Alexander recibió en su esquina a Beyé-Dokou, quien llegó sonriendo y dando pasitos de baile, como si se tratara de una fiesta. Eso aumentó la rabia del comandante, quien lo observaba desde el otro lado luchando por recuperar el aliento. Beyé-Dokou no parecía tener sed, pero aceptó que le echaran agua por la cabeza.

– Tu amuleto es muy mágico, es lo más mágico que existe después de Ipemba-Afua -dijo, muy satisfecho.

– Mbembelé es como un tronco de árbol, le cuesta mucho doblar la cintura, por eso no puede golpear hacia abajo -le explicó Alexander-.Vas muy bien, Beyé-Dokou, pero tienes que cansarlo más.

– Ya lo sé. Es como el elefante. ¿Cómo vas a cazar al elefante si no lo cansas primero?

Alexander consideró que la pausa era demasiado breve, pero Beyé-Dokou estaba brincando de impaciencia y tan pronto como el hermano Fernando dio la señal, salió al centro del ring brincando como un chiquillo. Para Mbembelé esa actitud fue una provocación que no podía dejar pasar. Olvidó su resolución de medirse y arremetió como un camión a toda marcha. Por supuesto que no encontró al pigmeo por delante y el impulso lo sacó fuera del ring.

El hermano Fernando le indicó con firmeza que volviera a los límites marcados por la cal. Mbembelé se volvió hacia él para hacerle pagar la osadía de darle una orden, pero una rechifla cerrada de la población de Ngoubé lo detuvo. ¡No podía creer lo que oía! Jamás, ni en sus peores pesadillas, pasó por su cerebro la posibilidad de que alguien se atreviera a contradecirlo. No alcanzó a entretenerse pensando en formas de castigar a los insolentes, porque Beyé-Dokou lo llamó de vuelta al ring dándole por detrás una patada en una pierna. Era el primer contacto entre los dos. ¡Ese mono lo había tocado! ¡A él! ¡Al comandante Maurice Mbembelé! Juró que iba a destrozarlo y luego se lo comería, para dar una lección a esos pigmeos alza dos.

Cualquier pretensión de seguir las normas de un juego limpio desapareció en ese instante y Mbembelé perdió por completo el control. De un empujón lanzó al hermano Fernando a varios metros de distancia y se fue encima de Beyé-Dokou, quien súbitamente se tiró al suelo. Encogiéndose casi en posición fetal, apoyado sólo en las asentaderas, el pigmeo comenzó a lanzar patadas cortas, que aterrizaban en las piernas del gigante. A su vez el comandante procuraba golpearlo desde arriba, pero Beyé-Dokou giraba como un trompo, rodaba hacia los costados y no había manera de alcanzarlo. El pigmeo calculó el momento en que Mbembelé se preparaba para asestarle una feroz patada y golpeó la pierna que lo sostenía. La inmensa torre humana del comandante cayó hacia atrás y quedó como una cucaracha de espalda, sin poder levantarse.

Para entonces el hermano Fernando se había recuperado del porrazo, había vuelto a limpiar sus gruesos lentes y estaba otra vez encima de los luchadores. En medio de un griterío tremendo de los espectadores, logró hacerse oír para proclamar al vencedor. Alexander saltó adelante y levantó el brazo de Beyé-Dokou, dando alaridos de júbilo, coreado por todos los demás, menos los Hermanos del Leopardo, que no se reponían de la sorpresa.

Jamás la población de Ngoubé había presenciado un espectáculo tan soberbio. Francamente, pocos se acordaban del origen de la pelea, estaban demasiado excitados ante el hecho inconcebible de que el pigmeo venciera al gigante. La historia formaba ya parte de la leyenda del bosque, no se cansarían de contarla por generaciones y generaciones. Como siempre ocurre con el árbol caído, en un segundo todos estaban dispuestos a hacer leña con Mbembelé, a quien minutos antes todavía consideraban un semidiós. La ocasión se prestaba para festejar. Los tambores empezaron a sonar con vivo entusiasmo y los bantúes a bailar y cantar, sin considerar que en esos minutos habían perdido a sus esclavos y el futuro se presentaba incierto.

