– Puede curar huesos quebrados y otros males, Kate; también sirve para desviar flechas, cuchillos y balas -le aseguró su nieto.

– En tu lugar yo no lo pondría a prueba -replicó ella secamente, pero permitió a regañadientes que él le frotara el pecho y la espalda con el excremento de dragón, mientras mascullaba para sus adentros que ambos estaban perdiendo la razón.

Esa noche en torno a la hoguera del campamento, Kate Cold y los demás lamentaban tener que despedirse de sus nuevos amigos y de aquel paraíso, donde habían pasado una inolvidable semana;

– Será bueno partir, quiero ver a Timothy -dijo Joel González para consolarse.

– Mañana partiremos a eso de las nueve -los instruyó Angie, echándose al gaznate medio tarro de cerveza y aspirando su cigarro.

– Pareces cansada, Angie -apuntó Mushaha.

– Los últimos días han sido pesados. Tuve que llevar alimento al otro lado de la frontera, donde la gente está desesperada; es horrible ver el hambre frente a frente -dijo ella.

– Esa tribu es de una raza muy noble. Antes vivían con dignidad de la pesca, la caza y sus cultivos, pero la colonización, las guerras y las enfermedades los redujeron a la miseria. Ahora viven de la caridad. Si no fuera por esos paquetes de comida que reciben, ya habrían muerto todos. La mitad de los habitantes de África sobreviven por debajo del nivel mínimo de subsistencia -explicó Michael Mushaha.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Nadia.

– Que no tienen suficiente para vivir.

Con esa afirmación el guía puso punto final a la sobremesa, que ya se extendía pasada la medianoche, y anunció que era hora de retirarse a las tiendas. Una hora más tarde reinaba la paz en el campamento.

Durante la noche sólo quedaba de guardia un empleado que vigilaba y alimentaba las fogatas, pero al rato también a él lo venció el sueño. Mientras en el campamento se descansaba, en los alrededores hervía la vida; bajo el grandioso cielo estrellado rondaban centenares de especies animales, que a esa hora salían en busca de alimento y agua. La noche africana era un verdadero concierto de voces variadas: el ocasional bramido de elefantes, ladridos lejanos de hienas, chillidos de mandriles asustados por algún leopardo, croar de sapos, canto de chicharras.

Poco antes del amanecer, Kate despertó sobresaltada, porque creyó haber oído un ruido muy cercano. «Debo haberlo soñado», murmuró, dando media vuelta en su litera. Trató de calcular cuánto rato había dormido. Le crujían los huesos, le dolían los músculos, le daban calambres. Le pesaban sus sesenta y siete años bien vividos; tenía el esqueleto aporreado por las excursiones. «Estoy muy vieja para este estilo de vida…», pensó la escritora, pero enseguida se retractó, convencida de que no valía la pena vivir de ninguna otra manera. Sufría más por la inmovilidad de la noche que por la fatiga del día; las horas dentro de la tienda pasaban con una lentitud agobiante. En ese instante volvió a percibir el ruido que la había despertado. No pudo identificarlo, pero le parecieron rascaduras o arañazos.

Las últimas brumas del sueño se disiparon por completo y Kate se irguió en la litera, con la garganta seca y el corazón agitado. No había duda: algo había allí, muy cerca, separado apenas por la tela de la carpa. Con mucho cuidado, para no hacer ruido, tanteó en la oscuridad buscando la linterna, que siempre dejaba cerca. Cuando la tuvo entre los dedos se dio cuenta de que transpiraba de miedo, no pudo activarla con las manos húmedas. Iba a intentarlo de nuevo, cuando oyó la voz de Nadia, quien compartía la carpa con ella.

– Chisss, Kate, no enciendas la luz… -susurró la chica.

– ¿Qué pasa?

– Son leones, no los asustes -dijo Nadia.

