– Tuve que ir a clase… -contestó la chica-. Ellen dijo que iba a acostarse. Estaba tan afectada por lo de Andy…

– ¿Conocía a Andy Rosen? -preguntó Jeffrey.

En ese momento la chica volvió a prorrumpir en un sollozo, y su cuerpo se estremeció.

– ¡No! -gimoteó-. Eso fue lo trágico. Estaba en su clase de arte, ¡y ni siquiera le conocía!

Jeffrey intercambió una mirada con Frank. La policía se encuentra a menudo con gente que se siente mucho más próxima a la víctima de un crimen de lo que estaba cuando ésta vivía. En el caso de Andy, supuestamente un suicidio, el melodrama se intensificaba.

– ¿Así que -comenzó Jeffrey- vio a Ellen a las ocho? ¿La vio alguien más?

Una de las chicas que estaban junto a la compañera de habitación de Ellen dijo:

– Todas tenemos clase a primera hora.

– ¿Y Ellen?

Las tres asintieron al unísono.

– Igual que todas las de la residencia -aseguró una de ellas.

– ¿Cuál era su especialidad? -quiso saber Jeffrey, preguntándose si la chica tendría alguna relación con Keller.

– Biología celular -informó la tercera chica-. Mañana tenía que entregar sus prácticas de laboratorio.

– ¿Tenía de profesor al doctor Keller? -preguntó Jeffrey.

Las tres negaron con la cabeza.

– ¿Ése es el padre de Andy? -quiso saber, pero Jeffrey no contestó.

– Consigue copias de su horario y veamos qué clases ha tenido desde que está aquí -dijo a Frank. A las chicas les preguntó-:

– ¿Ellen salía con alguien?

– Mmm -dijo la primer chica, mirando a sus amigas nerviosa. Antes de que Jeffrey intentara sonsacarla, contestó-: Ellen se veía con muchos chicos diferentes.

El énfasis quería decir miles.

– ¿Alguno tenía algo contra ella?

– Claro que no -la defendió la primera chica-. Todos la adoraban.

– ¿Visteis a alguien sospechoso merodeando por la residencia esta mañana?

Las tres negaron con la cabeza. Jeffrey se volvió hacia Frank.

– ¿Has interrogado a todo el mundo?

– No había casi nadie -dijo Frank-. Estamos reuniéndolos a todos. Nadie oyó el disparo.

Jeffrey levantó las cejas sorprendido, pero no comentó nada delante de las chicas.

– Gracias por su tiempo -les dijo y les entregó su tarjeta por si recordaban algo más que pudiera ser útil.

Cuando Frank le condujo por el pasillo hasta la habitación de Schaffer, situada en la planta baja, Jeffrey le preguntó:

– ¿Qué arma utilizó?

– Una Remington 870.

– ¿La Wingmaster? -exclamó Jeffrey.

Se preguntaba qué hacía una chica como Ellen Schaffer con un arma como ésa. Se trataba de una escopeta de corredera, una de las armas más populares utilizadas por los agentes de la ley.

– Practica el tiro al plato -dijo Frank-. Está en el equipo.

Jeffrey recordó vagamente que Grant Tech tenía un equipo de tiro, pero no le cuadraba que esa rubia descarada que había conocido el día antes se dedicara al tiro al plato.

Frank le señaló una puerta cerrada.

– Está ahí dentro.

Jeffrey no había imaginado lo que se iba a encontrar al abrir la puerta, pero se quedó boquiabierto ante lo que vio. La muchacha estaba en el sofá; rodeaba la culata de la escopeta con las piernas. El cañón apuntaba a la cabeza… o a lo que quedaba de ella.

Le llegó un fuerte olor que le hizo llorar los ojos.

– ¿Qué es ese olor?

Frank señaló la bombilla desnuda que había sobre el escritorio. Un trozo de cuero cabelludo estaba pegado al vidrio blanco, y el humo llegaba hasta el techo, como si el calor lo estuviera cociendo.

Jeffrey se cubrió la boca y la nariz con la mano. Se acercó a la ventana, abierta unos treinta centímetros. Daba a la parte de atrás de la residencia, desde donde se veía el césped y una glorieta en una zona pensada para sentarse. Más allá había un bosque estatal, y un camino que se adentraba en él y que probablemente utilizaban la mitad de los estudiantes del campus.

