– Las cucarachas son inofensivas -agregó Alexander, aunque en realidad no estaba seguro de que lo fueran.
– ¿Habrá culebras aquí? -preguntó Joel González.
– Las pitones no atacan en la oscuridad -se burló Kate.
– ¿Qué es este terrible olor? -preguntó Alexander.
– Pueden ser orines de rata o excremento de murciélagos -aclaró el hermano Fernando sin inmutarse, porque había pasado por experiencias similares en Ruanda.
– Viajar contigo siempre es un placer, abuela -se rió Alexander.
– No me llames abuela. Si no te gustan las instalaciones, ándate al Sheraton.
– ¡Me muero por fumar! -gimió Angie.
– Ésta es tu oportunidad de dejar el vicio -replicó Kate, sin mucho convencimiento, porque también echaba de menos su vieja pipa.
Uno de los bantúes encendió otras antorchas, que estaban colocadas en las paredes, y el soldado les ordenó que no salieran hasta el día siguiente. Si quedaban dudas sobre sus palabras, el gesto amenazante con el arma las disipó.
El hermano Fernando quiso averiguar si había alguna letrina cerca y el soldado se rió; la idea le resultó muy divertida. El misionero insistió y el otro perdió la paciencia y le dio un empujón con la culata del fusil, lanzándolo al suelo. Kate, habituada a hacerse respetar, se interpuso con gran decisión, plantándose delante del agresor y, antes que éste arremetiera también contra ella, le puso una lata de duraznos al jugo en la mano. El hombre tomó el soborno y salió; a los pocos minutos regresó con un balde de plástico y se lo entregó a Kate sin más explicaciones. Ese destartalado recipiente sería la única instalación sanitaria.
– ¿Qué significan esas tiras de piel de leopardo y las cicatrices de los brazos? Los cuatro soldados tienen las mismas -comentó Alexander.
– Lástima que no podamos comunicarnos con Leblanc; seguro que podría darnos una explicación -dijo Kate.
– Creo que esos hombres pertenecen a la Hermandad del Leopardo. Es una cofradía secreta que existe en varios países de África -dijo Angie-. Los reclutan en la adolescencia y los marcan con esas cicatrices, así pueden reconocerse en cualquier parte. Son guerreros mercenarios, combaten y matan por dinero. Tienen la reputación de ser brutales. Hacen un juramento de ayudarse durante toda la vida y matar a los enemigos mutuos. No tienen familia ni ataduras de ninguna clase, salvo la unión con sus Hermanos del Leopardo.
– Solidaridad negativa. Es decir, cualquier acto cometido por uno de los nuestros se justifica, no importa cuan horrendo sea -aclaró el hermano Fernando-. Es lo contrario de la solidaridad positiva, que une a la gente para construir, plantar, nutrir, proteger a los débiles, mejorar las condiciones de vida. La solidaridad negativa es la de la guerra, la violencia, el crimen.
– Veo que estamos en muy buenas manos… -suspiró Kate, muy cansada.
El grupo se dispuso a pasar una mala noche, vigilados desde la puerta por los dos guardias bantúes armados de machetes. El soldado se retiró. Apenas se acomodaron en el suelo con los bultos por almohadas, regresaron las cucarachas a pasearse por encima de ellos. Debieron resignarse a las patitas que se les introducían por las orejas, les rascaban los párpados y curioseaban bajo la ropa. Angie y Nadia, quienes tenían el cabello largo, se amarraron pañuelos para evitar que los insectos anidaran en sus cabezas.
– Donde hay cucarachas, no hay culebras -dijo Nadia.
La idea acababa de ocurrírsele y dio el resultado esperado: Joel González, quien hasta entonces era un manojo de nervios, se tranquilizó como por obra de encantamiento, feliz de tener a las cucarachas por compañeras.
