– ¿Desea que comunique a Angie la petición del rey? -preguntó Kate cuando logró sacar la voz.

– No es una petición, es una orden. Hable con ella. La veré durante el torneo que habrá mañana. Entretanto tienen permiso para circular por la aldea, pero les prohíbo que se acerquen al recinto real, los corrales o el pozo.

El comandante hizo un gesto y de inmediato el soldado que montaba guardia en la puerta cogió a Kate de un brazo y se la llevó. La luz del día cegó por un momento a la vieja escritora.

Kate se reunió con sus amigos y transmitió el mensaje de amor a Angie, quien lo tomó bastante mal, como era de esperar.

– Jamás formaré parte del rebaño de mujeres de Kosongo! -exclamó, furiosa.

– Por supuesto que no, Angie, pero podrías ser amable con él por un par de días y…

– ¡Ni por un minuto! Claro que si en vez de Kosongo fuera el comandante… -suspiró Angie.

– ¡Mbembelé es una bestia! -la interrumpió Kate.

– Es una broma, Kate. No pretendo ser amable con Kosongo, con Mbembelé ni con nadie. Pretendo salir de este infierno lo antes posible, recuperar mi avión y escapar donde estos criminales no puedan alcanzarme.

– Si usted distrae al rey, como propone la señora Cold, podemos ganar tiempo -alegó el hermano Fernando.

– ¿Cómo quiere que haga eso? ¡Míreme! Mi ropa está sucia y mojada, perdí mi lápiz de labios, mi peinado es un desastre. ¡Parezco un puerco espín! -replicó Angie, señalando sus cabellos embarrados que apuntaban en varias direcciones.

– La gente de la aldea tiene miedo -la interrumpió el misionero, cambiando el tema-. Nadie quiere responder a mis preguntas, pero he atado cabos. Sé que mis compañeros estuvieron aquí y que desaparecieron hace varios meses. No pueden haber ido a ninguna otra parte. Lo más probable es que sean mártires.

– ¿Quiere decir que los mataron? -preguntó Kate.

– Sí. Creo que dieron sus vidas por Cristo. Ruego para que al menos no hayan sufrido demasiado…

– De verdad lo lamento, hermano Fernando -dijo Angie, súbitamente seria y conmovida-. Perdone mi frivolidad y mi malhumor. Cuente conmigo, haré lo que sea por ayudarlo. Bailaré la danza de los siete velos para distraer a Kosongo, si usted quiere.

– No le pido tanto, señorita Ninderera -replicó tristemente el misionero.

– Llámeme Angie -dijo ella.

El resto del día transcurrió aguardando que volvieran Nadia y Alexander y vagando por el villorrio en busca de información y haciendo planes para escapar. Los dos guardias que se habían descuidado la noche anterior fueron arrestados por los soldados y no fueron reemplazados, de modo que nadie los vigilaba. Averiguaron que los Hermanos del Leopardo, que desertaron del ejército regular y llegaron a Ngoubé con el comandante, eran los únicos con acceso a las armas de fuego, que se guardaban en la caserna. Los guardias bantúes eran reclutados a la fuerza en la adolescencia. Estaban mal armados, principalmente con machetes y cuchillos, y obedecían más por miedo que por lealtad. Bajo las órdenes del puñado de soldados de Mbembelé, los guardias debían reprimir al resto de la población bantú, es decir, sus propias familias y amigos. La feroz disciplina no dejaba escapatoria; los rebeldes y los desertores eran ejecutados sin juicio.

Las mujeres de Ngoubé, que antes eran independientes y tomaban parte en las decisiones de la comunidad, perdieron sus derechos y fueron destinadas a trabajar en las plantaciones de Kosongo y atender las exigencias de los hombres. Las jóvenes más bellas se destinaban al harén del rey. El sistema de espionaje del comandante empleaba incluso a los niños, quienes aprendían a vigilar a sus propios familiares. Bastaba ser acusado de traición, aunque no hubiera prueba, para perder la vida. Al comienzo asesinaron a muchos, pero la población de la zona no era numerosa y, al ver que se estaban quedando sin súbditos, el rey y el comandante debieron limitar su entusiasmo.

