Confío en que mi enorme dificultad sea instantánea: pasar la primera impresión. Ese falso impostor no me vencerá.
En quince días hubo tres grandes inundaciones. Ayer la suerte me salvó de morir ahoga-
do. Casi me sorprende el agua. Ateniéndome a las marcas del árbol, calculé para hoy la marea. Si a la madrugada hubiera dormido, habría muerto. Muy pronto el agua estaba subiendo con la decisión que tiene una vez por semana. Ha sido tanta mi negligencia que ahora no sé a qué atribuir estas sorpresas: a errores de cálculo o a una pérdida transitoria de regularidad en las grandes mareas. Si las mareas han cambiado sus costumbres, la vida en estos bajos será todavía más precaria. Me acomodaré, sin embargo. ¡He sobrevivido a tanta adversidad!
Viví enfermo, dolorido, con fiebre, muchísimo tiempo; ocupadísimo en no morirme de hambre; sin poder escribir (con esta cara indignación que debo a los hombres).
A mi llegada había algunas provisiones en la despensa del museo. En un horno clásico y tostado, con harina, sal y agua, elaboré un pan incomible. Muy pronto comí harina en la bolsa, en polvo (con sorbos de agua). Todo se acabó: hasta unas lenguas de cordero en mal estado, hasta los fósforos (con un consumo de tres por día). ¡Cuánto más evolucionados que nosotros fueron los inventores del fuego! Estuve trabajando, lastimándome infinitos días, para hacer una trampa; cuando funcionó pude comer pájaros sangrientos y dulces. He seguido la tradición de los solitarios; he comido, también, raíces. El dolor, una lividez húmeda y espantosa, catalepsias que no me dejaron un recuerdo, inolvidables miedos soñados, me han permitido conocer las plantas más venenosas.
Estoy molesto: no tengo las herramientas; la región es malsana, adversa. Pero, hace unos meses, mi vida actual me hubiera parecido un exagerado paraíso.
Las mareas diarias no son peligrosas ni puntuales. A veces levantan las ramas cubiertas de hojas que tiendo para dormir y amanezco en un mar impregnado por las aguas barrosas de los pantanos.
Me queda la tarde para la caza; a la mañana estoy con el agua hasta la cintura; los movimientos pesan como si la parte del cuerpo que está sumergida fuera muy grande; en compensación, hay menos lagartos y víboras; los mosquitos duran todo el día, todo el año.
Las herramientas están en el museo. Aspiro a tener valor, a emprender una expedición y rescatarlas. Tal vez no sea indispensable: esta gente desaparecerá; tal vez he tenido alucinaciones.
El bote ha quedado fuera de alcance, en la playa del este. Lo que pierdo no es mucho: saber que no estoy preso, que puedo irme de la isla; pero, ¿pude irme alguna vez? Sé el infierno que encierra ese bote. Vine de Rabaul hasta aquí. No tenía agua para beber, no tenía sombrero. A remo, el mar es inagotable. La insolación, el cansancio eran mayores que mi cuerpo. Me aquejaron una ardiente enfermedad y sueños que no se cansaban.
Ahora mi fortuna es distinguir las raíces comestibles. He llegado a ordenar la vida tan bien, que hago todos los trabajos y me queda, todavía, un rato para descansar. En esta amplitud me siento libre, feliz.
Ayer me atrasé; hoy estuve trabajando continuamente; sin embargo, quedó algo para mañana; cuando hay tanto que hacer, la mujer de las tardes no me desvela.
Ayer a la mañana el mar invadía los bajos. Nunca he visto una marea de tanta amplitud. Todavía estaba creciendo cuando empezó a llover (aquí las lluvias son infrecuentes, poderosísimas, con vendavales). Tuve que buscar reparo.
Atareado por lo resbaladizo de la pendiente, el ímpetu de la lluvia, el viento y las ramas, subí a la colina. Se me ocurrió esconderme en la capilla (el sitio más solitario de la isla).
