– Por fin Walimai se reunió con su esposa -le contó Nadia.
– ¿Se murió?
– Sí, ahora viven los dos en el mismo mundo.
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Te acuerdas de cuando caí en ese precipicio y me rompí el hombro en el Reino Prohibido? Walimai me hizo compañía hasta que llegaste tú con Tensing y Dil Bahadur. Cuando el chamán apareció a mi lado, supe que era un espíritu ahora puede desplazarse en este mundo y en otros -explicó Nadia.
– Era un buen amigo, podías llamarlo soplando un silbato y él siempre acudía -le recordó Alexander.
– Si lo necesito vendrá, tal como fue a ayudarme al Reino Prohibido. Los espíritus viajan lejos -le aseguró Nadia.
A pesar del temor y la incomodidad, pronto empezaron a cabecear, agotados, porque llevaban veinticuatro horas sin dormir. Habían padecido demasiadas emociones desde el momento en que el avión de Angie Ninderera se accidentó. No supieron cuántos minutos descansaron, ni cuántas culebras y otros animales les pasaron rozando. Despertaron sobresaltados cuando Borobá les haló el pelo a dos manos, dando chillidos de terror. Todavía estaba oscuro. Alexander encendió la linterna y su rayo de luz dio de lleno en un rostro negro, casi encima del suyo. Ambos, la criatura y él, lanzaron un grito simultáneo y se echaron hacia atrás. La linterna rodó por el suelo y pasaron varios segundos antes que el joven la encontrara. En esa pausa Nadia alcanzó a reaccionar y sujetó el brazo de Alexander, susurrándole que se quedara quieto. Sintieron una mano enorme que los tanteó a ciegas y de pronto cogió a Alexander por la camisa y lo sacudió con una fuerza descomunal. El joven volvió a encender la linterna, pero no apuntó directamente la luz a su atacante. En la penumbra se dieron cuenta de que se trataba de un gorila.
– Tempo kachi, que tenga usted felicidad…
El saludo del Reino Prohibido fue lo primero y lo único que se le ocurrió decir a Alexander, demasiado asustado para pensar. Nadia, en cambio, saludó en el idioma de los monos, porque la reconoció antes de verla por el calor que irradiaba y el olor a pasto recién cortado de su aliento. Era la gorila que salvaron de la trampa unos días antes y, como entonces, llevaba a su bebé prendido de los duros pelos de la barriga. Los observaba con sus ojos inteligentes y curiosos. Nadia se preguntó cómo había llegado hasta allí, debió haberse desplazado por muchas millas en el bosque, algo poco usual en esos animales.
La gorila soltó a Alexander y puso su mano sobre la cara de Nadia, empujándola un poco, con suavidad, como una caricia. Sonriendo, ella devolvió el saludo con otro empujón, que no logró mover a la gorila ni medio centímetro, pero estableció una forma de diálogo. El animal les dio la espalda y caminó unos pasos, luego regresó y, acercándoles de nuevo la cara, emitió unos gruñidos mansos y, sin previo aviso, le dio unos mordiscos delicados en una oreja a Alexander.
– ¿Qué quiere? -preguntó éste alarmado.
– Que la sigamos, nos va a mostrar algo.
No tuvieron que andar mucho. De pronto el animal dio unos saltos y se trepó a una especie de nido colocado entre las ramas de un árbol. Alexander apuntó con la linterna y un coro de gruñidos nada tranquilizadores respondió a su gesto. Desvió de inmediato la luz.
– Hay varios gorilas en este árbol, debe ser una familia -dijo Nadia.
– Eso significa que hay un macho y varias hembras con sus bebés. El macho puede ser peligroso.
– Si nuestra amiga nos ha traído hasta aquí es porque somos bienvenidos.
– ¿Qué haremos? No sé cuál es el protocolo entre humanos y gorilas en este caso -bromeó Alexander, muy nervioso.
Esperaron por largos minutos, inmóviles bajo el gran árbol. Los gruñidos cesaron. Por último, cansados, los muchachos se sentaron entre las raíces del inmenso árbol, con Borobá aferrado al pecho de Nadia, temblando de susto.
