramos a vigilarle. No sólo aquí… sino también en California. -Se detuvo y su pausa fue casi una amenaza.- Sobre todo en California. Sí. Vamos a hablar un poco de todo eso, Harry, del señor Collins y de California. Se me han ocurrido unas cuantas ideas. Vamos a estudiarlas.
4
A pesar del discurso que tendría que pronunciar y del maldito programa de televisión, Chris Collins había estado deseando efectuar aquel viaje a California. Se había organizado deliberadamente unos planes muy agradables. Llegaría a San Francisco el jueves por la tarde, se hospedaría en su suite preferida del hotel St. Francis y se reuniría a tomar una copa con dos de los cuatro fiscales encargados de los cuatro distritos judiciales de California. Después esperaría a que Josh, su hijo de diecinueve años, llegara de Berkeley. Llevaba ocho meses sin ver al muchacho. A continuación, se dirigirían juntos al restaurante Erni’s y disfrutarían de una larga y tranquila cena, en cuyo transcurso podrían hablar de sus cosas.
Pero sus planes no habían resultado ni mucho menos así. Dos días antes de su partida, Collins había telefoneado a Josh para quedar con él.
La conversación había comenzado con las obligadas preguntas y las abreviadas respuestas.
– ¿Qué tal estás, Josh?
– Muy ocupado. Mucho trabajo en casa y mucho trabajo fuera.
– ¿Y qué tal los estudios?
– Ya puedes imaginarte. Como de costumbre.
– ¿Sigue interesándote Políticas?
– Sí, pero resulta algo muy aburrido.
– ¿Has visto a tu madre últimamente?
– No la he visto desde el día de su cumpleaños. Estuve dos días en Santa Bárbara. Helen está bien. Pero no me la puedo quitar de encima.
– ¿Qué tal su marido?
– Supongo que van tirando. Yo no le soporto. ¿De qué se puede hablar con un ex profesional del tenis que padece artritis? Y lo peor es que insiste en llamarme «hijo», cosa que no me hace ninguna gracia.
Collins no había podido evitar echarse a reír y, al final, Josh no había tenido más remedio que reírse también. Desde luego el muchacho no carecía de sentido del humor; de hecho, sabía ser muy agudo cuando creía que merecía la pena y se preocupaba mucho por el mundo que le rodeaba. Físicamente se parecía mucho a su padre. Era alto y delgado -medía más de metro ochenta- y poseía un rostro enjuto.
Collins le había preguntado si todavía llevaba barba. Él había respondido que se la había recortado a la mitad. Mary había insistido en que lo hiciera. Sí, seguía viviendo con Mary y gozando de la dicha de ser soltero. Recientemente ella había vuelto a decorar el apartamento que ambos compartían en la calle Stuarty había pintado por sí misma las paredes. Josh se había mostrado lo suficientemente considerado como para preguntar por Karen, a la que sólo había visto en dos ocasiones. Collins había dudado acerca de si decirle o no que estaba embarazada y, al final, le había dicho que tendría un hermano o una hermana dentro de cinco meses. Para alivio de Collins, Josh se había mostrado muy contento y le había felicitado.
– ¿Cuándo los vamos a ver por aquí? -había preguntado Josh.
– Por eso precisamente te llamaba -le había contestado Collins-. Me verás esta semana si estás libre. El jueves me trasladaré a San Francisco.
Después Collins le había explicado á su hijo el motivo de su visita a California.
Tras un breve silencio, Josh había preguntado:
– ¿Vas a hacer propaganda de la Enmienda XXXV en ese discurso, papá?
Collins había vacilado, presintiendo la inminencia de una tormenta.
– Sí, en efecto.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Porque ése es mi trabajo. Formo parte de la administración.