– ¡Son ratones, Kate! -exclamó, tratando de controlar las náuseas.

– No seas fastidioso. Saben a pollo -replicó ella.

– Eso dijiste de la serpiente del Amazonas y no era cierto -le recordó su nieto.

El vino de palma resultó ser un espantoso brebaje dulce y nauseabundo, que el grupo de amigos probó por cortesía, pero no pudo tragar. Por su parte, los soldados y otros hombres de la aldea lo bebieron a grandes sorbos, hasta que no quedó nadie sobrio. Aflojaron la vigilancia, pero los prisioneros no tenían dónde escapar, estaban rodeados por la jungla, la miasma de los pantanos y el peligro de los animales salvajes. Las ratas asadas y las hojas resultaron bastante más pasables de lo que su aspecto hacía suponer, en cambio el budín de mandioca sabía a pan remojado en agua jabonosa, pero estaban hambrientos y se atragantaron de comida sin hacer remilgos. Nadia se limitó a la amarga espinaca, pero Alexander se sorprendió chupando con mucho agrado los huesitos de una pata de ratón. Su abuela tenía razón: tenía gusto a pollo. Más bien dicho, a pollo ahumado.

De súbito Kosongo volvió a agitar su campana de oro.

– ¡Ahora quiero a mis pigmeos! -gritó la Boca Real a los soldados y añadió para beneficio de los visitantes-: Tengo muchos pigmeos, son mis esclavos. No son humanos, viven en el bosque como los monos.

Llevaron a la plaza varios tambores de diferentes tamaños, algunos tan grandes que debían ser cargados entre dos hombres, otros hechos con pieles estiradas sobre calabazas o con mohosos bidones de gasolina. A una orden de los soldados, el reducido grupo de pigmeos, el mismo que condujo a los extranjeros hasta Ngoubé y que permanecía aparte, fue empujado hacia los instrumentos. Los hombres se colocaron en sus puestos cabizbajos, reticentes, sin atreverse a desobedecer.

– Tienen que tocar música y bailar para que sus antepasados conduzcan un elefante hasta sus redes. Mañana salen de caza y no pueden volver con las manos vacías -explicó Kosongo utilizando a la Boca Real.

Beyé-Dokou dio unos golpes tentativos, como para establecer el tono y entrar en calor, y enseguida se sumaron los demás. La expresión de sus rostros cambió, parecían transfigurados, los ojos brillaban, los cuerpos se movían al compás de sus manos, mientras aumentaba el volumen y se aceleraba el ritmo de los sonidos. Parecían incapaces de resistir la seducción de la música que ellos mismos creaban. Sus voces se elevaron en un canto extraordinario, que ondulaba en el aire como una serpiente y de pronto se detenía para dar paso a un contrapunto. Los tambores adquirieron vida, compitiendo unos con otros, sumándose, palpitando, animando la noche. Alexander calculó que media docena de orquestas de percusión con amplificadores eléctricos no podría igualar aquello. Los pigmeos reproducían en sus burdos instrumentos las voces de la naturaleza; algunas delicadas, como agua entre piedras o salto de gacelas; otras profundas, como pasos de elefantes, truenos o galope de búfalos; otras eran lamentos de amor, gritos de guerra o gemidos de dolor. La música aumentaba en intensidad y rapidez, alcanzando un apogeo, luego disminuía hasta convertirse en un suspiro casi inaudible. Así se repetían los ciclos, nunca iguales, cada uno magnífico, llenos de gracia y emoción, como sólo los mejores músicos de jazz podrían igualar.

A otra señal de Kosongo trajeron a las mujeres, que hasta entonces los extranjeros no habían visto. Las tenían en los corrales de animales que había a la entrada de la aldea. Eran de raza pigmea, todas jóvenes, vestidas sólo con faldas de rafia. Avanzaron arrastrando los pies, con una actitud humillada, mientras los guardias les daban órdenes a gritos y las amenazaban. Al verlas hubo una reacción como de parálisis entre los músicos, los tambores se detuvieron de súbito y por unos instantes sólo su eco vibró en el bosque.

