– ¿Piensas matar a alguien, Jaguar?

– ¡Claro que no!

– ¿Entonces?

– Perfecto, Águila. Iremos sin armas -suspiró Alexander, resignado.

Los amigos recogieron lo necesario, moviéndose sigilosamente entre las mochilas y los bultos de sus compañeros. Al buscar el antídoto en el botiquín de Angie vieron el anestésico para animales y, en un impulso, Alexander se lo echó al bolsillo.

– ¿Para qué quieres eso? -preguntó Nadia.

– No lo sé, pero puede servirnos -replicó Alexander.

Nadia salió primero, cruzó sin ser vista la corta distancia alumbrada por la antorcha de la puerta y se ocultó en las sombras. Desde allí pensaba llamar la atención de los guardias, para dar a Alexander oportunidad de seguirla, pero vio que el único guardia seguía durmiendo, el otro no había regresado. Fue muy fácil para Alexander y Borobá reunirse con ella.

La vivienda del rey era un recinto de barro y paja compuesto de varias chozas; daba la impresión de ser transitoria. Para un monarca cubierto de oro de pies a cabeza, con un numeroso harén y con los supuestos poderes divinos de Kosongo, el «palacio» resultaba de una modestia sospechosa. Alexander y Nadia dedujeron que el rey no pensaba envejecer en Ngoubé, por eso no había construido algo más elegante y cómodo. Una vez que se terminaran el marfil y los diamantes se iría lo más lejos posible a gozar de su fortuna.

El sector del harén estaba rodeado de una empalizada, sobre la cual habían ensartado antorchas separadas por más o menos diez metros, de modo que estaba bien iluminado. Las antorchas eran unos palos con trapos empapados en resina, que despedían una humareda negra y un olor penetrante. Delante del cerco había una construcción más grande, decorada con dibujos geométricos negros y provista de una puerta muy ancha y alta. Los jóvenes supusieron que albergaba al rey, porque el tamaño de la puerta permitía pasar a los portadores con la plataforma sobre la cual se desplazaba Kosongo. Con seguridad la prohibición de pisar el suelo no se aplicaba dentro de su casa; en la intimidad Kosongo debía andar en sus dos pies, mostrar el rostro y hablar sin necesidad de un intermediario, como cualquier persona normal. A poca distancia había otro edificio rectangular, largo y chato, sin ventanas, conectado a la vivienda real por un pasillo con techo de paja, que posiblemente era la caserna de los soldados.

Un par de guardias de raza bantú, armados con fusiles, caminaban en torno al recinto. Alexander y Nadia los observaron en la distancia por un buen rato y llegaron a la conclusión de que Kosongo no temía ser atacado, porque la vigilancia era un chiste. Los guardias, todavía bajo el efecto del vino de palma, hacían su ronda trastabillando, se detenían a fumar cuando les venía en gana y al cruzarse se detenían a conversar. Incluso los vieron beber de una botella, que posiblemente contenía licor. No vieron a ninguno de los soldados de la Hermandad del Leopardo, lo cual los tranquilizó un poco, porque parecían bastante más temibles que los guardias bantúes. De todos modos, la idea de introducirse al edificio, sin saber con qué se iban a encontrar adentro, era una temeridad.

– Tú esperas aquí, Jaguar, yo iré primero. Te avisaré con un grito de lechuza cuando sea el momento de mandar a Borobá -decidió Nadia.

A Alexander el plan no le gustó, pero no disponía de otro mejor. Nadia sabía desplazarse sin ser vista y nadie se fijaría en Borobá, porque la aldea estaba llena de monos. Con el corazón en la mano, se despidió de su amiga y de inmediato ella desapareció. Hizo un esfuerzo por verla y por unos segundos lo logró, aunque parecía apenas un velo flotando en la noche. A pesar de la tensión del momento, Alexander no pudo menos que sonreír al ver cuan efectivo era el arte de la invisibilidad.

Nadia aprovechó cuando los guardias estaban fumando para aproximarse a una de las ventanas de la residencia real. Sin el menor esfuerzo se trepó al dintel y desde allí echó una mirada al interior. Estaba oscuro, pero algo de la luz de las antorchas y de la luna entraba por las ventanas, que no eran más que aperturas sin vidrios ni persianas. Al comprobar que no había nadie, se deslizó al interior.

