– No me parece una buena razón, papá.

– Bueno, es que hay otras razones. La Enmienda XXXV tiene también sus cualidades.

– Yo no le veo ninguna -había replicado Josh-. Seré sincero contigo. Te he dicho antes que tenía mucho trabajo fuera. Bueno, pues dedico todo el tiempo libre que tengo a luchar en contra de la aprobación de esta enmienda. Será mejor que lo sepas: me he incorporado al grupo de Tony Pierce; soy uno de los investigadores de la Organización de Defensores de la Ley de Derechos. Vamos a organizar la lucha aquí en California.

– Les deseo suerte. Pero me temo que van a perder. El presidente va a poner todo su empeño.

– ¡El presidente! -había dicho Josh en tono despectivo-. Tiene una cabeza más vacía que un balón de fútbol. Si pudiera, barrería a todo el país bajo la alfombra. El que más nos preocupa es Tynan. Es una copia de Hitler…

– Yo no sería tan duro con él, Josh. Es un policía, y con una tarea muy difícil por delante. No se parece nada a Hitler.

– Yo puedo demostrarte que te equivocas -le había replicado Josh.

– ¿Qué quieres decir?

– Los defensores de la Enmienda XXXV están siempre diciendo que ésta no será invocada más que en casos de grave emergencia, como pudiera ser un intento de derribar el gobierno.

– Y es completamente cierto.

– Papá, creo que las personas que respaldan la enmienda… y no me estoy refiriendo a ti, sino a Tynan y a su grupo, pretenden hacer otras muchas cosas una vez se haya aprobado.

– ¿Otras muchas cosas? ¿Como qué?

– No quiero decírtelo por teléfono. Pero te lo puedo demostrar.

– Demostrar, ¿qué? -había preguntado Collins, tratando de contenerse.

– Ya lo verás. Te llevaré a cierto lugar. Lo hemos investigado todo y se te abrirán los ojos. Hay que verlo con los propios ojos para creerlo. Nosotros, me refiero a los de la ODLD, nos lo estábamos reservando entre otras cosas que vamos a dar a conocer algunos días antes de que los legisladores voten sobre la enmienda. Pero mis amigos no se opondrán a que te lo muestre, teniendo en cuenta quién eres. Tal vez esto te haga cambiar de idea.

– Estoy dispuesto a acoger todo lo que sea razonable. Si no quieres decirme por teléfono de qué se trata, tal vez puedas decirme dónde se encuentra. Como comprenderás, no dispondré de mucho tiempo.

– Merecerá la pena. Te acompañaré allí. Hazme un favor, papá. Hazme este favor.

Collins se había sobresaltado un poco. No recordaba que últimamente su hijo le hubiera pedido ningún favor.

– Bueno, tal vez pueda arreglarlo. ¿Qué hacemos?

– Nos reunimos el jueves al mediodía en Sacramento.

– ¿Sacramento?

– Desde allí iremos en coche hasta un lugar llamado Newell…

Y así fue cómo, porque además de secretario de Justicia era padre, y padre que amaba a su hijo, Collins se había trasladado a Sacramento en lugar de a San Francisco, tras haber acordado reunirse con los fiscales en Los Angeles y no en aquella ciudad.

Había llegado a Sacramento poco antes del mediodía. Josh, aseado, muy moreno y con la barba pulcramente recortada; le estaba esperando lleno de emoción contenida. Tras fundirse en un abrazo, ambos se habían dirigido inmediatamente al Mercury alquilado. Con ellos había ido el agente especial Hogan. El agente Oakes había quedado aguardando su regreso por la tarde, pues Collins tenía previsto volar directamente a Los Ángeles.

Ahora, tras llevar por la carretera lo que había parecido una eternidad, Josh le aseguraba que ya se estaban acercando a su lugar de destino. No había querido decirle cuál era éste.

– Tienes que verlo con tus propios ojos -le había repetido varias veces.

Puesto que el conductor había tomado la autopista 5 en dirección norte hasta Weed y después se había desviado hacia el noroeste por la carretera 97 hasta Klamath Falls, Oregón, para luego volver a penetrar de nuevo en California, Collins experimentaba la creciente sensación de haber sucumbido con demasiada facilidad a lo que posiblemente fuera una empresa quimérica, la paranoica manía de un adolescente. A pesar de lo cual, procuraba no perder el buen humor, dedicándose a fumar y a charlar tranquilamente gozando de la compañía de su espigado hijo.

