Centenares de animales rodearon a los jóvenes, algunos cuya existencia no conocían: extraños okapis de cuello largo, como pequeñas jirafas; almizcleros, algalias, mangostas, ardillas voladoras, gatos dorados y antílopes con rayas de cebra; hormigueros cubiertos de escamas y una multitud de monos encaramados en los árboles, parloteando como niños en la mágica luz de esa noche. Ante ellos desfilaron leopardos, cocodrilos, rinocerontes y otras fieras en buena armonía. Aves extraordinarias llenaron el aire con sus voces e iluminaron la noche con su atrevido plumaje. Millares de insectos danzaron en la brisa: mariposas multicolores, escarabajos fosforescentes, ruidosos grillos, delicadas luciérnagas. El suelo hervía de reptiles: víboras, tortugas y grandes lagartos, descendientes de los dinosaurios, que observaban a los jóvenes con ojos de tres párpados.
Se hallaron en el centro del bosque espiritual, rodeados de millares y millares de almas vegetales y animales. Las mentes de Alexander y Nadia se expandieron de nuevo y percibieron las conexiones entre los seres, el universo entero entrelazado por corrientes de energía, por una red exquisita, fina como seda, fuerte como acero. Entendieron que nada existe aislado; cada cosa que ocurre, desde un pensamiento hasta un huracán, afecta a lo demás. Sintieron la tierra palpitante y viva, un gran organismo acunando en su regazo la flora y la fauna, los montes, los ríos, el viento de las llanuras, la lava de los volcanes, las nieves eternas de las más altas montañas.Y esa madre planeta es parte de otros organismos mayores, unida a los infinitos astros del inmenso firmamento.
Los jóvenes vieron los ciclos inevitables de vida, muerte, transformación y renacimiento como un maravilloso dibujo en el cual todo ocurre simultáneamente, sin pasado, presente o futuro, ahora desde siempre y para siempre.
Y por fin, en la última etapa de su fantástica odisea, comprendieron que las incontables almas, así como cuanto hay en el universo, son partículas de un espíritu único, como gotas de agua de un mismo océano. Una sola esencia espiritual anima todo lo existente. No hay separación entre los seres, no hay frontera entre la vida y la muerte.
En ningún momento durante aquel increíble viaje Nadia y Alexander tuvieron temor. Al principio les pareció que flotaban en la nebulosa de un sueño y sintieron una profunda calma, pero a medida que el peregrinaje espiritual expandía sus sentidos y su imaginación, la tranquilidad dio paso a la euforia, una felicidad incontenible, una sensación de tremenda energía y fuerza.
La luna continuó su paseo por el firmamento y desapareció en el bosque. Durante unos minutos la luz de los fantasmas permaneció en el ámbito, mientras el zumbido de abejas y el frío disminuían poco a poco. Los dos amigos despertaron del trance y se encontraron entre las tumbas, con Borobá colgado de la cintura de Nadia. Durante un rato no hablaron ni se movieron, para preservar el encantamiento. Por último se miraron, desconcertados, dudando de lo que habían vivido, pero entonces surgió ante ellos la figura de la reina Nana-Asante, quien les confirmó que no había sido sólo una alucinación.
La reina estaba iluminada por un intenso resplandor interno. Los jóvenes la vieron tal como era y no en la forma en que había aparecido al principio, como una vieja miserable, puros huesos y harapos. En verdad era una presencia formidable, una amazona, una antigua diosa del bosque. Nana-Asante se había vuelto sabia durante esos años de meditación y soledad entre los muertos; había limpiado su corazón de odio y codicia, nada deseaba, nada la inquietaba, nada temía. Era valiente porque no se aferraba a la vida; era fuerte porque la animaba la compasión; era justa porque intuía la verdad; era invencible porque la sostenía un ejército de espíritus.
– Hay mucho sufrimiento en Ngoubé. Cuando usted reinaba había paz, los bantúes y los pigmeos recuerdan esos tiempos. Venga con nosotros, Nana-Asante, ayúdenos -suplicó Nadia.
– Vamos -replicó la reina sin vacilar, como si se hubiera preparado durante años para ese momento.
