Beyé-Dokou tradujo sus palabras, pero no logró convencer a sus compañeros. Pensaban que ese patético grupo de extranjeros no sería de mucha utilidad a la hora de luchar. La abuela tampoco les impresionaba, era sólo una vieja de cabellos erizados y ojos de loca. Por su parte, ellos se contaban con los dedos y sólo disponían de lanzas y redes, mientras que sus enemigos eran muchos y muy poderosos.
– Las mujeres me dijeron que en tiempos de la reina Nana-Asante los pigmeos y los bantúes eran amigos -les recordó Nadia.
– Cierto -dijo Beyé-Dokou.
– Los bantúes también viven aterrorizados en Ngoubé. Mbembelé los tortura y los mata si le desobedecen. Si pudieran, se liberarían de Kosongo y el comandante. Tal vez se pongan de nuestro lado -sugirió la chica.
– Aunque los bantúes nos ayuden y derrotemos a los soldados, siempre queda Sombe, el hechicero -alegó Beyé-Dokou.
– ¡También al brujo podemos vencerlo! -exclamó Alexander.
Pero los cazadores rechazaron enfáticos la idea de desafiar a Sombe y explicaron en qué consistían sus terroríficos poderes: tragaba fuego, caminaba por el aire y sobre brasas ardientes, se convertía en sapo y su saliva mataba. Se enredaron en las limitaciones de la mímica y Alexander entendió que el brujo se ponía a cuatro patas y vomitaba, lo cual no le pareció nada del otro mundo.
– No se preocupen, amigos, nosotros nos encargaremos de Sombe -prometió con un exceso de confianza.
Les entregó el amuleto mágico, que sus amigos recibieron conmovidos y alegres. Habían esperado ese momento por varios años.
Mientras Alexander argumentaba con los pigmeos, Nadia se había acercado al elefante herido y procuraba tranquilizarlo en el idioma aprendido de Kobi, el elefante del safari. La enorme bestia estaba en el límite de sus fuerzas; había sangre en su costado, donde un par de lanzazos de los cazadores lo habían herido, y en la trompa, que azotaba contra el suelo. La voz de la muchacha hablándole en su lengua le llegó de muy lejos, como si la oyera en sueños. Era la primera vez que se enfrentaba a los seres humanos y no esperaba que hablaran como él. De pura fatiga acabó por prestar oídos. Lento, pero seguro, el sonido de esa voz atravesó la densa barrera de la desesperación, el dolor y el terror y llegó hasta su cerebro. Poco a poco se fue calmando y dejó de debatirse entre las redes. Al rato se quedó quieto, acezando, con los ojos fijos en Nadia, batiendo sus grandes orejas. Despedía un olor a miedo tan fuerte que Nadia lo sintió como un bofetón, pero continuó hablándole, segura de que le entendía. Ante el asombro de los hombres, el elefante comenzó a contestar y pronto no les cupo duda de que la niña y el animal se comunicaban.
– Haremos un trato -propuso Nadia a los cazadores-.
A cambio de Ipemba-Afua, ustedes le perdonan la vida al elefante.
Para los pigmeos el amuleto era mucho más valioso que el marfil del elefante, pero no sabían cómo quitarle las redes sin perecer aplastados por las patas o ensartados en los mismos colmillos que pretendían llevarle a Kosongo. Nadia les aseguró que podían hacerlo sin peligro. Entretanto Alexander se había acercado lo suficiente para examinar los cortes de las lanzas en la gruesa piel.
– Ha perdido mucha sangre, está deshidratado y estas heridas pueden infectarse. Me temo que le espera una muerte lenta y dolorosa -anunció.
Entonces Beyé-Dokou tomó el amuleto y se aproximó a la bestia. Quitó un pequeño tapón en un extremo de Ipemba-Afua, inclinó el hueso, agitándolo como un salero, mientras otro de los cazadores colocaba las manos para recibir un polvo verdoso. Por señas indicaron a Nadia que lo aplicara, porque ninguno se atrevía a tocar al elefante. Nadia explicó al herido que iban a curarlo y, cuando adivinó que había comprendido, puso el polvo en los profundos cortes de las lanzas.
Las heridas no se cerraron mágicamente, como ella esperaba, pero a los pocos minutos dejaron de sangrar. El elefante volteó la cabeza para tantearse el lomo con la trompa, pero Nadia le advirtió que no debía tocarse.