– ¿Dónde está Matt?

– Haciendo preguntas por ahí -le informó Frank.

– Que busque huellas en esta ventana por la parte de fuera.

Frank llamó con su móvil mientras Jeffrey estudiaba la ventana centímetro a centímetro. La inspeccionó un minuto, pero no encontró nada. Estaba a punto de dar media vuelta cuando la luz se reflejó en una línea de grasa junto al pasador.

– ¿Has visto eso? -preguntó.

Frank se acercó, doblando las rodillas para verlo mejor.

– ¿Aceite? -preguntó, y a continuación señaló hacia el escritorio que estaba junto al sofá.

Una escobilla metálica para la recámara, tela para los tacos y un pequeño frasco de aceite para limpiar armas marca Elton se alineaban sobre la mesa. En el suelo, un trapo que sin duda se había utilizado para limpiar el cañón de la escopeta estaba arrugado, formando una bola.

– ¿Limpió la escopeta antes de pegarse un tiro? -preguntó Jeffrey, pensando que eso era lo último que haría él.

Frank se encogió de hombros.

– A lo mejor quería asegurarse de que funcionaba bien.

– ¿Tú crees? -preguntó Jeffrey, de pie delante del sofá. Schaffer vestía unos tejanos ajustados y una camiseta corta. Estaba descalza, y el dedo gordo del pie estaba atrapado en el gatillo. El sol que llevaba tatuado en torno al ombligo quedaba visible bajo un reguero de sangre. Las manos descansaban en la boca de la escopeta, probablemente para que apuntara a la cabeza.

Jeffrey se sacó un bolígrafo del bolsillo y apartó la mano derecha de la víctima. La palma, allí donde se había cerrado en torno a la escopeta, estaba limpia de sangre, lo que significaba que Schaffer tenía agarrada el arma cuando se disparó. O le dispararon. Al examinar la otra mano descubrió lo mismo. Incrustado entre los cojines del sofá estaba el cartucho que había salido disparado de la recámara al apretar el gatillo. Jeffrey lo empujó con el bolígrafo, preguntándose por qué todo aquello no le cuadraba. Comprobó la fina marca del cañón para asegurarse y, a continuación, le dijo a Frank:

– Tiene una escopeta del calibre doce y utiliza un cartucho del veinte.

Frank se lo quedó mirando.

– ¿Por qué utilizaría un cartucho del veinte?

Jeffrey se incorporó y negó con la cabeza. La circunferencia de la boca de la escopeta era más grande que la de la bala. Una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer es, probablemente, cargar una escopeta con una munición que no le corresponde. Los fabricantes comercializan los cartuchos con revestimientos de colores distintos para evitar que eso suceda.

– ¿Cuánto hace que estaba en el equipo de tiro al plato? -preguntó Jeffrey.

Frank sacó su cuaderno y buscó entre las páginas.

– Empezó este año. Su compañera de habitación dijo que quería participar en el decatlón.

– ¿Era daltónica? -preguntó Jeffrey.

Era difícil confundir el cartucho amarillo brillante con el verde de calibre veinte.

– Lo comprobaré -dijo Frank, anotándolo.

Jeffrey examinó el extremo del cañón, conteniendo el aliento al mirarlo de cerca.

– Tenía un reductor de tiro al plato -observó.

La obstrucción constreñiría el cañón, por lo que era probable que utilizara un cartucho de menor tamaño.

Jeffrey se puso en pie.

– Esto no me cuadra.

– Mira la pared -dijo Frank.

Jeffrey rodeó un charco de sangre que había junto a la cabecera del sofá para examinar la pared que quedaba detrás del cadáver. La explosión del disparo había destrozado gran parte del cráneo, fragmentando trozos de la cabeza y lanzándolos contra, la pared a gran velocidad.

Jeffrey apretó los ojos. Intentaba distinguir algo entre la sangre y el tejido que se desperdigaba por la pared. Los perdigones de plomo habían dejado algunos agujeros grandes, y alguno había atravesado la pared.

– ¿Algo en la habitación de al lado? -preguntó Jeffrey, pronunciando una breve oración de gracias porque no hubiera nadie en el otro cuarto cuando apretaron el gatillo.


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