Lo arruiné todo: ella miraba el atardecer y bruscamente surgí detrás de unas piedras. Bruscamente, e hirsuto, y visto desde abajo, debí de aparecer con mis atributos de espanto acrecentados.

Los intrusos han de venir de un momento a otro. No he preparado una explicación. No tengo miedo.

Esta mujer es algo más que una falsa gitana. Me espanta su valor. Nada anunció que me hubiera visto. Ni un parpadeo, ni un leve sobresalto.

Todavía el sol estaba arriba del horizonte (no el sol; la apariencia del sol; era ese momento en que ya se ha puesto, o va a ponerse, y uno lo ve donde no está). Yo había escalado con urgencia las piedras. La vi: el pañuelo de colores, las manos cruzadas sobre una rodilla, su mirada, aumentando el mundo. Mi respiración se volvió irreprimible. Los peñascos, el mar, parecían trémulos.

Cuando pensaba en esto, oí el mar con su ruido de movimiento y de fatiga, a mi lado, como si se hubiera puesto a mi lado. Me tranquilicé un poco. No era probable que se oyera mi respiración.

Entonces, para postergar el momento de hablarle, descubrí una antigua ley psicológica. Me convenía hablar desde un lugar alto, que permitiera mirar desde arriba. Esta mayor elevación material contrarrestaría, en parte, mis inferioridades.

Subí otras rocas. El esfuerzo empeoró mi estado. También lo empeoraron:

La prisa: yo me había puesto en la obligación de hablarle hoy mismo. Si quería evitar que sintiera desconfianza -por el lugar solitario, por la oscuridad- no podía esperar un minuto.

Verla: como posando para un fotógrafo invisible, tenía la calma de la tarde, pero más inmensa. Yo iba a interrumpirla.

Decir algo era una expedición alarmante. Ignoraba si tenía voz.

La miré, escondido. Temí que me sorprendiera espiándola; aparecí, tal vez demasiado bruscamente, a su mirada; sin embargo, la paz de su pecho no se interrumpió; la mirada prescindía de mí, como si yo fuera invisible.

No me detuve.

– Señorita, quiero que me oiga -dije con la esperanza de que no accediera a mi ruego, porque estaba tan emocionado que había olvidado lo que tenía que decirle. Me pareció que la palabra señorita sonaba ridículamente en la isla. Además la frase era demasiado imperativa (combinada con la aparición repentina, la hora, la soledad).

Insistí:

– Comprendo que no se digne…

No puedo recordar, con exactitud, lo que dije. Estaba casi inconsciente. Le hablé con una voz mesurada y baja, con una compostura que sugería obscenidades. Caí, de nuevo, en señorita. Renuncié a las palabras y me puse a mirar el poniente, esperando que la compartida visión de esa calma nos acercara. Volví a hablar. El esfuerzo que hacía para dominarme bajaba la voz, aumentaba la obscenidad del tono. Pasaron otros minutos de silencio. Insistí, imploré, de un modo repulsivo. Al final estuve excepcionalmente ridículo: trémulo, casi a gritos, le pedí que me insultara, que me delatara, pero que no siguiera en silencio.

No fue como si no me hubiera oído, como si no me hubiera visto; fue como si los oídos que tenía no sirvieran para oír, como si los ojos no sirvieran para ver.

En cierto modo me insultó; demostró que no me temía. Ya era de noche cuando recogió el bolso de costura y se encaminó despacio a la parte alta de la colina.

Los hombres no han venido todavía a buscarme. Tal vez no vengan esta noche. Tal vez esta mujer sea para todo tan asombrosa y no les haya referido mi aparición. La noche es oscura. Conozco bien la isla: no temo a un ejército, si me busca de noche.

* * *

Ha sido, otra vez, como si no me hubiera visto. No cometí otro error que el de permanecer callado y dejar que se restableciera el silencio.

Cuando la mujer llegó a las rocas, yo miraba el poniente. Estuvo inmóvil, buscando un sitio para extender la manta. Después caminó hacia mí. Con estirar el brazo, la hubiera tocado. Esta posibilidad me horrorizó (como si hubiera estado en peligro de tocar un fantasma). En su prescindencia de mí había algo espantoso. Sin embargo, al sentarse a mi lado me desafiaba y, en cierto modo, ponía fin a esa prescindencia.

