– ¡Despejen la plaza! -ordenó Mbembelé.
La idea de Ezenji o duelo mano a mano no resultaba novedosa para nadie en Ngoubé, porque así se castigaba a los presos y de paso se creaba una diversión que al comandante le encantaba. Lo único diferente en este caso era que Mbembelé no sería juez y espectador, sino que le tocaría participar. Por supuesto que pelear contra un pigmeo no le causaba ni la menor preocupación, pensaba aplastarlo como un gusano, pero antes lo haría sufrir un poco.
El hermano Fernando, quien se había mantenido a cierta distancia, ahora salió al frente revestido de una nueva autoridad. La noticia de la muerte de sus compañeros había reforzado su fe y su coraje. No temía a Mbembelé, porque albergaba la convicción de que los seres malvados tarde o temprano pagan sus faltas y aquel comandante había cumplido ampliamente su cuota de crímenes; había llegado la hora de rendir cuentas.
– Yo serviré de árbitro. No pueden usar armas de fuego. ¿Qué armas escogen, lanza, cuchillo o machete? -anunció.
– Nada de eso. Lucharemos sin armas, mano a mano -replicó el comandante con una mueca feroz.
– Está bien -aceptó Beyé-Dokou sin vacilar.
Alexander se dio cuenta de que su amigo se creía protegido por el fósil; no sabía que sólo servía de escudo contra armas cortantes, pero no lo salvaría de la fuerza sobrehumana del comandante, quien podía descuartizarlo a mano limpia. Se llevó aparte al hermano Fernando para rogarle que no aceptara esas condiciones, pero el misionero replicó que Dios velaba por la causa de los justos.
– ¡Beyé-Dokou está perdido en una lucha cuerpo a cuerpo! ¡El comandante es mucho más fuerte! -exclamó Alexander.
– También el toro es más fuerte que el torero. El truco consiste en cansar a la bestia -indicó el misionero.
Alexander abrió la boca para replicar y al instante comprendió lo que el hermano Fernando intentaba explicarle. Salió disparado a preparar a su amigo para la tremenda prueba que debía enfrentar.
En el otro extremo de la aldea, Nadia había quitado la tranca y abierto el portón del corral donde mantenían encerradas a las pigmeas. Un par de cazadores, que no se habían presentado en Ngoubé con los demás, se aproximaron trayendo lanzas, que repartieron entre ellas. Las mujeres se deslizaron como fantasmas entre las chozas y se ubicaron en torno a la plaza, ocultas por las sombras de la noche, preparadas para actuar cuando llegara el momento. Nadia se reunió con Alexander, quien estaba aleccionando a Beyé-Dokou, mientras los soldados trazaban el ring en el lugar habitual.
– No hay que preocuparse por los fusiles, Jaguar, sólo la pistola que tiene Mbembelé en el cinturón, es la única que no pudimos inutilizar -dijo Nadia.
– ¿Y los guardias bantúes?
– No sabemos cómo van a reaccionar, pero a Kate se le ha ocurrido una idea -replicó ella.
– ¿Crees que debo decirle a Beyé-Dokou que el amuleto no puede protegerlo de Mbembelé?
– ¿Para qué? Eso le quitaría confianza -contestó ella.
Alexander notó que la voz de su amiga sonaba cascada, no parecía totalmente humana, era casi un graznido. Nadia tenía los ojos vidriosos, estaba muy pálida y respiraba agitadamente.
– ¿Qué te pasa, Águila? -preguntó.
– Nada. Cuídate mucho, Jaguar. Tengo que irme.
– ¿Adonde vas?
– A buscar ayuda contra el monstruo de tres cabezas, Jaguar. -¡Acuérdate de la predicción de Ma Bangesé, no podemos separarnos!
Nadia le dio un beso ligero en la frente y salió corriendo. En la excitación que reinaba en la aldea, nadie, salvo Alexander, vio al águila blanca que se elevaba por encima de las chozas y se perdía en dirección al bosque.
En una esquina del cuadrilátero aguardaba el comandante Mbembelé. Iba descalzo y vestía solamente el pantalón corto, que había llevado bajo el manto real, y un ancho cinturón de cuero con su pistola al cinto. Se había frotado el cuerpo con aceite de palma, sus prodigiosos músculos parecían esculpidos en roca viva y su piel relucía como obsidiana en la luz vacilante de las cien antorchas. Las cicatrices rituales en sus brazos y mejillas acentuaban su extraordinario aspecto. Sobre el cuello de toro su cabeza afeitada parecía pequeña. Las facciones clásicas de su rostro habrían sido hermosas si no estuvieran desfiguradas por una expresión bestial. A pesar del odio que ese hombre provocaba, nadie dejaba de admirar su estupendo físico.
