– Bueno, yo diría que su afirmación es un poco exagerada. La Enmienda XXXV está destinada a modificar, a invalidar la Ley de Derechos, pero sólo en circunstancias muy determinadas, sólo en el caso de una extrema situación de emergencia interna susceptible de paralizar, amenazar o destruir el país. Es evidente que nos estamos encaminando rápidamente en esa dirección y que la Enmienda XXXV nos permitirá restablecer el orden y eliminar el caos…

– Nos dará la represión. Sacrificará las libertades en aras de la paz.

Collins estaba experimentando un ligero hastío y decidió dar por finalizada la discusión. Todo el mundo sabía, al parecer, lo que había que hacer con todo y con todos los problemas, hasta que se enfrentaba con ellos, claro.

– Muy bien, señor Young. Ya sabe usted lo que está ocurriendo en las calles. La peor crisis de crimen y violencia de toda nuestra historia. Fíjese en el ataque a la Casa Blanca por parte de aquella banda de maleantes hace dos meses: colocación de artefactos explosivos, asesinato de trece guardias y miembros del Servicio Secreto, asesinato de siete indefensos turistas, destrozos en el Salón Oriental… nadie había hecho nada semejante en la Casa Blanca desde que en 1814 lo hicieran los marinos británicos. Pero los británicos eran entonces nuestros enemigos y estábamos en guerra. El ataque de hace dos meses lo perpetraron unos norteamericanos… unos norteamericanos. Nada está a salvo. Nadie está seguro. ¿Ha visto usted el noticiario de televisión de esta mañana? ¿Ha leído la prensa de hoy?

Young sacudió la cabeza.

– Entonces permítame que se lo cuente -dijo Collins-. Peoría, Illlinois. La jefatura de policía. Los agentes del turno de día acaban de recibir sus instrucciones y encargos y se dirigen hacia sus motocicletas y coches patrulla… cuando, de pronto, son víctimas de una emboscada que les había tendido un grupo de individuos que aguardaba al acecho. Les han hecho pedazos, ha sido una matanza. Por lo menos un tercio de la fuerza ha resultado muerto o herido. ¿Qué le parece? ¿Y el hecho de que, tal como hoy mismo ha expuesto un matemático, una de cada nueve personas nacidas en Atlanta este año será víctima de asesinato caso de que permanezca en la ciudad? Ya le digo, jamás en toda nuestra historia habíamos padecido una crisis delictiva semejante. ¿Y qué propondría usted para resolverla? ¿Qué haría usted?

Era evidente que se trataba de un tema que Ishmael Young había discutido con anterioridad, puesto que inmediatamente se le ocurrió la respuesta.

– Pondría nuestra casa en orden reconstruyéndola desde abajo. Como dijo George Bernard Shaw,

«el mal que hay que atacar no es el pecado, el sufrimiento, la codicia, el poderío eclesiástico, el poderío real, la demagogia, el monopolio, la ignorancia, el alcoholismo, la guerra, la peste o cualquiera otra de las consecuencias de la pobreza, sino la pobreza misma».

Adoptaría drásticas medidas encaminadas a vernos libres de la pobreza, a vernos libres de la opresión económica, de la desigualdad, de la injusticia… a vernos libres del crimen…

– Ahora no hay tiempo para ese tipo de revisión total. Mire, coincido con usted acerca de lo que básicamente debería hacerse. Todo ello vendrá a su debido tiempo.

– Jamás vendrá una vez se haya aprobado la Enmienda XXXV.

Collins no estaba de humor para seguir discutiendo.

– Por curiosidad, señor Young. ¿Habla usted así cuando trabaja con el director Tynan?

– No estaría aquí si lo hiciera -repuso Young encogiéndose de hombros-. Hablo así con usted porque… porque me parece una buena persona.

– Soy una buena persona.

– Y… espero que no le moleste lo que le voy a decir, pero… no comprendo qué está usted haciendo con esta gente.