También contaban con la ayuda de Sombe, el brujo, a quien convocaban cuando se requerían sus servicios. La gente estaba acostumbrada a los curanderos o brujos, cuya misión era servir de enlace con el mundo de los espíritus, sanar enfermedades, realizar encantamientos y fabricar amuletos de protección. Suponían que por lo general el fallecimiento de una persona es causado por magia. Cuando alguien moría, al brujo le tocaba averiguar quién había provocado la muerte, deshacer el maleficio y castigar al culpable u obligarlo a pagar una retribución a la familia del difunto. Eso le daba poder en la comunidad. En Ngoubé, como en muchas otras partes de África, siempre hubo brujos, unos más respetados que otros, pero ninguno como Sombe.

No se sabía dónde vivía el macabro hechicero. Se materializaba en la aldea, como un demonio, y una vez cumplido su cometido se evaporaba sin dejar rastro y no volvían a verlo durante semanas o meses. Tan temido era que hasta Kosongo y Mbembelé evitaban su presencia y ambos se mantenían encerrados en sus viviendas cuando Sombe llegaba. Su aspecto imponía terror. Era enorme -tan alto como el comandante Mbembelé- y cuando caía en trance adquiría una fuerza descomunal, era capaz de levantar pesados troncos de árbol, que seis hombres no podían mover. Tenía cabeza de leopardo y un collar de dedos que, según decían, había amputado de sus víctimas con el filo de su mirada, tal como decapitaba gallos sin tocarlos durante sus exhibiciones de hechicería.

– Me gustaría conocer al famoso Sombe -opinó Kate cuando los amigos se reunieron para contarse lo que cada uno había averiguado.

– Y a mí me gustaría fotografiar sus trucos de ilusionismo -agregó Joel González.

– Tal vez no son trucos. La magia vudú puede ser muy peligrosa -dijo Angie, estremeciéndose.

La segunda noche en la choza, que les pareció eterna, los expedicionarios mantuvieron las antorchas encendidas, a pesar del olor a resina quemada y la negra humareda, porque al menos se podían ver las cucarachas y las ratas. Kate pasó horas en vela, con el oído atento, esperando que regresaran Nadia y Alexander. Como no había guardias ante la entrada, pudo salir a ventilarse cuando la pesadez del aire en la vivienda se le hizo insoportable. Angie se reunió con ella afuera y se sentaron en el suelo, hombro a hombro.

– Me muero por un cigarro -masculló Angie.

– Ésta es tu oportunidad de dejar este vicio, como hice yo. Provoca cáncer de pulmón -le advirtió Kate-. ¿Quieres un trago de vodka?

– ¿Y el alcohol no es un vicio, Kate? -se rió Angie.

– ¿Estás insinuando que soy alcohólica? ¡No te atrevas! Bebo unos sorbos de vez en cuando para el dolor de huesos, nada más.

– Hay que escapar de aquí, Kate.

– No podemos irnos sin mi nieto y Nadia -replicó la escritora.

– ¿Cuánto tiempo estás dispuesta a esperarlos? Los botes vendrán a buscarnos pasado mañana.

– Para entonces los chicos estarán de regreso.

– ¿Y si no es así?

– En ese caso ustedes se van, pero yo me quedo -dijo Kate.

– No te dejaré sola aquí, Kate.

– Tú irás con los demás a buscar ayuda. Deberás comunicarte con la revista International Geographic y con la Embajada americana. Nadie sabe dónde estamos.

– La única esperanza es que Michael Mushaha haya captado alguno de los mensajes que envié por radio, pero yo no contaría con eso -dijo Angie.

Las dos mujeres permanecieron en silencio por largo rato.

A pesar de las circunstancias en que se encontraban, podían apreciar la belleza de la noche bajo la luna. A esa hora había muy pocas antorchas encendidas en la aldea, salvo las que alumbraban el recinto real y la caserna de los soldados. Llegaba hasta ellas el rumor continuo del bosque y el aroma penetrante de la tierra húmeda. A pocos pasos de distancia existía un mundo paralelo de criaturas que jamás veían la luz del sol y que ahora las acechaban desde las sombras.

– ¿Sabes lo que es el pozo, Angie? -preguntó Kate.


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