– Las seis y veinte.
– Dios mío. No estoy siquiera a la mitad. No hubiera debido entretenerme tanto con ese escritor. -Reflexionó unos instantes.- En fin, tal vez haya resultado útil. Ha sido importante. -Contempló tristemente el primero de los dos montones de papeles que tenía delante.- Me parece que voy a tener que llevármelos a casa. Muy bien, Marion, puede cerrar y marcharse.
– Ya no le queda tiempo para trabajar. No olvide que esta noche tiene una cena a las siete y cuarto en la Casa Blanca.
– Eso también puede ser trabajo -dijo él haciendo una mueca.
La secretaría siguió vacilando; finalmente en su insípido y alargado rostro se dibujó una reticente sonrisa.
– Yo… yo quería felicitarle, señor Collins, al cumplirse su primera semana como secretario de Justicia. Todos estamos muy contentos de tenerle aquí. Buenas noches.
– Buenas noches, Marion. Se lo agradezco.
Una vez se hubo marchado la secretaria, Collins se quedó contemplando el gran sobre de papel manila que ésta le había entregado. En la actualidad raras veces se recibían buenas noticias del FBI, de modo que sólo a regañadientes decidió abrir el sobre.
Sacó lo que parecían ser media docena de páginas de estadísticas mecanografiadas. Había, además, una carta, o mejor dicho, una nota manuscrita. A través de aquella áspera caligrafía que ya le era familiar, de la excéntrica puntuación, de las impacientes abreviaturas, supo que la nota la había escrito el director Vernon T. Tynan aun antes de ver la firma.
Presa de la curiosidad, Collins empezó a leer la nota.
Querido Chris:
Aquí están las últimas cifras relativas a las estadísticas nacionales de criminalidad de los últimos meses, las peores hasta ahora, las peores de toda nuestra historia. Envío una copia al pres y una a usted para que la reciba antes de que veamos al pres esta noche. Observe el incremento de asesinatos, disturbios, robos a mano armada y secuestros interestatales. Vea el apéndice relativo a las pistas de probables conspiraciones y organizaciones revolucionarias, nos hallamos metidos en unos terribles problemas y estaremos todos perdidos si no nos salva la aprobación de la Enmienda XXXV. Rece por ello esta noche. Ya he transmitido telefónicamente estas estadísticas a los legisladores de Albany, Nueva York, y de Columbus, Ohio, para que conozcan la auténtica situación antes de la votación de esta noche. Lamento tener que enviarle este terrible informe pero considero de importancia vital que esté usted al corriente del mismo antes de ver al pres: Eso es un borrador, lo revisaré por completo antes de divulgarlo al público mañana, nos veremos dentro de unas horas en la cena televisiva.
Con mis mejores saludos,
Vernon
Collins dejó la nota y examinó los «Informes de Criminalidad» pasando lentamente las páginas. En el último mes, comparando con el anterior, los delitos violentos, incluidos los asesinatos, habían experimentado un incremento de un dieciocho por ciento, las violaciones habían aumentado un quince por ciento, los robos y los atracos a mano armada un treinta por ciento y los desórdenes en general un veinte por ciento.
Dejó las páginas de Tynan y se puso a revisar otras estadísticas, estadísticas que tenía en su propia mente. Como consecuencia de aquella creciente ola de criminalidad, las cárceles estaban llenas a rebosar. Cinco años antes, había anualmente, en uno u otro momento, cosa de unos dos millones de reclusos en los doscientos cincuenta establecimientos penitenciarios más importantes del país. Ahora, a pesar de los esfuerzos realizados con vistas a poner coto a los transgresores de la ley, a pesar de los cuarenta y cinco mil abogados y agentes del FBI que trabajaban por cuenta del Departamento de Justicia, a pesar de las tres divisiones especiales del ejército a las que el Pentágono había encomendado el control interno, a pesar de los veintidós mil millones de dólares que se iban a invertir aquel año en el obligado cumplimiento de la ley (el presupuesto de 1960 no había sido más que de tres mil quinientos millones), el índice de criminalidad seguía ascendiendo en espiral. Al parecer, ya no era posible hacer remitir el cáncer por medio de la fuerza. Dentro de un año, éste se encontraría en su fase terminal, anunciando la muerte de la sociedad organizada.