12 El reino del terror
Durante el par de días que Nadia y Alexander pasaron en el bosque, una serie de eventos dramáticos se desencadenó en la aldea de Ngoubé. Kate, Angie, el hermano Fernando y Joel González no volvieron a ver a Kosongo y debieron entenderse con Mbembelé, quien a todas luces era mucho más temible que el rey. Al enterarse de la desaparición de dos de sus prisioneros, el comandante se preocupó más de castigar a los guardias por haberlos dejado ir, que por la suerte de los jóvenes ausentes. No hizo el menor empeño en encontrarlos y cuando Kate Cold le pidió ayuda para salir a buscarlos, se la negó.
– Ya están muertos, no voy a perder tiempo en ellos. Nadie sobrevive por la noche en el bosque, sólo los pigmeos, que no son humanos -le dijo Mbembelé.
– Entonces mande a unos cuantos pigmeos que me acompañen a buscarlos -le exigió Kate.
Mbembelé tenía la costumbre de no responder preguntas y mucho menos peticiones, por lo mismo nadie se atrevía a planteárselas. La actitud desfachatada de esa vieja extranjera le produjo más desconcierto que furia, no podía creer tanta insolencia. Permaneció en silencio, observándola a través de sus siniestros lentes de espejo, mientras gotas de sudor le corrían por el cráneo pelado y los brazos desnudos, marcados por las cicatrices rituales. Estaban en «su oficina», donde había hecho conducir a la escritora.
La «oficina» de Mbembelé era un calabozo con un destartalado escritorio metálico en un rincón y un par de sillas. Horrorizada, Kate vio instrumentos de tortura y manchas oscuras, como de sangre, en las paredes de barro pintadas con cal. Sin duda la intención del comandante al citarla allí era intimidarla y lo consiguió, pero Kate no estaba dispuesta a mostrar debilidad. Sólo contaba con su pasaporte americano y su licencia de periodista para protegerla, pero de nada servirían si Mbembelé captaba el miedo que ella sentía.
Le pareció que el militar, a diferencia de Kosongo, no se tragó el cuento de que habían ido a entrevistar al rey; el militar seguramente sospechaba que la verdadera causa de su presencia allí era descubrir la suerte de los misioneros desaparecidos. Estaban en manos de ese hombre, pero Mbembelé debía calcular los riesgos antes de dejarse llevar por un arrebato de crueldad, no podía maltratar extranjeros, dedujo Kate con demasiado optimismo. Una cosa era maltratar a los pobres diablos que tenía bajo el puño en Ngoubé y otra muy distinta hacerlo con extranjeros, sobre todo si eran blancos. No le convenía una investigación de las autoridades. El comandante tendría que librarse de ellos lo antes posible; si averiguaban mucho no le quedaría más alternativa que matarlos. Sabía que no se irían sin Nadia y Alexander y eso complicaba las cosas. Kate concluyó que debían tener mucho cuidado, porque la mejor salida del comandante era que sus huéspedes sufrieran un bien planeado accidente. A la escritora no se le pasó por la mente que al menos uno de ellos era visto con buenos ojos en Ngoubé.
– ¿Cómo se llama la otra mujer de su grupo? -preguntó Mbembelé después de una larga pausa.
– Angie, Angie Ninderera. Ella nos trajo en su avión, pero…
– Su Majestad, el rey Kosongo, está dispuesto a aceptarla entre sus mujeres.
Kate Cold sintió que le flaqueaban las rodillas. Lo que fuera una broma la tarde anterior, ahora resultaba una desagradable -y tal vez peligrosa- realidad. ¿Qué diría Angie de las atenciones de Kosongo? Nadia y Alexander deberían aparecer pronto, como indicaba la nota de su nieto. En los viajes anteriores también había pasado momentos desesperados por culpa de los chicos, pero en ambas ocasiones volvieron sanos y salvos. Debía confiar en ellos. Lo primero sería reunir a su grupo, luego pensaría en la forma de volver a la civilización. Se le ocurrió que el súbito interés del rey por Angie podía servir al menos para ganar un poco de tiempo.