De súbito Sombe saltó sobre una de las hogueras, donde habían asado la carne para la cena, y empezó a bailar entre las brasas ardientes, tomándolas con las manos desnudas para lanzarlas a la espantada multitud. En medio de las llamas y el humo surgieron centenares de figuras demoníacas, los ejércitos del mal, que acompañaron al brujo en su siniestra danza. De la cabeza de leopardo coronada de cuernos emergió un vozarrón cavernario gritando los nombres del rey depuesto y el vencido comandante, que la gente, histérica, hipnotizada, coreó largamente: Kosongo, Mbembelé, Kosongo, Mbembelé, Kosongo, Mbembelé…

Y entonces, cuando el hechicero ya tenía a la población de la aldea en su puño y surgía triunfante de la hoguera, con las llamas lamiéndole las piernas sin quemarlo, un gran pájaro blanco apareció por el sur y voló en círculos sobre la plaza. Alexander dio un grito de alivio al reconocer a Nadia.

Por los cuatro puntos cardinales entraron a Ngoubé las fuerzas convocadas por el águila. Abrían el desfile los gorilas del bosque, negros y magníficos, los grandes machos adelante, seguidos por las hembras con sus crías. Luego venía la reina Nana-Asante, soberbia en su desnudez y sus escasos harapos, con el cabello blanco erizado como un halo de plata, montada sobre un enorme elefante, tan antiguo como ella, marcado con cicatrices de lanzazos al costado. La acompañaban Tensing, el lama del Himalaya, quien había acudido al llamado de Nadia en su forma astral, trayendo a su banda de horrendos yetis en atuendos de guerra. También venían el chamán Walimai y el delicado espíritu de su esposa, a la cabeza de trece prodigiosas bestias mitológicas del Amazonas. El indio había vuelto a su juventud y estaba convertido en un apuesto guerrero con el cuerpo pintado y adornos de plumas. Y finalmente entró a la aldea la vasta muchedumbre luminosa del bosque: los antepasados y los espíritus de animales y plantas, millares y millares de almas, que alumbraron la aldea como un sol de mediodía y refrescaron el aire con una brisa limpia y fría.

En esa luz fantástica desaparecieron los malignos ejércitos de demonios y el hechicero se redujo a su verdadera dimensión. Sus andrajos de pieles ensangrentadas, sus collares de dedos, sus fetiches, sus garras y colmillos, dejaron de ser espeluznantes y parecieron sólo un disfraz ridículo. El gran elefante que montaba la reina Nana-Asante le asestó un golpe con la trompa, que hizo volar la máscara de leopardo con cuernos de búfalo, exponiendo el rostro del brujo. Todos pudieron reconocerlo: Kosongo, Mbembelé y Sombe eran el mismo hombre, las tres cabezas del mismo ogro.

La reacción de la gente fue tan inesperada como el resto de lo sucedido en esa extraña noche. Un bramido largo y ronco sacudió a la masa humana. Los que estaban con convulsiones, los que se habían convertido en estatuas y los que sangraban salieron del trance, los que estaban postrados se levantaron del suelo y la muchedumbre se movió con aterradora determinación hacia el hombre que la había tiranizado. Kosongo-Mbembelé-Sombe retrocedió, pero en menos de un minuto fue rodeado. Un centenar de manos lo cogieron, lo levantaron en vilo y lo llevaron en andas hacia el pozo de los suplicios. Un alarido espantoso remeció el bosque cuando el pesado cuerpo del monstruo de tres cabezas cayó en las fauces de los cocodrilos.

Para Alexander sería muy difícil recordar los detalles de esa noche, no podría escribirlos con la facilidad con que había descrito sus aventuras anteriores. ¿Lo soñó? ¿Fue presa de la histeria colectiva de los demás? ¿O en efecto vio con sus propios ojos a los seres convocados por Nadia? No tenía respuesta para esas preguntas. Después, cuando confrontó su versión de los hechos con Nadia, ella escuchó en silencio, enseguida le dio un beso ligero en la mejilla y le dijo que cada uno tiene su verdad y todas son válidas.