Los pigmeos se atrevieron a quitar las redes, una tarea bastante más complicada que ponerlas, pero al fin el viejo elefante estuvo libre. Se había resignado a su suerte, tal vez alcanzó a cruzar la frontera entre la vida y la muerte, y de pronto se encontró milagrosamente libre. Dio unos pasos tentativos, luego avanzó hacia la espesura, tambaleándose. En el último momento, antes de perderse bosque adentro, se volvió hacia Nadia y, mirándola con un ojo incrédulo, levantó la trompa y lanzó un bramido.
– ¿Qué dijo? -preguntó Alexander.
– Que si necesitamos ayuda, lo llamemos -tradujo Nadia.
Dentro de poco sería de noche. Nadia había comido muy poco en los últimos días y Alexander tenía tanta hambre como ella.
Los cazadores descubrieron huellas de un búfalo, pero no las siguieron porque eran peligrosos y andaban en grupo. Poseían lenguas ásperas como lija: podían lamer a un hombre hasta pelarle la carne y dejarlo en los huesos, dijeron. No podían cazarlos sin ayuda de sus mujeres. Los condujeron al trote hasta un grupo de viviendas minúsculas, hechas con ramas y hojas. Era una aldea tan miserable que no parecía posible que la habitaran seres humanos. No construían viviendas más sólidas porque eran nómadas, estaban separados de sus familias y debían desplazarse cada vez más lejos en busca de elefantes. La tribu nada poseía, sólo aquello que cada individuo podía llevar consigo. Los pigmeos sólo fabricaban los objetos básicos para sobrevivir en el bosque y cazar, lo demás lo obtenían mediante trueque. Como no les interesaba la civilización, otras tribus creían que eran como simios.
Los cazadores sacaron de un hueco en el suelo medio antílope cubierto de tierra e insectos. Lo habían cazado un par de días antes y, después de comerse una parte, habían enterrado el resto para evitar que otros animales se lo arrebataran. Al ver que todavía estaba allí, empezaron a cantar y bailar. Nadia y Alexander comprobaron una vez más que a pesar de sus sufrimientos, esa gente era muy alegre cuando estaba en el bosque, cualquier pretexto servía para bromear, contar historias y reírse a carcajadas. La carne despedía un olor fétido y estaba medio verde, pero gracias al encendedor de Alexander y la habilidad de los pigmeos para encontrar combustible seco, hicieron una pequeña fogata donde la asaron. También se comieron con entusiasmo las larvas, orugas, gusanos y hormigas adheridas a la carne, que consideraban una verdadera delicia, y completaron la cena con frutos salvajes, nueces y agua de los charcos en el suelo.
– Mi abuela nos advirtió que el agua sucia nos daría cólera-dijo Alexander, bebiendo a dos manos, porque estaba muerto de sed.
– Tal vez a ti, porque eres muy delicado -se burló Nadia-, pero yo me crié en el Amazonas; soy inmune a las enfermedades tropicales.
Le preguntaron a Beyé-Dokou a qué distancia estaba Ngoubé, pero no pudo darles una respuesta precisa, porque para ellos la distancia se medía en horas y dependía de la velocidad a la cual se desplazaban. Cinco horas caminando equivalían a dos corriendo. Tampoco pudo señalar la dirección, porque jamás había contado con una brújula o un mapa, no conocía los puntos cardinales. Se orientaba por la naturaleza, podía reconocer cada árbol en un territorio de cientos de hectáreas. Explicó que sólo ellos, los pigmeos, tenían nombres para todos los árboles, plantas y animales; el resto de la gente creía que el bosque era sólo una uniforme maraña verde y pantanosa. Los soldados y los bantúes sólo se aventuraban entre la aldea y la bifurcación del río, donde establecían contacto con el exterior y negociaban con los contrabandistas.
– El tráfico de marfil está prohibido en casi todo el mundo. ¿Cómo lo sacan de la región? -preguntó Alexander.
Beyé-Dokou le informó que Mbembelé pagaba soborno a las autoridades y contaba con una red de secuaces a lo largo del río. Amarraban los colmillos debajo de los botes, de modo que quedaban bajo el agua y así los transportaban a plena luz del día. Los diamantes iban en el estómago de los contrabandistas. Se los tragaban con cucharadas de miel y budín de mandioca, y un par de días más tarde, cuando se encontraban en lugar seguro, los eliminaban por el otro extremo, método algo repugnante, pero seguro.