Las esposas de Kosongo, ahora viudas alegres, quisieron regalar sus adornos de oro a Angie, pero el hermano Fernando intervino. Colocó una manta en el suelo y obligó a las mujeres a depositar sus joyas en ella; enseguida ató las cuatro puntas y arrastró el bulto donde la reina Nana-Asante.

– Este oro y un par de colmillos de elefante es todo lo que tenemos en Ngoubé. Usted sabrá disponer de este capital -le explicó.

– ¡Lo que me dio Kosongo es mío! -alegó Angie aferrada a sus brazaletes.

El hermano Fernando la fulminó con una de sus miradas apocalípticas y estiró las manos. A regañadientes Angie se quitó sus joyas y se las entregó. Además, debió prometerle que dejaría la radio del avión, para que pudieran comunicarse, y que haría por lo menos un vuelo cada dos semanas, costeado por ella, para aprovisionar la aldea de cosas esenciales. Al comienzo tendría que lanzarlas desde el aire, hasta que pudieran despejar un trozo de bosque para una cancha de aterrizaje. Dadas las condiciones del terreno, no sería fácil.

Nana-Asante aceptó que el hermano Fernando se quedara en Ngoubé y fundara su misión y su escuela, siempre que llegaran a un acuerdo ideológico. Tal como la gente debía aprender a vivir en paz, las divinidades debían hacer lo mismo. No había razón para que los diversos dioses y espíritus no compartieran el mismo espacio en el corazón humano.

Epílogo. Dos años más tarde

Alexander Cold se presentó en el apartamento de su abuela en Nueva York con una botella de vodka para ella y un ramo de tulipanes para Nadia. Su amiga le había dicho que no se pondría flores en la muñeca o el escote para su graduación, como todas las chicas. Esos corsages le parecían horrendos. Soplaba una ligera brisa que aliviaba el calor de mayo en Nueva York, pero aun así los tulipanes estaban desmayados. Pensó que nunca se acostumbraría al clima de esa ciudad y celebraba no tener que hacerlo. Asistía a la Universidad en Berkeley y, si sus planes resultaban, obtendría su título de médico en California. Nadia lo acusaba de ser muy cómodo. «No sé cómo piensas practicar medicina en los sitios más pobres de la tierra, si no puedes vivir sin los tallarines italianos de tu mamá y tu tabla de surfing», se burlaba. Alexander pasó meses convenciéndola de las ventajas de estudiar en su misma universidad y por fin lo consiguió. En septiembre ella estaría en California y ya no sería necesario cruzar el continente para verla.

Nadia abrió la puerta y él se quedó con los tulipanes mustios en la mano y las orejas coloradas, sin saber qué decir. No se habían visto en seis meses y la joven que apareció en el umbral era una desconocida. Se le pasó por la mente que estaba ante la puerta equivocada, pero sus dudas se disiparon cuando Borobá le saltó encima para saludarlo con efusivos abrazos y mordiscos. La voz de su abuela llamando su nombre le llegó desde el fondo del apartamento.

– ¡Soy yo, Kate! -respondió él, todavía desconcertado.

Entonces Nadia le sonrió y al instante volvió a ser la chica de siempre, la que él conocía y amaba, salvaje y dorada. Se abrazaron, los tulipanes cayeron al suelo y él la rodeó con un brazo por la cintura y la levantó con un grito de alegría, mientras con la otra mano luchaba por desprenderse del mono. En eso apareció Kate Cold arrastrando los pies, le arrebató la botella de vodka, que él sostenía precariamente, y cerró la puerta de una patada.

– ¿Has visto qué horrible se ve Nadia? Parece la mujer de un mafioso -dijo Kate.

– Dinos lo que realmente piensas, abuela -se rió Alexander.

– ¡No me llames abuela! ¡Compró el vestido a mis espaldas, sin consultarme! -exclamó ella.

– No sabía que te interesara la moda, Kate -comentó Alexander, ojeando los pantalones deformes y la camiseta con papagayos que usaba su abuela.