Las palabras de la muchacha resultaron proféticas, porque cuando quiso averiguar lo sucedido con los otros miembros del grupo, cada uno le contó una historia diferente. El hermano Fernando, por ejemplo, sólo se acordaba de los gorilas y el elefante montado por una anciana. A Kate Cold le pareció percibir el aire lleno de seres fulgurantes, entre los que reconoció al lama Tensing, aunque eso era imposible. Joel González decidió esperar hasta que pudiera revelar sus rollos de película antes de emitir una opinión: lo que no saliera en las fotografías, no había sucedido. Los pigmeos y los bantúes describieron más o menos lo que él vio, desde el brujo danzando entre las llamas, hasta los antepasados volando en torno a Nana-Asante.

Angie Ninderera captó mucho más que Alexander: vio ángeles de alas traslúcidas y bandadas de pájaros multicolores, oyó música de tambores, olió el perfume de una lluvia de flores y fue testigo de varios otros milagros. Así se lo contó a Michael Mushaha cuando éste llegó al día siguiente a buscarlos en una lancha a motor.

Uno de los mensajes de la radio de Angie fue captado en su campamento y de inmediato Michael se puso en acción para encontrarlos. No pudo conseguir un piloto con suficiente valor para ir al bosque pantanoso donde sus amigos se habían perdido; debió tomar un vuelo comercial a la capital, alquilar una lancha y subir por el río a buscarlos sin más guía que su instinto. Lo acompañaron un funcionario del gobierno nacional y cuatro gendarmes, quienes llevaban la misión de investigar el contrabando de marfil, diamantes y esclavos.

En pocas horas Nana-Asante puso orden en la aldea, sin que nadie cuestionara su autoridad. Empezó por reconciliar a la población bantú con los pigmeos y recordarles la importancia de colaborar. Los primeros necesitaban la carne que proveían los cazadores y los segundos no podían vivir sin los productos que conseguían en Ngoubé. Debería obligar a los bantúes a respetar a los pigmeos; también debía conseguir que los pigmeos perdonaran los maltratos sufridos.

– ¿Cómo hará para enseñarles a vivir en paz? -le preguntó Kate.

– Empezaré por las mujeres, porque tienen mucha bondad adentro -replicó la reina.

Por fin llegó el momento de partir. Los amigos estaban extenuados, porque habían dormido muy poco y estaban todos, menos Nadia y Borobá, enfermos del estómago. Además, en las últimas horas a Joel González lo picaron los mosquitos de pies a cabeza, se hinchó, le dio fiebre y de tanto rascarse quedó en carne viva. Discretamente, para no parecer jactándose, Beyé-Dokou le ofreció el polvo del amuleto sagrado. En menos de dos horas el fotógrafo volvió a la normalidad. Muy impresionado, pidió que le dieran una pizca para curar a su amigo Timothy Bruce de la mordedura del mandril, pero Mushaha le informó que éste ya estaba completamente repuesto, esperando al resto del equipo en Nairobi. Los pigmeos usaron el mismo prodigioso polvo para tratar a Adrien y Nze, quienes empezaron a mejorar de sus heridas a ojos vista. Al comprobar los poderes del misterioso producto, Alexander se atrevió a pedir un poco para llevarle a su madre. Según los médicos, Lisa Cold había derrotado al cáncer por completo, pero su hijo supuso que unos gramos del maravilloso polvo verde de Ipemba-Afua podrían garantizarle una larga vida.

Angie Ninderera decidió sacudirse el miedo a los cocodrilos mediante la negociación. Se asomó con Nadia por encima de la empalizada que protegía el pozo y ofreció un trato a los grandes lagartos y que Nadia tradujo lo mejor posible, a pesar de que sus conocimientos del lenguaje de los saurios eran mínimos. Angie les explicó que ella podía matarlos a tiros, si le daba la gana, pero en vez de eso los haría conducir al río, donde serían puestos en libertad. A cambio, exigía respeto por su vida. Nadia no estaba segura de que hubieran comprendido; tampoco que cumplieran su palabra, o que fueran capaces de extender el trato al resto de los cocodrilos africanos, pero prefirió decirle a Angie que desde ese momento ya no tenía nada que temer. No moriría devorada por saurios; con un poco de suerte se cumpliría su deseo de morir en un accidente de avión, le aseguró.


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