Sacó un libro del bolso y estuvo leyendo. Aproveché la tregua, para serenarme.

Después, cuando la vi dejar el libro, levantar la mirada, pensé: "Prepara una interpelación". Esta no se produjo. El silencio aumentaba, ineludible. Comprendí la gravedad de no interrumpirlo; pero, sin obstinación, sin motivo, permanecí callado.

Ninguno de sus compañeros ha venido a buscarme. Tal vez no les haya hablado de mí; tal vez les inquiete mi conocimiento de la isla (por eso la mujer vuelve diariamente, simulando un episodio sentimental). Desconfío. Estoy listo para sorprender la conspiración más silenciosa.

He descubierto en mí una inclinación a prever las consecuencias malas, exclusivamente. Se ha formado en los últimos tres o cuatro años; no es casual; no molesta. Que la mujer vuelva, la proximidad que buscó, todo parece indicar un cambio demasiado feliz para que pueda imaginarlo… Quizá yo olvide mi barba, mis años, la policía que me ha perseguido tanto, que todavía estará buscándome, obstinada, como una maldición eficaz. No debo darme esperanzas. Escribo esto y se me ocurre una idea que es una esperanza. No creo haber insultado a la mujer, pero tal vez fuera oportuno desagraviarla. ¿Qué hace un hombre en estas ocasiones? Envía flores. Éste es un proyecto ridículo… pero las cursilerías, cuando son humildes, tienen todo el gobierno del corazón. En la isla hay muchas flores. A mi llegada quedaban algunos macizos alrededor de la pileta y del museo. Seguramente, podré hacer un jardincito en el pasto que bordea las rocas. Tal vez sirva la naturaleza para lograr la intimidad de una mujer. Tal vez me sirva para acabar con el silencio y la cautela. Será éste mi último recurso poético. Yo no he combinado colores; de pintura no entiendo casi nada… Confío, sin embargo, en poder hacer un trabajo modesto, que denote afición a la jardinería.

* * *

Me levanté a la madrugada. Sentía que el mérito de mi sacrificio bastaba para cumplir el trabajo.

Vi las flores (abundan en la parte baja de las barrancas). Arranqué las que me parecieron menos desagradables. Aun las de colores vagos tienen una vitalidad casi animal. Después de un rato las miré, para ordenarlas, porque ya no me cabían debajo del brazo: estaban muertas.

Iba a renunciar a mi proyecto, pero recordé que algo más arriba, a la vista del museo, hay otro lugar con muchas flores… Como era temprano, me pareció que no había riesgo en ir a verlas. Los intrusos dormían, seguramente.

Son diminutas y ásperas. Corté unas cuantas. No tienen esa monstruosa urgencia en morirse.

Sus inconvenientes: el tamaño y estar a la vista del museo.

He pasado casi toda la mañana exponiéndome a ser descubierto por cualquier persona que hubiera tenido el coraje de levantarse antes de las diez. Me parece que tan modesto requisito de la calamidad no se cumplió. Durante mi trabajo de juntar las flores he vigilado el museo y no he visto a ninguno de sus ocupantes; esto me permite suponer que tampoco me vieron a mí.

Las flores son muy chicas. Tendré que plantar miles y miles si no quiero un jardincito ínfimo (sería más lindo, y más fácil de hacer; pero existe el peligro de que la mujer no lo vea).

Me apliqué a preparar los canteros, a romper la tierra (está dura, las superficies planeadas son muy vastas), a regar con agua llovida. Cuando haya acabado de preparar la tierra, tendré que buscar más flores. Haré lo posible para que no me sorprendan, sobre todo para que no interrumpan el trabajo, o lo vean antes de que esté listo. He olvidado que para los movimientos de plantas hay exigencias cósmicas. No puedo creer que después de tanto peligro, de tanto cansancio, las flores no lleguen vivas hasta la puesta del sol.


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