Estaba en los cuartos reservados para que los sacerdotes tomen los desayunos y se cambien de ropa (no he visto ningún cura ni pastor entre los ocupantes del museo) y de pronto hubo dos personas, bruscamente presentes, como si no hubieran llegado, como si hubieran aparecido nada más que en mi vista o imaginación… Me escondí -irresoluto, con torpeza- debajo del altar, entre sedas coloradas y puntillas. No me vieron. Todavía me dura el asombro.
Pasé un rato, inmóvil, agachado, en postura incómoda, espiando entre las cortinas de seda que hay debajo del altar principal, con la atención dirigida hacia los ruidos interpuestos por la tormenta, mirando las montañas de los hormigueros, oscuras, los caminos movedizos de las hormigas, pálidas y grandes, baldosas removidas… Atento a las gotas en la pared y en el techo, al agua estremecida en las canaletas, a la lluvia en la vereda cercana, a los truenos, a los confusos ruidos del temporal, de los árboles, del mar en la playa, de las inmediatas vigas, queriendo aislar los pasos o la voz de alguien que estuviera avanzando hacia mi refugio, evitar otra aparición inesperada…
Entre los ruidos, empecé a oír fragmentos de una melodía concisa, muy remota… Dejé de oírla y pensé que había sido como esas figuras que, según Leonardo, aparecen cuando miramos un rato las manchas de humedad. Volvió la música y yo estuve con los ojos nublados, complacido por su armonía, convulso antes de aterrorizarme del todo. Después de un rato fui a la ventana. El agua, blanca en el vidrio, sin brillo, profundamente oscura en el aire, apenas dejaba ver… Tuve una sorpresa tan grande que no me importó asomarme por la puerta abierta.
Aquí viven los héroes del snobismo (o los pensionistas de un manicomio abandonado). Sin espectadores -o soy el público previsto desde el comienzo-, para ser originales cruzan el límite de incomodidad soportable, desafían la muerte. Esto es verídico, no es una invención de mi rencor… Sacaron el fonógrafo que está en el cuarto verde, contiguo al salón del acuario, y, mujeres y hombres, sentados en bancos o en el pasto, conversaban, oían música y bailaban en medio de una tempestad de agua y viento que amenazaba arrancar todos los árboles.
Ahora la mujer del pañuelo me resulta imprescindible. Tal vez toda esa higiene de no esperar sea un poco ridícula. No esperar de la vida, para no arriesgarla; darse por muerto, para no morir. De pronto esto me ha parecido un letargo espantoso, inquietísimo; quiero que se acabe. Después de la fuga, después de haber vivido no atendiendo a un cansancio que me destruía, logré la calma; mis decisiones tal vez me devuelvan a ese pasado o a los jueces; los prefiero a este largo purgatorio.
Ha empezado hace ocho días. Entonces registré el milagro de la aparición de estas personas; a la tarde temblé cerca de las rocas del oeste. Me dije que todo era vulgar: el tipo bohemio de la mujer y mi enamoramiento propio de solitario acumulado. Volví dos tardes más: la mujer estaba; empecé a encontrar que lo único milagroso era esto; después vinieron los días aciagos de los pescadores, que no la vi, del barbudo, de la inundación, de reparar los destrozos de la inundación. Hoy a la tarde…
Estoy asustado; pero, con mayor insistencia, descontento de mí. Ahora debo esperar que los intrusos vengan, en cualquier momento; si tardan, malum signum: vienen a prenderme. Esconderé este diario, prepararé una explicación y los aguardaré no muy lejos del bote, decidido a pelear, a huir. Sin embargo, no me ocupo de los peligros. Estoy incomodísimo: tuve descuidos que pueden privarme de la mujer, para siempre.
Después de bañarme, limpio y más desordenado (por efecto de la humedad en la barba y en el pelo), fui a verla. Había trazado este plan: esperarla en las rocas; la mujer, al llegar, me encontraría abstraído en la puesta del sol; la sorpresa, el probable recelo, tendrían tiempo de convertirse en curiosidad; mediaría favorablemente la común devoción a la tarde; ella me preguntaría quién soy; nos haríamos amigos… Llegué tardísimo. (Mi impuntualidad me exaspera. ¡Pensar que en esa corte de los vicios llamada el mundo civilizado, en Caracas, fue un trabajoso adorno, una de mis características más personales!)