Las habitaciones son modernas, suntuosas, desagradables. Hay quince departamentos. En el mío hice una obra devastadora, que dio poco resultado. No tuve más cuadros -de Picasso-, ni cristales ahumados, ni forros con valiosas firmas, pero viví en una ruina incómoda.

En dos ocasiones análogas hice mis descubrimientos en los sótanos. En la primera -habían empezado a mermar las provisiones de la despensa- buscaba alimentos y descubrí la usina. Cuando recorría el sótano advertí que ninguna pared tenía el tragaluz que yo había visto desde afuera, con vidrios espesos y rejas, medio escondido entre las ramas de un conífero. Como en una discusión con alguien que me sostuviera que ese tragaluz era irreal, visto en un sueño, salí a comprobar si todavía estaba.

Lo vi de nuevo. Bajé al sótano y tuve gran dificultad para orientarme y encontrar, por adentro, el sitio que correspondía al tragaluz. Estaba del otro lado de la pared. Busqué hendiduras, puertas secretas. La pared era muy lisa y muy sólida. Pensé que en una isla, en un lugar tapiado tenía que haber un tesoro; pero decidí romper la pared y entrar, porque me pareció más verosímil que hubiera, si no ametralladoras y municiones, un depósito de víveres.

Con el hierro que servía para atrancar una puerta, y una creciente languidez, abrí un agujero: se vio claridad celeste. Trabajé mucho y esa misma tarde estuve adentro. Mi primera sensación no fue el disgusto de no encontrar víveres, ni el alivio de reconocer una bomba de sacar agua y una usina de luz, sino la admiración placentera y larga: las pare-des, el techo, el piso, eran de porcelana celeste y hasta el mismo aire (en ese cuarto sin más comunicación con el día que un tragaluz alto y escondido entre las ramas de un árbol) tenía la diafanidad celeste y profunda que hay en la espuma de las cataratas.

Entiendo muy poco de motores, pero no tardé en ponerlos en funcionamiento. Cuando se me acaba el agua llovida, hago trabajar la bomba. Todo esto me ha sorprendido: por mí y por la simplicidad y buen estado de las máquinas. No ignoro que para contrarrestar una falla, solamente cuento con mi resignación. Soy tan inepto que todavía no he podido averiguar el destino de unos motores verdes que hay en el mismo cuarto, ni de ese rodillo con aletas que está en los bajos del sur (vinculado con el sótano por un tubo de hierro; si no estuviera tan alejado de la costa le atribuiría alguna relación con las mareas; podría imaginar que sirve para cargar los acumuladores que ha de tener la usina). Por esa ineptitud hago mucha economía; no pongo en marcha los motores sino cuando es indispensable.

Sin embargo, en una ocasión, todas las luces del museo estuvieron encendidas la noche entera. Fue la segunda vez que hice descubrimientos en los sótanos.

Yo estaba enfermo. Tuve la esperanza de que en alguna parte del museo hubiera un mueble con remedios; arriba no había nada; bajé a los sótanos y… esa noche ignoré mi enfermedad, olvidé que los horrores que estaba pasando vienen, solamente, en los sueños. Descubrí una puerta secreta, una escalera, un segundo sótano. Entré en una cámara poliédrica -parecida a unos refugios contra bombardeos que vi en el cinematógrafo- con las paredes recubiertas por chapas de dos tipos -unas de un material como el corcho, otras de mármol- simétricamente distribuidas. Di un paso: por arcadas de piedra, en ocho direcciones vi repetirse, como en espejos, ocho veces la misma cámara. Después oí muchos pasos, terriblemente claros, a mi alrededor, arriba, abajo, caminando por el museo. Adelanté un poco más: se apagaron los ruidos, como en un ambiente de nieve, como en las frías alturas de Venezuela.

Subí la escalera. Había el silencio, el ruido solitario del mar, la inmovilidad con fugas de ciempiés. Temí una invasión de fantasmas, una invasión de policías, menos verosímil. Pasé horas entre las cortinas, angustiado por el escondite que había elegido (era posible verme de afuera; si quería escaparme de alguien que estuviera en el cuarto debía abrir la ventana). Después me atreví a registrar la casa pero seguía inquieto: me había oído rodear de pasos nítidos; a distintas alturas, movedizos.

