Los cazadores les contaron de los tiempos anteriores a Kosongo, cuando Nana-Asante gobernaba en Ngoubé. En esa época no había oro, no se traficaba con marfil, los bantúes vivían del café, que llevaban por el río a vender en las ciudades, y los pigmeos permanecían la mayor parte del año cazando en el bosque. Los bantúes cultivaban hortalizas y mandioca, que cambiaban a los pigmeos por carne. Celebraban fiestas juntos. Existían las mismas miserias, pero al menos vivían libres. A veces llegaban botes trayendo cosas de la ciudad, pero los bantúes compraban poco, porque eran muy pobres, y a los pigmeos no les interesaban. El gobierno los había olvidado, aunque de vez en cuando mandaba una enfermera con vacunas, o un maestro con la idea de crear una escuela, o un funcionario que prometía instalar electricidad. Se iban enseguida; no soportaban la lejanía de la civilización, se enfermaban, se volvían locos. Los únicos que se quedaron fueron el comandante Mbembelé y sus hombres.

– ¿Y los misioneros? -preguntó Nadia.

– Eran fuertes y también se quedaron. Cuando ellos vinieron Nana-Asante ya no estaba. Mbembelé los expulsó, pero no se fueron. Trataron de ayudar a nuestra tribu. Después desaparecieron -dijeron los cazadores.

– Como la reina -apuntó Alexander.

– No, no como la reina… -respondieron, pero no quisieron dar más explicaciones.

10 La aldea de los antepasados

Para Nadia y Alexander ésa era la primera noche completa en el bosque. La noche anterior habían estado en la fiesta de Kosongo, Nadia había visitado a las pigmeas esclavas, habían robado el amuleto e incendiado la vivienda real antes de salir de la aldea, de modo que no se les hizo tan larga; pero ésta les pareció eterna. La luz se iba temprano y volvía tarde bajo la cúpula de los árboles. Estuvieron más de diez horas encogidos en los patéticos refugios de los cazadores, soportando la humedad, los insectos y la cercanía de animales salvajes, nada de lo cual incomodaba a los pigmeos, quienes sólo temían a los fantasmas. La primera luz del alba sorprendió a Nadia. Alexander y Borobá estaban despiertos y hambrientos. Del antílope asado quedaban puros huesos quemados y no se atrevieron a comer más fruta, porque les producía dolor de tripas. Decidieron no pensar en comida. Pronto despertaron también los pigmeos y se pusieron a hablar entre ellos en su idioma por largo rato. Como no tenían jefe, las decisiones requerían horas de discusión en círculo, pero una vez que se ponían de acuerdo actuaban como un solo hombre. Gracias a su pasmosa facilidad para las lenguas, Nadia entendió el sentido general de la conferencia; en cambio Alexander sólo captó algunos nombres que conocía: Ngoubé, Ipemba-Afua, Nana-Asante. Por fin concluyó la animada charla y los jóvenes se enteraron del plan.

Los contrabandistas llegarían en busca del marfil -o de los niños de los pigmeos- dentro de un par de días. Eso significaba que debían atacar Ngoubé en un plazo máximo de treinta y seis horas. Lo primero y más importante, decidieron, era hacer una ceremonia con el amuleto sagrado para pedir la protección a los antepasados y a Ezenji, el gran espíritu del bosque, de la vida y la muerte.

– ¿Pasamos cerca de la aldea de los antepasados cuando llegamos a Ngoubé? -preguntó Nadia.

Beyé-Dokou les confirmó que, en efecto, los antepasados vivían en un sitio entre el río y Ngoubé. Quedaba a varias horas de camino de donde ellos se encontraban en ese momento. Alexander se acordó de que cuando su abuela Kate era joven recorrió el mundo con una mochila a la espalda y solía dormir en cementerios, porque eran muy seguros, nadie se introducía a ellos de noche. La aldea de los espectros era el lugar perfecto para preparar el ataque a Ngoubé. Allí estarían a corta distancia de su objetivo y completamente seguros, porque Mbembelé y sus soldados jamás se aproximarían.

– Este es un momento muy especial, el más importante en la historia de su tribu. Creo que deben hacer la ceremonia en la aldea de los antepasados… -sugirió Alexander.