Los guardias levantaron los bastones y las mujeres se encogieron, abrazándose mutuamente para protegerse. De inmediato los instrumentos volvieron a resonar con nuevos bríos. Entonces, ante la mirada impotente de los visitantes, se produjo un diálogo mudo entre ellas y los músicos. Mientras los hombres azotaban los tambores expresando toda la gama de emociones humanas, desde la ira y el dolor hasta el amor y la nostalgia, las mujeres bailaban en círculo, balanceando las faldas de rafia, levantando los brazos, golpeando el suelo con los pies desnudos, contestando con sus movimientos y su canto al llamado angustioso de sus compañeros. El espectáculo era de una intensidad primitiva y dolorosa, insoportable.

Nadia ocultó la cara entre las manos; Alexander la abrazó con firmeza, sujetándola, porque temió que su amiga saltara al centro del patio con intención de poner fin a esa danza degradante. Kate se acercó para advertirles que no hicieran ni un movimiento en falso, porque podía ser fatal. Bastaba ver a Kosongo para comprender sus razones: parecía poseído. Se estremecía al ritmo de los tambores como sacudido por corriente eléctrica, siempre sentado sobre el sillón francés que le servía de trono. Los adornos del manto y el sombrero tintineaban, sus pies marcaban el ritmo de los tambores, sus brazos se agitaban haciendo sonar las pulseras de oro. Varios miembros de su corte y hasta los soldados embriagados se pusieron a danzar también y después lo hicieron los demás habitantes de la aldea. Al poco rato había un pandemonio de gente retorciéndose y brincando.

La demencia colectiva cesó tan súbitamente como había comenzado. Ante una señal que sólo ellos percibieron, los músicos dejaron de golpear los tambores y el patético baile de sus compañeras se detuvo. Las mujeres se agruparon y retrocedieron hacia los corrales. Al callarse los tambores Kosongo se inmovilizó de inmediato y el resto de la población siguió su ejemplo. Sólo el sudor que le corría por los brazos desnudos recordaba su danza en el trono. Entonces los forasteros se fijaron en que lucía en los brazos las mismas cicatrices rituales de los cuatro soldados y que, como ellos, tenía brazaletes de piel de leopardo en los bíceps. Sus cortesanos se apresuraron a acomodarle el pesado manto sobre los hombros y el sombrero, que se le había torcido.

La Boca Real explicó a los forasteros que si no se iban pronto, les tocaría presenciar Ezenji, la danza de los muertos, que se practica en funerales y ejecuciones. Ezenji era también el nombre del gran espíritu. Esta noticia no cayó bien en el grupo, como era de esperar. Antes que alguien se atreviera a pedir detalles, el mismo personaje les comunicó en nombre del rey que serían conducidos a sus «aposentos».

Cuatro hombres levantaron la plataforma donde estaba el sillón real y se llevaron a Kosongo en andas rumbo a su vivienda, seguido por sus mujeres, que cargaban los dos colmillos de elefante y guiaban a sus hijos. Tanto habían bebido los portadores, que el trono se balanceaba peligrosamente.

Kate y sus amigos tomaron sus bultos y siguieron a dos bantúes provistos de antorchas, que los guiaron alumbrando el sendero. Iban escoltados por un soldado con brazalete de leopardo y un fusil. El efecto del vino de palma y la desenfrenada danza los había puesto de buen humor; iban riéndose, bromeando y dándose palmadas bonachonas unos a otros, pero eso no tranquilizó a los amigos, porque resultaba obvio que los llevaban prisioneros.

Los llamados «aposentos» resultaron ser una construcción rectangular de barro y techo de paja, más grande que las demás viviendas, al otro extremo de la aldea, en el borde mismo de la jungla. Contaba con dos huecos en el muro a modo de ventanas y una entrada sin puerta. Los hombres de las antorchas alumbraron el interior y, ante la repugnancia de quienes iban a pasar la noche allí, millares de cucarachas se escurrieron por el suelo hacia los rincones.

– Son los bichos más antiguos del mundo, existen hace trescientos millones de años -dijo Alexander.

– Eso no los hace más agradables -apuntó Angie.


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