A la madrugada bajé de nuevo al sótano. Me rodearon los mismos pasos, de cerca y de lejos. Pero esa vez los comprendí. Molesto, seguí recorriendo el segundo sótano, intermiten-temente escoltado por la bandada solícita de los ecos, multiplicadamente solo. Hay nueve cámaras iguales; otras cinco en un sótano más bajo. Parecen refugios contra bombardeos. ¿Quiénes eran los que, en 1924, más o menos, construyeron este edificio? ¿Por qué lo han dejado abandonado? ¿Qué bombardeos temían? Asombra que los ingenieros de una casa tan bien construida hayan respetado el moderno prejuicio contra las molduras, hasta el punto de haber hecho este refugio que pone a prueba el equilibrio mental: los ecos de un suspiro hacen oír suspiros, al lado, lejanos, durante dos o tres minutos. Donde no hay ecos el silencio es tan horrible como ese peso que no deja huir, en los sueños.

El lector atento puede sacar de mi informe un catálogo de objetos, de situaciones, de hechos más o menos asombrosos; el último es la aparición de los actuales habitantes de la colina. ¿Cabe relacionar a estas personas con las que vivieron en 1924? ¿Habrá que ver en los turistas de hoy a los constructores del museo, de la capilla, de la pileta de natación? No me decido a creer que una de estas personas haya interrumpido alguna vez Té para dos o Valencia, para hacer el proyecto de esta casa, infestada de ecos, es cierto, pero a prueba de bombas.

En las rocas hay una mujer mirando las puestas de sol, todas las tardes. Tiene un pañuelo de colores atado en la cabeza; las manos juntas, sobre una rodilla; soles prenatales han de haber dorado su piel; por los ojos, el pelo negro, el busto, parece una de esas bohemias o españolas de los cuadros más detestables.

Con puntualidad aumento las páginas de este diario y olvido las que me excusarán de los años que mi sombra se demoró en la tierra (Defensa ante sobrevivientes y Elogio de Malthus). Sin embargo, lo que hoy escribo será una precaución. Estas líneas permanecerán invariables, a pesar de la flojedad de mis convicciones. He de ajustarme a lo que ahora sé: conviene a mi seguridad renunciar, interminablemente, a cualquier auxilio de un prójimo.

* * *

No espero nada. Esto no es horrible. Después de resolverlo, he ganado tranquilidad.

Pero esa mujer me ha dado una esperanza. Debo temer las esperanzas.

Mira los atardeceres todas las tardes: yo, escondido, estoy mirándola. Ayer, hoy de nuevo, descubrí que mis noches y días esperan esa hora. La mujer, con la sensualidad de cíngara y con el pañuelo de colores demasiado grande, me parece ridícula. Sin embargo, siento, quizá un poco en broma, que si pudiera ser mirado un instante, hablado un instante por ella, afluiría juntamente el socorro que tiene el hombre en los amigos, en las novias y en los que están en su misma sangre.

Mi esperanza puede ser obra de los pescadores y del tenista barbudo. Hoy me irritó encontrarla con ese falso tenista: no tengo celos; pero ayer tampoco la vi; iba a las rocas, y esos pescadores me impidieron seguir; no me dijeron nada: huí antes de ser visto. Procuré sortearlos por arriba; imposible; tenían amigos, mirándolos pescar. Cuando di vuelta, el sol ya se había puesto, las rocas solas atestiguaban la noche.

Quizá esté preparando una estupidez irremediable; quizá esta mujer, entibiada por soles de todas las tardes, me entregue a la policía. La calumnio; pero no olvido el amparo de la ley. Los que deciden la condena imponen tiempos, defensas que nos aferran a la libertad, dementemente.

Ahora, invadido por suciedad y pelos que no puedo extirpar, un poco viejo, crío la esperanza de la cercanía benigna de esta mujer indudablemente hermosa.


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