Los chinos levantaron sus lechos y pusieron a nuestra disposición la mayor parte de kangs.Aunque éstos estaban calientes en exceso, preferimos exponernos a los sufrimientos del calor más que a los mosquitos. No obstante, el número de gente amontonada en el interior de la habitación nos exponía simplemente a la asfixia, más aún teniendo en cuenta que todas las ventanas estaban tapadas con mantas. Yo me volví a vestir para ir a tomar un poco el aire.

Estaba muy calmo, verdadera suerte para los insectos nocturnos. Pero lo que vi frente a mí era tan sorprendente que olvidé todos los mosquitos y me entregué encantado al espectáculo que se me ofrecía. El aire entero estaba invadido por un parpadeo de chispas azuladas: eran luciérnagas, y su luz intermitente duraba un solo instante. Observando estas chispas una por una, se podía seguir el vuelo de todas las luciérnagas. No llegaban de una vez, sino que aparecían aisladamente, una tras otra. Me aseguraron que colonos rusos, encontrándose por primera vez en presencia de estos fulgores intermitentes, habían disparado contra ellos huyendo después con espanto. Aquella noche, no se trataba de algunos bichos de luz aislados; se trataba de millones. Había por todas partes, en la hierba, entre las zarzas y por encima de los árboles. A estas chispas vivientes, venía a responder desde el cielo la reverberación de las estrellas. Era una verdadera danza luminosa.

Pero, de repente, un rayo vino a aclarar toda la tierra. Era un meteorito enorme que dejaba una larga estela luminosa a través del cielo. Un instante después, el bólido se quebró en mil chispas y cayó más allá de las montañas. La luz se extinguió. Como por un toque de varita mágica, los insectos fosforescentes desaparecieron. Pero dos o tres minutos más tarde, una chispa se volvió a iluminar en una zarza; a continuación, una segunda y después otras, hasta que el aire se llenó de nuevo, al cabo de treinta segundos, de millares de luces remolineantes.

Por muy bella que me pareciese aquella noche y por imponentes que fueran esos fenómenos de insectos luminosos y de un bólido en plena caída, no pude quedarme mucho tiempo sobre el prado. Los mosquitos me habían cubierto el cuello, las manos, el rostro y acababan de penetrar en mis cabellos. Así que volví a la casa para acostarme sobre el kang.La fatiga ganó, y me dormí.

El día siguiente fue un día de reposo. Había que dar un respiro a los hombres y a los caballos. El reciente cansancio había sido tan grande, que todos tenían necesidad de un respiro más prolongado que el de una sola noche de buen sueño.

Al día siguiente, 19 de junio, dijimos adiós a nuestros huéspedes chinos y continuamos el camino. Pero como a partir de allí había una carretera, decidí aligerar un poco a los caballos y alquilé dos carromatos de tiro.

Todo el valle del Vay-Fudzin está sembrado de fanzaschinas donde los habitantes se ocupan en verano en la agricultura y en los oficios marítimos, mientras que en invierno se dedican a coger cibelinas y generalmente a cazar.

El más importante de los afluentes del Vay-Fudzin es sin duda el río Arzamassovka, que viene a desembocar por el norte. Un poco hacia arriba de esta desembocadura se encuentra el pueblecito ruso de Fudzin (actualmente Vietkino). En aquella época, el pueblo estaba habitado sólo por cuatro familias, los primeros colonos venidos de Rusia. Esta aldea tenía un carácter particular. Las casitas, anticuadas pero limpias, tenían aire confortable, y los campesinos eran de una disposición tan alegre como benévola. Nos acogieron con hospitalidad y nos alojamos en su casa.

Por la noche, los más viejos de entre ellos vinieron a rodearnos. Nos contaron todas las adversidades que había tenido que sufrir en aquel país extranjero durante los primeros años de la colonización. Los habían transportado, desembarcándolos en la bahía de Santa Olga, donde los habían dejado desenvolverse solos. Comenzaron por instalarse a un kilómetro del golfo, creando una pequeña colonia llamada Novinka. Pero estos campesinos se dieron pronto cuenta de que, alejándose del mar, las nieblas desaparecían. Entonces se trasladaron al valle del Vay-Fudzin. Por eso no quedaba más que un solo habitante en el pueblo inicial. Por otra parte, se reconocían hasta el presente los antiguos emplazamientos de las casas campesinas. No obstante, la nueva región donde acababan de trasladarse los colonos, les reservaba otras calamidades. Por falta de experiencia, sembraron su trigo en una parte demasiado baja del valle. La primera inundación arrastró todo este trigo y la segunda los privó también del heno. Los tigres hicieron desaparecer todo su ganado y se dedicaron después a atacar a los hombres. Los campesinos no poseían más que un solo fusil, una pobre y vieja arma a pistón. Para no morir de hambre, se dejaron contratar como obreros por los chinos, por el salario de una libra de alforfón por día. El pago se hacía una vez al mes, y los campesinos tenían que ir a buscar los granos, para meterlos en sus alforjas y llevarlos a su casa, a una distancia de setenta kilómetros. Pero la joven generación supo adaptarse muy pronto a su nueva existencia; se hicieron tiradores admirables, y cazadores excelentes. Estos jóvenes no sólo no temieron más los cursos rápidos de agua, sino que se echaron bien pronto a navegar en el mar.

En la Rusia europea se considera un heroísmo ir solo a la caza del oso. Allí, por el contrario, cada joven desafía a esta fiera frente a frente. El poeta Nekrassov había cantado a un campesino vencedor de cuarenta osos. Pero nosotros aprendimos que los hermanos Piatichkine y Miakichev habían abatido cada uno, y siempre aisladamente, más de setenta de estos animales. Después de ellos se alinean los Siline y los Bobrov, cada uno de los cuales mató varios tigres, ignorando incluso el número exacto de osos que figuraban en su palmarés. Pero el día que quisieron divertirse atrapando con cuerdas un oso vivo, estuvieron a punto de pagarlo con su vida.

Todos estos cazadores llevaban huellas de arañazos de tigre y de cuernos de jabalí; todos habían afrontado la muerte y escaparon sólo a ella por una feliz casualidad.

Mientras escuchábamos estos relatos, alguien entró en la isba. Representaba tener unos cuarenta y cinco años, delgado, de talla mediana, con una barbita y cabellos largos. Al entrar, hizo un saludo, se excusó con una sonrisa, y se sentó sobre una caja, en el rincón.

—¿Quién es ése? —preguntó uno de los soldados.

—Kachelev, el «terror de los tigres» —respondieron varias voces a coro.

Quisimos hacerle preguntas, pero él no era hombre de muchas palabras. Tras una corta visita, se levantó diciendo:

—No es difícil matar una fiera, si uno necesita dinero; lo difícil es acorralarla.

Dicho esto, se cubrió y volvió a salir en seguida.

Ahora bien, acabábamos de oír hablar de él a los otros campesinos. Este sobrenombre de «terror de los tigres» se lo habían dado porque, a lo largo de su existencia, había establecido una cifra récord de felinos abatidos. Nadie sabía —nos decían— acosar una fiera mejor que él. Errando siempre solo por la taiga, Kachelev se acostaba al raso, a menudo sin fuego. Nadie conocía las fechas de sus partidas ni de sus regresos. Verdadero vagabundo de los bosques, había encontrado al borde del río Sandagú una roca por donde los tigres acostumbraban pasar, y allí iba él para acecharlos.


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