Young había dado en el clavo. Karen le había hecho el mismo comentario hacía algo más de un mes cuando él había decidido aceptar el cargo de secretario de Justicia. A ella le había dado algunas explicaciones, pero ahora no iba a molestarse en repetírselas a alguien que era prácticamente un desconocido para él. En su lugar, preguntó:

– ¿Le gustaría ver a otra persona en este cargo? ¿Tal vez a alguien que hubiera recomendado el director Tynan? ¿Por qué cree usted que he aceptado el cargo? Porque creo que las buenas personas pueden terminar primero. -Volvió a mirarse el reloj y se levantó.- Lo siento, señor Young, se ha hecho tarde. Como le dije antes, tengo aún un montón de documentos por revisar. Y después tengo que ir a la Casa Blanca. Mire, sabré muchas más cosas y tal vez pueda serle útil más adelante, dentro de unos meses quizá. ¿Por qué no me llama entonces?

Ishmael Young se había puesto en pie y estaba guardándose el cuaderno de notas y recogiendo el magnetófono.

– Le llamaré. Si todavía está usted aquí, claro. Yo así lo espero.

– Estaré aquí.

– Pues le llamaré. Muchas gracias.

Chris Collins se inclinó hacia adelante y estrechó la mano del escritor, viéndole después alejarse hacia la antesala, que conducía a la recepción y al ascensor del vestíbulo.

Súbitamente experimentó el deseo de preguntarle algo que había olvidado antes:

– A propósito, señor Young, ¿cuánto tiempo lleva usted trabajando con el director Tynan?

Ishmael Young se detuvo junto a la puerta.

– Casi seis meses. Una vez a la semana durante seis meses.

– Bueno, no me lo ha dicho, ¿qué piensa usted de él?

Young esbozó una media sonrisa.

– Señor Collins -repuso-, me reservo la opinión. Puede uno todavía reservarse la opinión, ¿verdad? Este trabajo constituye mi medio de vida. Y eso jamás lo pongo en peligro. Por otra parte, fui casi obligado a aceptar este encargo. Gracias de nuevo.

Y se fue.

Collins se quedó de pie donde estaba, pensando en la conversación que acababa de mantener con aquel hombre, en la crisis en la que se hallaba sumido el país, en la nueva enmienda que iba a terminar con toda aquella situación, en el propio director Tynan… intentando establecer cuáles eran sus opiniones acerca de todo ello. Pero se dio cuenta de que se estaba haciendo tarde, y le quedaba todavía mucho trabajo por hacer. Al final, se acomodó en su sillón, lo acercó al escritorio y empezó a examinar los papeles que se encontraban sobre el mismo.

Muy pronto se olvidó por completo de su visitante. Su pensamiento quedó completamente absorbido por los casos que exigían su inmediata atención: un secuestro interestatal, una transgresión de la Ley de Energía Atómica, una solicitud de las reservas indias, un juicio antimonopolio, un tremendo caso de tráfico de drogas, el nombramiento de un juez federal, un plan subversivo contra el Congreso, una deportación, varios problemas relacionados con los disturbios, una serie de pistas acerca de cinco conspiraciones cuyo propósito era el de desorganizar o provocar la caída del gobierno…

A pesar de estar enfrascado en el estudio de los documentos, Collins mantenía como siempre su fino oído. En el silencio del enorme despacho de veinte metros de longitud, pudo escuchar el rumor de unas pisadas sobre la gruesa alfombra oriental. Levantó la mirada de los dos montones de papeles que tenía delante y vio a Marion Rice, su secretaria, que se acercaba a toda prisa procedente del despacho de al lado. Traía un sobre de gran tamaño.

– De la acera de enfrente. Acaba de llegar; entregado en mano -dijo.

De la acera de enfrente significaba desde el otro lado de la avenida Pennsylvania, es decir, del edificio J. Edgar Hoover, del FBI y del director del FBI.

– Lleva las indicaciones de confidencial e importante -añadió-. Debe ser del director.

– Es curioso -dijo Collins-. Por regla general, suele enviarlo todo antes del mediodía.

La secretaria le entregó el sobre y quedó indecisa.

– Si no quiere nada más, señor Collins, voy a marcharme…

– ¿Qué hora es? -le preguntó él sorprendido.


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