– Aquí podemos dormir tranquilos, estamos protegidos. La gorila quiere pagarnos el favor que le hicimos -le aseguró Nadia a Alexander.
– ¿Tú crees que entre los animales existen esos sentimientos, Águila? -dudó él.
– ¿Por qué no? Los animales hablan entre ellos, forman familias, aman a sus hijos, se agrupan en sociedades, tienen memoria. Borobá es más listo que la mayoría de las personas que conozco -replicó Nadia.
– En cambio mi perro Poncho es bastante tonto. -No todo el mundo tiene el cerebro de Einstein, Jaguar.
– Definitivamente, Poncho no lo tiene -sonrió Alexander.
– Pero Poncho es uno de tus mejores amigos. Entre los animales también hay amistad.
Durmieron tan profundamente como en cama de plumas; la proximidad de los grandes simios les daba una sensación de absoluta seguridad, no podían estar mejor protegidos.
Horas después despertaron sin saber dónde se encontraban. Alexander miró el reloj y se dio cuenta de que habían dormido mucho más de lo planeado, eran pasadas las siete de la mañana. El calor del sol evaporaba la humedad del suelo y el bosque, envuelto en bruma caliente, parecía un baño turco. Se pusieron de pie de un salto y echaron una mirada a su alrededor. El árbol de los gorilas estaba vacío y por un momento dudaron de la veracidad de lo ocurrido la noche anterior. Tal vez había sido sólo un sueño, pero allí estaban los nidos entre las ramas y unos brotes tiernos de bambú, alimento preferido de los gorilas, puestos a su lado como ofrendas. Y como si eso no bastara, comprendieron que desde la espesura varios pares de ojos negros los observaban. La presencia de los gorilas era tan cercana y palpable que no necesitaban verlos para saber que vigilaban.
– Tempo kachi -se despidió Alexander.
– Gracias -dijo Nadia en el idioma de Borobá.
Un rugido largo y ronco les respondió desde el verde impenetrable del bosque.
– Creo que ese gruñido es un signo de amistad -se rió Nadia.
El amanecer se anunció en la aldea de Ngoubé con una neblina espesa como humareda, que penetró por la puerta y las aperturas que servían de ventanas. A pesar de la incomodidad de la vivienda, durmieron profundamente y no se enteraron de que hubo un amago de incendio en una de las habitaciones reales. Kosongo tuvo poco que lamentar, porque las llamas fueron apagadas de inmediato. Al disiparse el humo se vio que el fuego había comenzado en el manto real, lo cual fue interpretado como pésimo augurio, y se extendió a unas pieles de leopardo, que prendieron como yesca, provocando una densa humareda. Nada de esto supieron los prisioneros hasta varias horas más tarde.
Por la paja del techo se colaban los primeros rayos de sol. En la luz del alba los amigos pudieron examinar su entorno y comprobar que se encontraban en una choza larga y angosta, con gruesas paredes de barro oscuro. En uno de los muros había un calendario del año anterior, aparentemente grabado con la punta de un cuchillo. En otro vieron versículos del Nuevo Testamento y una tosca cruz de madera.
– Ésta es la misión, estoy seguro -dijo el hermano Fernando, emocionado.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Kate.
– No tengo dudas. Miren esto… -dijo.
Sacó de su mochila un papel doblado en varias partes y lo estiró cuidadosamente. Era un dibujo a lápiz hecho por los misioneros perdidos. Se veía claramente la plaza central de la aldea, el Árbol de las Palabras con el trono de Kosongo, las chozas, los corrales, una construcción más grande marcada como la vivienda del rey, otra similar que se usaba como caserna para los soldados. En el punto exacto donde ellos se encontraban, el dibujo indicaba la misión.
– Aquí los hermanos debían tener la escuela y atender enfermos. Debe haber un huerto muy cerca que ellos plantaron y un pozo.
– ¿Para qué querían un pozo si aquí llueve cada dos minutos? Sobra agua por estos lados -comentó Kate.
– El pozo no fue hecho por ellos, estaba aquí. Los hermanos se referían al pozo entre comillas, como si fuera algo especial. Siempre me pareció muy extraño…