Durante la noche anterior, cuando a sus compañeros finalmente los rindió el sueño, Nadia decidió actuar. Era tanta la fatiga de los demás, que lograron dormir al menos durante unas horas, a pesar de las ratas, las cucarachas y la amenazante cercanía de los hombres de Kosongo. Nadia, sin embargo, estaba muy perturbada por el espectáculo de los pigmeos y decidió averiguar qué pasaba en esos corrales, donde había visto desaparecer a las mujeres después de la danza. Se quitó las botas y echó mano de una linterna. Los dos guardias, sentados al lado, afuera, con sus machetes sobre las rodillas, no constituían un impedimento para ella, porque llevaba tres años practicando el arte de la invisibilidad aprendido de los indios del Amazonas. La «gente de la neblina» desaparecía, mimetizada en la naturaleza, con los cuerpos pintados, en silencio, moviéndose con liviandad y con una concentración mental tan profunda que sólo podía sostenerse por tiempo limitado. Esa «invisibilidad» le había servido a Nadia para salir de apuros en más de una ocasión, por eso la practicaba a menudo. Entraba y salía de clase sin que sus compañeros o profesores se dieran cuenta y más tarde ninguno recordaba si ese día ella había estado en la escuela. Circulaba en el metro de Nueva York atestado de gente sin ser vista y para probarlo se colocaba a pocos centímetros de otro pasajero, mirándolo a la cara, sin que el afectado manifestara reacción alguna. Kate Cold, que vivía con Nadia, era la principal víctima de este tenaz entrenamiento, porque nunca estaba segura de si la chica estaba allí o si la había soñado.
La joven ordenó a Borobá quedarse quieto en la choza, porque no podía llevarlo consigo; enseguida respiró hondo varias veces, hasta calmar por completo su ansiedad, y se concentró en desaparecer. Cuando estuvo lista, su cuerpo se movió en estado casi hipnótico. Pasó por encima de los cuerpos de sus amigos dormidos sin tocarlos y se deslizó hacia la salida. Afuera los guardias, aburridos e intoxicados con vino de palma, habían decidido turnarse para vigilar. Uno de ellos estaba echado contra la pared roncando y el otro escrutaba la negrura de la selva un poco asustado, porque temía a los espectros del bosque. Nadia se asomó al umbral, el hombre se volvió hacia ella y por un momento los ojos de ambos se cruzaron. Al guardia le pareció estar en presencia de alguien, pero de inmediato esa impresión se borró y un sopor irresistible lo obligó a bostezar. Se quedó en su sitio, luchando contra el sueño, con el machete abandonado en el suelo, mientras la silueta delgada de la joven se alejaba.
Nadia atravesó la aldea en el mismo estado etéreo, sin llamar la atención de las pocas personas que permanecían despiertas. Pasó cerca de las antorchas que alumbraban las construcciones de barro del recinto real. Un mono insomne saltó de un árbol y cayó a sus pies, haciéndola volver a su cuerpo durante unos instantes, pero enseguida se concentró y siguió avanzando. No sentía su peso, le parecía ir flotando. Así llegó a los corrales, dos perímetros rectangulares hechos con troncos clavados en tierra y amarrados con lianas y tiras de cuero. Una parte de cada corral tenía techo de paja, la otra mitad estaba abierta al cielo. La puerta se cerraba mediante una pesada tranca que sólo podía abrirse por el exterior. Nadie vigilaba.
La chica caminó en torno a los corrales tanteando la empalizada con las manos, sin atreverse a encender la linterna. Era un cerco firme y alto, pero una persona decidida podía aprovechar las protuberancias de la madera y los nudos de las cuerdas para treparlo. Se preguntó por qué las pigmeas no escapaban. Después de dar un par de vueltas y comprobar que no había nadie por los alrededores, decidió levantar la tranca de una de las puertas. En su estado de invisibilidad, sólo podía moverse con mucho cuidado, pero no podía actuar como lo hacía normalmente; debió salir del trance para forzar la puerta.
Los sonidos del bosque poblaban la noche: voces de animales y pájaros, murmullos entre los árboles y suspiros en la tierra. Nadia pensó que con razón la gente no salía de la aldea por la noche: era fácil atribuir esos ruidos a razones sobrenaturales. Sus esfuerzos para abrir la puerta no resultaron silenciosos, porque la madera crujía. Unos perros se aproximaron ladrando, pero Nadia les habló en idioma canino y se callaron al punto. Le pareció oír un llanto de niño, pero a los pocos segundos cesó; ella volvió a ponerle el hombro a la tranca, que resultó más pesada de lo imaginado. Por fin logró sacar la viga de los soportes, entreabrió el portón y se deslizó al interior.