Los cazadores se maravillaron ante la absoluta ignorancia del joven forastero y le preguntaron si acaso en su país faltaban el respeto a los antepasados. Alexander debió admitir que en Estados Unidos los antepasados ocupaban una posición insignificante en la escala social. Le explicaron que el villorrio de los espíritus era un lugar prohibido, ningún humano podía entrar sin perecer de inmediato. Sólo iban allí para llevar a los muertos. Cuando alguien fallecía en la tribu, se realizaba una ceremonia que duraba un día y una noche, luego las mujeres más ancianas envolvían el cuerpo en trapos y hojas, lo amarraban con cuerdas hechas con fibra de corteza de árbol, la misma que usaban para sus redes, y lo llevaban a descansar con los antepasados. Se aproximaban deprisa a la aldea, depositaban su carga y salían corriendo lo más rápido posible. Esto siempre se realizaba por la mañana, a plena luz del día, después de numerosos sacrificios. Era la única hora segura, porque los fantasmas dormían durante el día y vivían de noche. Si los antepasados eran tratados con el debido respeto, no molestaban a los humanos, pero cuando se les ofendía no perdonaban. Los temían más que a los dioses, porque estaban más cerca.

Angie Ninderera les había contado a Nadia y Alexander que en África existe una relación permanente de los seres humanos con el mundo espiritual.

– Los dioses africanos son más compasivos y razonables que los dioses de otros pueblos -les había dicho-. No castigan como el dios cristiano. No disponen de un infierno donde las almas sufren por toda la eternidad. Lo peor que puede ocurrirle a un alma africana es vagar perdida y sola. Un dios africano jamás mandaría a su único hijo a morir en la cruz para salvar pecados humanos, que puede borrar con un solo gesto. Los dioses africanos no crearon a los seres humanos a su imagen y tampoco los aman, pero al menos los dejan en paz. Los espíritus, en cambio, son más peligrosos, porque tienen los mismos defectos que las personas, son avaros, crueles, celosos. Para mantenerlos tranquilos hay que ofrecerles regalos. No piden mucho: un chorro de licor, un cigarro, la sangre de un gallo.

Los pigmeos creían que habían ofendido gravemente a sus antepasados, por eso padecían en manos de Kosongo. No sabían cuál era esa ofensa ni cómo enmendarla, pero suponían que su suerte cambiaría si aplacaban su enojo.

– Vamos a su aldea y les preguntamos por qué están ofendidos y qué desean de ustedes -propuso Alexander.

– ¡Son fantasmas! -exclamaron los pigmeos, horrorizados.

– Nadia y yo no les tememos. Iremos a hablar con ellos, tal vez nos ayuden. Después de todo, ustedes son sus descendientes, deben tenerles algo de simpatía, ¿no?

Al principio la idea fue rechazada de plano, pero los jóvenes insistieron y, después de discutir por largo rato, los cazadores acordaron dirigirse a las proximidades de la aldea prohibida. Se mantendrían ocultos en el bosque, donde prepararían sus armas y harían una ceremonia, mientras los forasteros intentaban parlamentar con los antepasados.

Caminaron durante horas por el bosque. Nadia y Alexander se dejaban conducir sin hacer preguntas, aunque a menudo les parecía que pasaban varias veces por el mismo lugar. Los cazadores avanzaban confiados, siempre al trote, sin comer ni beber, inmunes a la fatiga, sostenidos sólo por el tabaco negro de sus pipas de bambú. Salvo las redes, lanzas y dardos, esas pipas eran sus únicas posesiones terrenales. Los dos jóvenes los seguían tropezando a cada rato, mareados de cansancio y calor, hasta que se tiraron al suelo, negándose a seguir. Necesitaban descansar y comer algo.

Uno de los cazadores disparó un dardo a un mono, que cayó como una piedra a sus pies. Lo cortaron en pedazos, le arrancaron la piel e hincaron los dientes en la carne cruda. Alexander hizo una pequeña fogata y tostó los trozos que les tocaron a él y a Nadia, mientras Borobá se tapaba la cara con las manos y gemía; para él era un acto horrendo de canibalismo. Nadia le ofreció brotes de bambú y trató de explicarle que dadas las circunstancias no podían rechazar la carne; pero Borobá, espantado, le dio la espalda y no permitió que ella lo tocara.


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