Por contraste, el hombrecito que estaba en la esquina opuesta era un enano que a duras penas alcanzaba la cintura del gigantesco Mbembelé. Nada atrayente había en su figura desproporcionada y su rostro chato, de nariz aplastada y frente corta, excepto el coraje y la inteligencia que brillaban en sus ojos. Se había quitado su roñosa camiseta amarilla y también estaba prácticamente desnudo y embetunado de aceite. Llevaba al cuello un trozo de roca colgado de una cuerda: el mágico excremento de dragón de Alexander.
– Un amigo mío, llamado Tensing, que conoce mejor que nadie el arte de la lucha cuerpo a cuerpo, me dijo que la fuerza del enemigo es también su debilidad -explicó Alexander a Beyé-Dokou.
– ¿Qué quiere decir eso? -preguntó el pigmeo.
– La fuerza de Mbembelé reside en su tamaño y su peso. Es como un búfalo, puro músculo. Como pesa mucho, no tiene flexibilidad y se cansa rápido. Además, es arrogante, no está acostumbrado a que lo desafíen. Hace muchos años que no tiene necesidad de cazar o de pelear. Tú estás en mejor forma.
– Y yo tengo esto -agregó Beyé-Dokou acariciando el amuleto.
– Más importante que eso, amigo mío, es que tú peleas por tu vida y la de tu familia. Mbembelé lo hace por gusto. Es un matón y como todos los matones, es cobarde -replicó Alexander.
Jena, la esposa de Beyé-Dokou, se acercó a su marido, le dio un breve abrazo y le dijo unas palabras al oído. En ese instante los tambores anunciaron el comienzo del combate.
En torno al cuadrilátero, alumbrado por antorchas y por la luna, estaban los soldados de la Hermandad del Leopardo con sus fusiles, detrás los guardias bantúes y en tercera fila la población de Ngoubé, todos en peligroso estado de agitación. Por orden de Kate, quien no podía desperdiciar la ocasión de escribir un fantástico reportaje para la revista, Joel González se disponía a fotografiar el evento.
El hermano Fernando limpió sus lentes y se quitó la camisa. Su cuerpo ascético, muy delgado y fibroso, era de un blanco enfermizo. Vestido sólo con pantalones y botas, se preparaba para servir de arbitro, a pesar de que tenía poca esperanza de hacer respetar las reglas elementales de cualquier deporte. Comprendía que se trataba de una lucha mortal; su esperanza consistía en evitar que lo fuera. Besó el escapulario que llevaba al cuello y se encomendó a Dios.
Mbembelé lanzó un rugido visceral y avanzó haciendo temblar el suelo con sus pasos. Beyé-Dokou lo aguardó inmóvil, en silencio, en la misma actitud alerta, pero calmada, que empleaba durante la caza. Un puño del gigante salió disparado como un cañonazo contra el rostro del pigmeo, quien lo esquivó por unos milímetros. El comandante se fue hacia delante, pero recuperó de inmediato el equilibrio. Cuando asestó el segundo golpe, su contrincante ya no estaba allí, lo tenía detrás. Se volvió furioso y sé le fue encima como una fiera brava, pero ninguno de sus puñetazos lograba tocar a Beyé-Dokou, quien danzaba por las orillas del ring. Cada vez que lo atacaba, el otro se escabullía.
Dada la escasa estatura de su oponente, Mbembelé debía boxear hacia abajo, en una postura incómoda que restaba fuerza a sus brazos. Si hubiera logrado colocar uno solo de sus golpes, habría destrozado la cabeza de Beyé-Dokou, pero no podía asestar ninguno, porque el otro era rápido como una gacela y resbaloso como un pez. Pronto el comandante estaba jadeando y el sudor le caía sobre los ojos, cegándolo. Calculó que debía medirse: no derrotaría al otro en un solo round, como había supuesto. El hermano Fernando ordenó una pausa y el fornido Mbembelé obedeció al punto, retirándose a su rincón, donde lo esperaba un balde con agua para beber y lavarse el sudor.