A la escritora se le cayó la linterna de la mano. Sintió que los huesos se le ponían blandos como budín y un grito visceral se le quedó atravesado en la boca. Un solo arañazo de las garras de un león rasgaría la delgada tela de nailon y el felino les caería encima. No sería la primera vez que un turista moría así en un safari. Durante las excursiones había visto leones de tan cerca que pudo contarles los dientes; decidió que no le gustaría sufrirlos en carne propia. Pasó fugazmente por su mente la imagen de los primeros cristianos en el coliseo romano, condenados a morir devorados por esas fieras. El sudor le corría por la cara mientras buscaba la linterna en el suelo, enredada en la red del mosquitero que protegía su catre. Oyó un ronroneo de gato grande y nuevos arañazos.

Esta vez se estremeció la carpa, como si le hubiera caído un árbol encima. Aterrada, Kate alcanzó a darse cuenta de que Nadia también emitía un ruido de gato. Por fin encontró la linterna y sus dedos temblorosos y mojados lograron encenderla. Entonces vio a la muchacha en cuclillas, con la cara muy cerca de la tela de la tienda, embelesada en un intercambio de ronroneos con la fiera que se encontraba al otro lado. El grito atascado adentro de Kate salió convertido en un terrible alarido, que pilló a Nadia de sorpresa y la tiró de espaldas. La zarpa de Kate cogió a la joven por un brazo y empezó a halarla. Nuevos gritos, acompañados esta vez por pavorosos rugidos de leones, rompieron la quietud del campamento.

En pocos segundos, empleados y visitantes se encontraban fuera, a pesar de las instrucciones precisas de Michael Mushaha, quien les había advertido mil veces de los peligros de salir de las tiendas de noche. A tirones, Kate consiguió arrastrar a Nadia hacia fuera, mientras la chica pataleaba tratando de librarse. Media carpa se desmoronó en el jaleo y uno de los mosquiteros se desprendió y les cayó encima, envolviéndolas; parecían dos larvas luchando por salir del capullo. Alexander, el primero en llegar, corrió a su lado y trató de desprenderlas del mosquitero. Una vez libre, Nadia lo empujó, furiosa porque habían interrumpido de manera tan brutal su conversación con los leones.

Entretanto Mushaha disparó al aire y los rugidos de las fieras se alejaron. Los empleados encendieron algunos faroles, empuñaron sus armas y partieron a explorar los alrededores. Para entonces los elefantes se habían alborotado y los cuidadores procuraban calmarlos antes de que salieran en estampida de los corrales y arremetieran contra el campamento. Frenéticos por el olor de los leones, los tres chimpancés pigmeos daban chillidos y se colgaban del primero que se pusiera cerca. Entretanto Borobá se había encaramado sobre la cabeza de Alexander, quien intentaba inútilmente quitárselo de encima tirándole de la cola. En aquella confusión nadie comprendía qué había sucedido.

Joel González salió gritando despavorido.

– ¡Serpientes! ¡Una pitón!

– ¡Son leones! -le corrigió Kate.

Joel se detuvo en seco, desorientado.

– ¿No son culebras? -vaciló.

– ¡No, son leones! -repitió Kate.

– ¿Y por eso me despertaron? -masculló el fotógrafo.

– ¡Cúbrase las vergüenzas, hombre, por Dios! -se burló Angie Ninderera, quien apareció en pijama.

Recién entonces Joel González se dio cuenta de que estaba completamente desnudo; retrocedió hacia su tienda, tapándose con las dos manos.

Michael Mushaha regresó poco después con la noticia de que había huellas de varios leones en los alrededores y de que la tienda de Kate y Nadia estaba rasgada.

– Ésta es la primera vez que ocurre algo así en el campamento. Jamás esos animales nos habían atacado -comentó, preocupado.

– ¡No nos atacaron! -lo interrumpió Nadia.

– ¡Ah! ¡Entonces fue una visita de cortesía! -dijo Kate, indignada.

– ¡Vinieron a saludar! ¡Si no te pones a chillar, Kate, todavía estaríamos hablando!

Nadia dio media vuelta y se refugió en su tienda, a la cual debió entrar arrastrándose, porque sólo quedaban dos esquinas en pie.

– No le hagan caso, es la adolescencia. Ya se le pasará, todo el mundo se cura de eso -opinó Joel González, quien había reaparecido envuelto en una toalla.


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