De modo que el fotógrafo inglés continuó tiritando de fiebre en su litera durante el resto de la noche, mientras bajo las estrellas el niño africano gozaba de su primera comida de la semana.

Angie Ninderera se presentó al día siguiente en el safari, tal como había prometido a Mushaha en su comunicación por radio. Vieron su avión en el aire y partieron a recogerla en un Land Rover al sitio donde siempre aterrizaba. Joel González quería acompañar a su amigo Timothy al hospital, pero Kate le recordó que alguien debía tomar las fotografías para el artículo de la revista.

Mientras echaban gasolina al avión y preparaban al enfermo y su equipaje, Angie se sentó bajo un toldo a saborear una taza de café y descansar. Era una africana de piel café, saludable, alta, maciza y reidora, de edad indefinida, podía tener entre veinticinco y cuarenta años. Su risa fácil y su fresca belleza cautivaban desde la primera mirada. Contó que había nacido en Botswana y aprendió a pilotar aviones en Cuba, donde recibió una beca. Poco antes de morir, su padre vendió su rancho y el ganado que poseía, para darle una dote, pero en vez de usar el capital para conseguir un marido respetable, como su padre deseaba, ella lo utilizó para comprar su primer avión. Angie era un pájaro libre, sin nido en parte alguna. Su trabajo la conducía de un lado a otro, un día llevaba vacunas a Zaire, al siguiente transportaba actores y técnicos para una película de aventura en las planicies de Serengueti, o un grupo de audaces escaladores a los pies del legendario monte Kilimanjaro. Se jactaba de poseer la fuerza de un búfalo y para demostrarlo apostaba luchando brazo a brazo contra cualquier hombre que se atreviera a aceptar el desafío. Había nacido con una marca en forma de estrella en la espalda, signo seguro de buena suerte, según ella. Gracias a esa estrella había sobrevivido a innumerables aventuras. Una vez estuvo a punto de ser ejecutada a pedradas por una turba en Sudán; en otra ocasión anduvo perdida cinco días en el desierto de Etiopía, sola, a pie, sin comida y con sólo una botella de agua. Pero nada se comparaba con aquella oportunidad en que debió saltar en paracaídas y cayó en un río poblado de cocodrilos.

– Eso fue antes que tuviera mi Cessna Caravan, que no falla nunca -se apresuró en aclarar cuando les contó la historia a sus clientes del International Geographic.

– ¿Y cómo escapó con vida? -preguntó Alexander.

– Los cocodrilos se entretuvieron mascando la tela del paracaídas y eso me dio tiempo de nadar a la orilla y salir corriendo de allí. Me libré esa vez, pero tarde o temprano voy a morir devorada por cocodrilos, es mi destino…

– ¿Cómo lo sabe? -inquirió Nadia.

– Porque me lo dijo una adivina que puede ver el futuro. Ma Bangesé tiene fama de no equivocarse nunca -replicó Angie.

– ¿Ma Bangesé? ¿Una señora gorda que tiene un puesto en el mercado? -interrumpió Alexander.

– La misma. No es gorda, sino robusta -aclaró Angie, quien era algo susceptible al tema del peso.

Alexander y Nadia se miraron, sorprendidos por aquella extraña coincidencia.

A pesar de su considerable volumen y su trato algo brusco, Angie era muy coqueta. Se vestía con túnicas floreadas, se adornaba con pesadas joyas étnicas adquiridas en ferias artesanales y solía pintarse los labios de un llamativo color rosado. Lucía un elaborado peinado de docenas de trenzas salpicadas de cuentas de colores. Decía que su línea de trabajo era fatal para las manos y no estaba dispuesta a permitir que las suyas se convirtieran en las de un mecánico. Llevaba las uñas largas pintadas y para proteger la piel se echaba grasa de tortuga, que consideraba milagrosa. El hecho de que las tortugas fueran arrugadas no disminuía su confianza en el producto.

– Conozco varios hombres enamorados de Angie -comentó Mushaha, pero se abstuvo de aclarar que él era uno de ellos.

Ella le guiñó un ojo y explicó que nunca se casaría, porque tenía el corazón roto. Se había enamorado una sola vez en su vida: de un guerrero masai que tenía cinco esposas y diecinueve hijos.