Se reclinó en su asiento y se cubrió el pecho con las manos como si rezara. Era el período más oscuro de la historia norteamericana desde la guerra civil, de eso estaba seguro. La anarquía y el terror crecían de día en día. Cuando uno se despertaba por la mañana, no sabía si iba a llegar a ver la noche. Cuando uno se acostaba por la noche no sabía si despertaría por la mañana. Cada día, al despedirse de Karen con un beso antes de trasladarse al trabajo, experimentaba la aterradora incertidumbre de que tal vez no la encontrara viva (ni a ella ni al hijo que llevaba en sus entrañas) cuando regresara a casa.
Sintió que la invisible garra del miedo le aferraba el estómago. No era la primera vez. Momentáneamente, sus pensamientos se apartaron del caos que reinaba en las calles y se centraron en la autocompasión. No había duda de que él, él y Tynan… ocupaban los peores y más desesperados cargos de la Tierra.
La autocompasión le llevó a una especie de mórbida autofascinación. Entonces, ¿por qué él, Christopher Collins, considerado, modesto, discreto, egoísta a veces aunque también podía ser objetivo, había aceptado aquel imposible cargo de funcionario número uno del cumplimiento de la ley y director del más importante bufete jurídico de la nación?
¿Había llegado hasta allí sin firmes convicciones (a no ser, tal como Ishmael Young había sugerido, la de que era necesario reestructurar la sociedad democrática) ni soluciones, sólo por ambición de poder? ¿Lo había hecho para halagar su propio orgullo? ¿Tal vez para cumplir un deber patriótico? ¿Por la desinteresada sensación de que podía desempeñar una buena labor? ¿O tal vez había sido víctima de algún rasgo masoquista o suicida de su personalidad?
No lo sabía. Esta noche, por lo menos, no.
Y entonces percibió el sonido del teléfono. Se volvió hacia la izquierda, de cara al mueble de roble en el que descansaba la hilera de botones, y vio que se había encendido la lucecita correspondiente a las comunicaciones personales (la reservada a las llamadas de Karen y de los amigos, distinta a las que estaban reservadas al presidente, el director o el secretario adjunto Ed Schrader).
– Aquí Collins -dijo descolgando el aparato.
– Cariño, espero no interrumpir nada…
Era la voz de Karen.
– No, no. Estaba simplemente repasando unos asuntos de última hora. ¿Cómo estás?
Ella no le contestó directamente.
– Sé que esta noche vamos a cenar. Quería cerciorarme de la hora en que pasará a recogerme tu chófer. ¿Es a las siete?
– A las siete menos cuarto. Te reunirás conmigo a las siete. Tenemos que estar en la Casa Blanca quince minutos más tarde. El presidente quiere que seamos puntuales. Vamos a presenciar por televisión los programas especiales desde Nueva York y Ohio. ¿Ya te has vestido?
– Estoy vestida por debajo. Y bien maquillada. Sólo me falta ponerme algo encima. ¿Cómo va a ser la reunión? ¿Puedo ponerme el vestido de punto rojo?
– Ponte cualquier cosa sencilla. La secretaria dijo que iba a ser de carácter informal.
– Supongo que bastará el vestido de punto rojo. Será casi la última vez que pueda ponérmelo antes de que se me empiece a ver el estómago.
– ¿Ha habido hoy alguna actividad?
– ¿Dónde? Ah, te refieres a eso. Algunos puntapiés de prueba.
– Estupendo. Los Redskins necesitan un buen delantero. Aún no me has contestado a la pregunta… ¿cómo estás por lo demás?
– Supongo que bien, dentro de lo que cabe.
– ¿Cómo dentro de lo que cabe? ¿Qué quieres decir?