Nadia llevaba tacones altos y estaba enfundada en un tubo de satén negro, corto y sin tirantes. Hay que decir en su favor que no parecía afectada en lo más mínimo por la opinión de Kate. Dio una vuelta completa para lucirse ante Alexander. Se veía muy diferente a la criatura en pantalones cortos y adornada con plumas que él recordaba. Tendría que acostumbrarse al cambio, pensó, aunque esperaba que no fuera permanente; le gustaba mucho su antigua Águila. No sabía cómo actuar ante esa nueva versión de su amiga.

– Deberás pasar el bochorno de ir a la graduación con este espantapájaros, Alexander -dijo su abuela señalando a Nadia-. Ven, quiero mostrarte algo…

Condujo a los dos muchachos hacia la diminuta y polvorienta oficina, atestada de libros y documentos, donde escribía. Las paredes estaban empapeladas de fotografías que la escritora había juntado en los últimos años. Alexander reconoció a los indios del Amazonas posando para la Fundación Diamante, a Dil Bahadur, Pema y su bebé en el Reino del Dragón de Oro, al hermano Fernando en su misión en Ngoubé, a Angie Ninderera con Michael Mushaha sobre un elefante, y varios más. Kate había enmarcado una portada de la revista International Geographic del año 2002, que ganó un premio importante. La fotografía, tomada por Joel González en un mercado en África, lo mostraba a él con Nadia y Borobá enfrentándose con un furibundo avestruz.

– Mira, hijo, los tres libros ya están publicados -dijo Kate-. Cuando leí tus notas comprendí que nunca serás escritor, no tienes ojo para los detalles. Tal vez eso no sea un impedimento para la medicina, ya ves que el mundo está lleno de médicos chambones, pero para la literatura es fatal -aseguró Kate.

– No tengo ojo y no tengo paciencia, Kate, por eso te di mis notas. Tú podías escribir los libros mejor que yo.

– Puedo hacer casi todo mejor que tú, hijo -se rió ella, desordenándole el cabello de un manotazo.

Nadia y Alexander examinaron los libros con una extraña tristeza, porque contenían todo lo que les había sucedido en tres prodigiosos años de viajes y aventuras. Tal vez en el futuro no habría nada comparable a lo que ya habían vivido, nada tan intenso ni tan mágico. Al menos era un consuelo saber que en esas páginas estaban preservados los personajes, las historias y las lecciones que habían aprendido. Gracias a la escritura de la abuela, nunca olvidarían. Las memorias del Águila y el Jaguar estaban allí, en la Ciudad de las Bestias, el Reino del Dragón de Oro y el Bosque de los Pigmeos…

Isabel Allende

El Bosque de los Pigmeos pic_6.jpg

(Lima, 1942) Escritora chilena. Hija de un diplomático chileno que le inculcó su afición por las letras, Isabel Allende cursó estudios de periodismo. Mientras se iniciaba en la escritura de obras de teatro y cuentos infantiles, trabajó como redactora y columnista en la prensa escrita y la televisión.

En 1960 Isabel Allende entró a formar parte de la sección chilena de la FAO, la organización de las Naciones Unidas que se ocupa de la mejora del nivel de vida de la población mediante un exhaustivo aprovechamiento de las posibilidades de cada zona. En 1962 contrajo matrimonio con Miguel Frías, del que habría de divorciarse en 1987, después de haber tenido dos hijos: Paula -que falleció, víctima del cáncer, en 1992- y Nicolás. En 1973, tras el golpe militar chileno encabezado por el general Pinochet, en el que murió su tío, el presidente Salvador Allende, abandonó su país y se instaló en Caracas, donde inició su producción literaria.

Isabel Allende

La primera gran novela de Isabel Allende, La casa de los espíritus, próxima al llamado «realismo mágico» fue publicada en 1982. Fueron precisamente el ambiente y los sucesos previos que condujeron al golpe militar los materiales narrativos que dieron forma esta obra, con la que se consagró definitivamente como una de las grandes escritoras hispanoamericanas de todos los tiempos. Recibida como un brillante epígono en la estela del Boom iniciado en los años sesenta, y comparada con Cien años de soledad, de García Márquez, esta primera narración extensa de la autora chilena se convirtió de inmediato en un best-seller en numerosos países del subcontinente americano (a pesar de que su publicación había sido rechazada por varias editoriales de Hispanoamérica), en España y en otras naciones de Europa.


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