Josh, por su parte, seguía mostrándose totalmente hermético en relación con lo que deseaba mostrarle a su padre, aunque en modo alguno guardó silencio acerca de lo que él y los componentes de su grupo opinaban a propósito de la Enmienda XXXV.

Ahora estaba atacándola de nuevo.

– Una de las pocas cosas grandes que posee este país es la Ley de Derechos -estaba diciendo-. Las diez primeras enmiendas nos garantizan libertad de religión, de prensa, de expresión, de reunión y de recurso y nos protegen de los registros, protegen a los que están acusados de delitos, prometen juicio por el sistema de jurados, no permiten multas excesivas ni castigos crueles… -Collins se removió inquieto en su asiento. ¿Por qué dan por sentado los hijos que sus padres no saben nada o que lo han olvidado todo?- Y ahora viene esta Enmienda XXXV y suspende todas esas libertades y todos esos derechos. Te aseguro que nos opondremos a ella con todas nuestras fuerzas.

– Todas las leyes de derechos contemplan las libertades como algo relativo, no absoluto -se apresuró Collins a puntualizar-. Como dijo Emerson, las constituciones no son más que las sombras alargadas de los hombres. Las inventan los hombres para protegerse a sí mismos unos de otros. Cuando no logran alcanzar este objetivo, cuando la suerte de la sociedad humana está en juego, los hombres deben adoptar medidas más drásticas en bien de la propia sociedad.

Josh se negaba a aceptar semejante razonamiento.

– Ni hablar -dijo. No hay más que una prueba. Mira a tu alrededor. Todos los gobiernos auténticamente libres poseen una ley de derechos que no puede ser alterada por el gobierno. Sólo las dictaduras, las tiranías, en una palabra, los gobiernos que no son libres, carecen de leyes de derechos o bien poseen unas leyes de derechos que los partidos en el poder pueden restringir o suspender en tiempo de paz. Inglaterra obtuvo la Carta Magna en 1215 y la Ley de Derechos en 1689, y éstas y otras leyes protegieron a los ingleses de las detenciones arbitrarias, les garantizaron juicio por el sistema de jurados, libertad de expresión y recurso, habeas corpus y protección de la vida, la libertad y la propiedad. Francia posee una Ley de Derechos basada en los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en 1789, seis semanas después de la caída de la Bastilla. Y allí estos derechos, de igualdad para todos los ciudadanos, de protección a las mujeres y los niños, a los enfermos y ancianos, de trabajo sin discriminación alguna, de seguridad social y educación, etcétera, tampoco pueden ser restringidos mediante la trampa de una Enmienda XXXV. Lo mismo puede decirse de la Alemania Federal y de Italia. En efecto, en la Alemania Federal su Ley de Derechos no puede ser alterada en la forma en que nosotros pretendemos alterar la nuestra. Si examinas, en cambio, otros países que poseen leyes de derechos, especialmente países comunistas o bien regidos por gobiernos dictatoriales, siempre encontrarás alguna trampa. Fíjate en Cuba. Se garantiza la libertad de expresión, desde luego, sólo que «el gobierno puede confiscar las propiedades caso de que lo estime necesario para contrarrestar actos de terrorismo, sabotaje o bien cualquier otro tipo de actividades contrarrevolucionarias». Fíjate en Rusia. Igualdad de derechos para todos, independientemente de la nacionalidad o el sexo, a excepción de los «enemigos del socialismo». O fíjate en Yugoslavia. Su constitución garantiza la libertad de expresión, prensa y demás, pero después viene el truco: «Estas libertades y derechos no podrán ser utilizados por nadie con el fin de destruir los fundamentos del orden democrático socialista… poner en peligro la paz… difundir el odio o la intolerancia nacional, racial o religiosa, incitar al crimen u ofender de alguna forma la decencia pública». ¿Quién lo establece? Ahora tu presidente y tu director del FBI están intentando introducir una carta falsa en nuestra baraja de libertades. Puedes creerme, si California ratifica la Enmienda XXXV, ello significará el final de la libertad y la justicia para todos nosotros. Diablos, hasta yo podría acabar con mis huesos en la cárcel por hablarte tal como lo estoy haciendo.


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