– Tenía los huesos largos y los ojos de ámbar -dijo Angie.

– ¿Y qué pasó…? -preguntaron al unísono Nadia y Alexander.

– No quiso casarse conmigo -concluyó ella con un suspiro trágico.

– ¡Qué hombre tan tonto! -se rió Michael Mushaha.

– Yo tenía diez años y quince kilos más que él -explicó Angie.

La pilota terminó su café y se preparó para partir. Los amigos se despidieron de Timothy Bruce, a quien la fiebre de la noche anterior había debilitado tanto que ni siquiera le alcanzaron las fuerzas para levantar la ceja izquierda.

Los últimos días del safari se fueron muy rápido en el placer de las excursiones en elefante. Volvieron a ver a la pequeña tribu nómada y comprobaron que el niño estaba curado. Al mismo tiempo se enteraron por radio de que Timothy Bruce seguía en el hospital con una combinación de malaria y de mordedura de mandril infectada, rebelde a los antibióticos.

Angie Ninderera llegó a buscarlos en la tarde del tercer día y se quedó a dormir en el campamento, para salir temprano a la mañana siguiente. Desde el primer momento hizo buena amistad con Kate Cold; las dos eran buenas bebedoras -Angie de cerveza y Kate de vodka- y ambas disponían de un bien nutrido arsenal de historias espeluznantes para embelesar a sus oyentes. Esa noche, cuando el grupo estaba sentado en círculo en torno a una fogata, disfrutando del asado de antílope y otras delicias preparadas por los cocineros, las dos mujeres se peleaban la palabra para deslumbrar al auditorio con sus aventuras. Hasta Borobá escuchaba los cuentos con interés. El monito repartía su tiempo entre los humanos, a cuya compañía estaba habituado, vigilar a Kobi y jugar con una familia de tres chimpancés pigmeos, adoptados por Michael Mushaha.

– Son un veinte por ciento más pequeños y mucho más pacíficos que los chimpancés normales -explicó Mushaha-. Entre ellos las hembras mandan. Eso significa que tienen mejor calidad de vida, hay menos competencia y más colaboración; en su comunidad se come y se duerme bien, las crías están protegidas y el grupo vive de fiesta. No como otros monos en que los machos forman pandillas y no hacen más que pelear.

– ¡Ojalá fuera así entre los humanos! -suspiró Kate.

– Estos animalitos son muy parecidos a nosotros: compartimos gran parte de nuestro material genético, incluso su cráneo es parecido al nuestro. Seguramente tenemos un antepasado común -dijo Michael Mushaha.

– Entonces hay esperanza de que evolucionemos como ellos -agregó Kate.

Angie fumaba cigarros que, según ella, constituían su único lujo, y se enorgullecía de la fetidez de su avión. «A quien no le guste el olor a tabaco, que se vaya caminando», solía decirles a los clientes que se quejaban. Como fumadora arrepentida, Kate Cold seguía con ojos ávidos la mano de su nueva amiga. Había dejado de fumar hacía más de un año, pero las ganas de hacerlo no habían desaparecido y al contemplar el ir y venir del cigarro de Angie, sentía ganas de llorar. Sacó del bolsillo su pipa vacía, que siempre llevaba consigo para esos momentos desesperados, y se puso a masticarla con tristeza. Debía admitir que se le había curado la tos de tuberculosa que antes no la dejaba respirar. Lo atribuía al té con vodka y unos polvos que le había dado Walimai, el chamán del Amazonas amigo de Nadia. Su nieto Alexander achacaba el milagro a un amuleto de excremento de dragón, regalo del rey Dil Bahadur en el Reino Prohibido, de cuyos poderes mágicos estaba convencido. Kate no sabía qué pensar de su nieto, antes muy racional y ahora propenso a la fantasía. La amistad con Nadia lo había cambiado. Tanta confianza tenía Alex en aquel fósil, que trituró unos gramos hasta convertirlos en polvo, los disolvió en licor de arroz y obligó a su madre a beberlo para combatir el cáncer. Lisa debió llevar el resto del fósil colgado al cuello durante meses y ahora lo usaba Alexander, quien no se lo quitaba ni para ducharse.


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