Los guardias terminaron sus cigarrillos y dieron otra vuelta completa en torno al recinto real. Por fin un grito de lechuza rompió la horrible tensión de Alexander. El joven soltó a Borobá y éste salió disparado en dirección a la ventana donde había visto a su ama por última vez. Durante varios minutos, largos como horas, nada sucedió. De súbito Nadia surgió como por encantamiento junto a su amigo.

– ¿Qué pasó? -preguntó Alex, conteniéndose para no abrazarla.

– Muy fácil. Borobá sabe lo que debe hacer.

– Eso quiere decir que encontraste el amuleto.

– Kosongo debe estar en otra parte con alguna de sus mujeres. Había unos hombres durmiendo por el suelo y otros jugando naipes. El trono, la plataforma, el manto, el sombrero, el cetro y los dos colmillos de elefante están allí. También vi unos cofres donde supongo que guardan los adornos de oro -explicó Nadia.

– ¿Y el amuleto?

– Estaba con el cetro, pero no pude retirarlo porque habría perdido la invisibilidad. Eso lo hará Borobá.

– ¿Cómo?

Nadia señaló la ventana y Alexander vio que empezaba a salir una negra humareda.

– Le prendí fuego al manto real -dijo Nadia.

Casi de inmediato se produjo un alboroto de gritos, los guardias que estaban adentro salieron corriendo, de la caserna surgieron varios soldados y pronto despertó la aldea y se llenó el lugar de gente corriendo con baldes de agua para apagar el fuego. Borobá aprovechó la confusión para apoderarse del amuleto y salir por la ventana. Instantes después se reunió con Nadia y Alexander y los tres se perdieron en dirección al bosque.

Bajo la cúpula de los árboles reinaba una oscuridad casi total. A pesar de la visión nocturna del jaguar, invocado por Alexander, resultaba casi imposible avanzar. Era la hora de las serpientes y bichos ponzoñosos, de las fieras en busca de alimento; pero el peligro más inmediato era caer en un pantano y perecer tragados por el lodo.

Alexander encendió la linterna y revisó su entorno. No temía ser visto desde la aldea, porque lo rodeaba la tupida vegetación, pero debía cuidar las baterías. Se adentraron en la espesura luchando con raíces y lianas, sorteando charcos, tropezando con obstáculos invisibles, envueltos por el murmullo constante de la selva.

– ¿Y ahora qué haremos? -preguntó Alexander.

– Esperar a que amanezca, Jaguar, no podemos seguir en esta oscuridad. ¿Qué hora es?

– Casi las cuatro -respondió el muchacho, consultando su reloj.

– Dentro de poco habrá luz y podremos movernos. Tengo hambre, no me pude comer los ratones de la cena -dijo Nadia.

– Si el hermano Fernando estuviera aquí, diría que Dios proveerá -se rió Alexander.

Se acomodaron lo mejor posible entre unos helechos. La humedad les empapaba la ropa, las espinas los pinchaban, los bichos les caminaban por encima. Sentían el roce de animales deslizándose junto a ellos, batir de alas, el aliento pesado de la tierra. Después de su aventura en el Amazonas, Alexander no salía de excursión sin un encendedor, porque sabía que frotando piedras no es la manera más rápida de hacer fuego. Quisieron hacer una pequeña fogata para secarse y amedrentar a las fieras, pero no encontraron palos secos y luego de varios intentos debieron desistir.

– Este lugar está lleno de espíritus -dijo Nadia.

– ¿Crees en eso? -preguntó Alexander.

– Sí, pero no les tengo miedo. ¿Te acuerdas de la esposa de Walimai? Era un espíritu amistoso.

– Eso era en el Amazonas, no sabemos cómo son los de aquí. Por algo la gente les teme -dijo Alexander.

– Si estás tratando de asustarme, ya lo conseguiste -replicó Nadia.

Alexander puso un brazo en torno a los hombros de su amiga y la acercó contra su pecho, tratando de darle calor y seguridad. Ese gesto, antes tan natural entre ellos, ahora estaba cargado de un significado nuevo.


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