Los pigmeos se deslizaron entre las piernas de los guardias y los soldados ocuparon el cuadrilátero y levantaron a Beyé-Dokou en andas. Durante ese estallido de euforia colectiva, el comandante Mbembelé logró ponerse de pie, le arrebató el machete a uno de los guardias y se lanzó contra el grupo que paseaba triunfalmente a Beyé-Dokou, quien instalado sobre los hombros de sus compañeros quedaba al fin a su misma altura.

Nadie vio claramente lo que sucedió enseguida. Unos dijeron que el machete resbaló entre los dedos sudorosos y aceitados del comandante, otros juraban que el filo se detuvo mágicamente en el aire a un centímetro del cuello de Beyé-Dokou y luego voló por los aires como arrastrado por un huracán. Cualquiera que fuese la causa, el hecho es que la multitud se paralizó y Mbembelé, presa de un terror supersticioso, le arrebató el cuchillo a otro guardia y lo lanzó. No pudo apuntar bien, porque Joel González se había aproximado y le disparó una fotografía, cegándolo con el flash.

Entonces el comandante Mbembelé ordenó a sus soldados que dispararan contra los pigmeos. La población se dispersó gritando. Las mujeres arrastraban a sus hijos, los viejos tropezaban, corrían los perros, aleteaban las gallinas y al final sólo quedaron a la vista los pigmeos, los soldados y los guardias, que no se decidían por un bando u otro. Kate y Angie corrieron a proteger a los niños pigmeos, que gritaban amontonados como cachorros en torno a las dos abuelas. Joel buscó refugio bajo la mesa, donde estaba la comida del banquete nupcial, y desde allí tomaba fotografías sin enfocar. El hermano Fernando y Alexander se colocaron de brazos abiertos ante los pigmeos, protegiéndolos con sus cuerpos.

Tal vez algunos de los soldados intentaron disparar y se encontraron con que sus armas no funcionaban. Tal vez otros, asqueados ante la cobardía del jefe que hasta entonces respetaban, se negaron a obedecerle. En cualquier caso, ningún balazo sonó en el patio y un instante después los diez soldados de la Hermandad del Leopardo tenían la punta de una lanza en la garganta: las discretas mujeres pigmeas habían entrado en acción.

Nada de esto percibió Mbembelé, ciego de rabia. Sólo captó que sus órdenes habían sido ignoradas. Sacó la pistola del cinto, apuntó a Beyé-Dokou y disparó. No supo que la bala no dio en el blanco, desviada por el mágico poder del amuleto, porque antes que alcanzara a apretar el gatillo por segunda vez, un animal desconocido se le fue encima, un gato negro enorme, con la velocidad y fiereza de un leopardo y con los ojos amarillos de una pantera.

15 El monstruo de tres cabezas

Los que vieron la transformación del muchacho forastero en un felino negro comprendieron que ésa era la noche más fantástica de sus vidas. Su idioma carecía de palabras para contar tantas maravillas; ni siquiera existía un nombre para ese animal nunca visto, un gran gato negro que se abalanzó rugiendo contra el comandante. El ardiente aliento de la fiera le dio a Mbembelé en pleno rostro y las garras se le clavaron en los hombros. Podría haber eliminado al felino de un tiro, pero el terror lo paralizó, porque se dio cuenta de que estaba ante un hecho sobrenatural, un prodigioso acto de hechicería. Se desprendió del fatal abrazo del jaguar golpeándolo con ambos puños y echó a correr desesperado hacia el bosque, seguido por la bestia. Ambos se perdieron en la oscuridad ante el asombro de quienes presenciaron la escena.

Tanto la población de Ngoubé como los pigmeos vivían en una realidad mágica, rodeados de espíritus, siempre temerosos de violar un tabú o cometer una ofensa que pudiera desencadenar fuerzas ocultas. Creían que las enfermedades son causadas por hechicería y por lo tanto se curan de la misma manera, que no se puede salir de caza o de viaje sin una ceremonia para aplacar a los dioses, que la noche está poblada de demonios y el día de fantasmas, que los muertos se convierten en seres carnívoros. Para ellos el mundo físico era muy misterioso y la vida misma un sortilegio. Habían visto -o creían haber visto- muchas manifestaciones de brujería, por lo mismo no consideraron imposible que una persona se convirtiera en fiera. Podía haber dos explicaciones: Alexander era un hechicero muy poderoso o bien era un espíritu de animal que había tomado temporalmente la forma del muchacho.


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