Hay campesinos que consiguen reducir tigres vivos sin usar cajas ni trampas. Atrapan a la fiera por las patas, enlazándola con cuerdas. Cuando encuentran huellas frescas de una tigresa y su cría de un año, lanzan en su persecución a una cantidad de perros, y hacen ruido gritando y tirando al aire. Su tarea consiste en hacer huir a los felinos en diversas direcciones. A continuación, las localizan separadamente; pero esta caza exige más que destreza: requiere un valor que linda con la temeridad.
La conversación se prolongó y nuestra curiosidad nos hubiera hecho quedar hasta la mañana para escuchar estos relatos. Pero a medianoche, los campesinos se marcharon cada uno a su isba.
Después del reposo reanudamos la marcha, queriendo alcanzar lo más pronto posible el litoral. Llegamos por fin a un acantilado que las gentes del país llaman la «Roca del Diablo». Todavía un cuarto de hora de marcha y estábamos ya al borde del mar. El lector puede comprender el gozo que sentimos en aquel momento.
Sentados sobre piedras, miramos, encantados, las olas que se estrellaban contra la orilla.
Nuestro camino había terminado.
El 21 de junio, a las dos de la tarde, llegamos al puesto de Santa Olga, donde nuestro destacamento se repartió para alojarse. Como todos nuestros bagajes debían ser traídos todavía por un vapor que se encontraba precisamente navegando, decidí, entretanto, explorar los alrededores.
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Costeando el litoral
En aquella época había en el puesto de Santa Olga [14]una pequeña iglesia de madera, un hospital para los colonos, una oficina de correos y telégrafos y algunas tiendecitas. Este puesto ribereño no era ni un pueblo ni una comunidad muy importante. Sus habitantes, la mayoría gentes de humilde condición o soldados de reserva, se aseguraban mediante un contrato lotes de terreno que pudieran servir para levantar construcciones. Como no eran ni hortelanos ni agricultores, todos estrenaban casa, aunque fuera a riesgo de endeudarse. Todos esperaban ver el día en que aquel puesto se transformaría en ciudad, o en que el terreno explotado, convertido en propiedad legal, podría revenderse con ganancia.
Los dos primeros días, reposamos y no hicimos nada en absoluto. A continuación, los fusileros y los cosacos se ocuparon de recomponer sus trajes y su calzado; los caballos fueron dejados en libertad, y yo me fui a ver los alrededores inmediatos del puesto.
A partir del 7 de julio, el tiempo se estropeó de nuevo; no hubo más que lluvia y viento. Yo aproveché para trazar nuestros itinerarios y corregir mis diarios de viaje. Habiéndome librado de ese trabajo al cabo de tres días, me preparé para una nueva excursión, esta vez hacia el río Arzamassovka. El 15 de julio, me puse en camino acompañado de tres cosacos: Murzine, Epov y Kojevnikov.
El primer día llegamos a la fanzade un chino llamado Tché-Fan. Según la opinión unánime de todos los campesinos de Perme y de Fudzin, este hombre se distinguía por una bondad sorprendente. Tras las primeras crecidas que vinieron a devastar sus campos, él los socorrió, renovándoles todas las semillas. En caso de necesidad, todos recurrían a Tché-Fan sin que éste los rechazara. En general, sin él, los colonos no hubieran logrado asentarse en el país. Mucha gente poco escrupulosa abusaba de su bondad, pero él no hizo nunca prevalecer sus títulos de acreedor contra los culpables.
Entramos en una selva virgen donde vi huellas que probaban la presencia de grandes cuadrúpedos, tales como jabalíes, ciervos, gamos y corzos. En dos ocasiones, los distinguimos y disparamos sobre ellos, pero sin éxito. Por otra parte, había también profusión de pájaros.
El sendero de tierra, de suelo bien apisonado y desprovisto de plantas, nos llevó a Sijote-Alin, donde instalamos nuestro campamento. Se decidió que dos de nosotros irían a cazar, mientras que los otros dos se quedarían en el campo. En verano, la caza de fieras no es posible más que al alba y al crepúsculo, antes de caer la noche. Durante el día, los animales reposan en alguna parte de la espesura y son muy difíciles de encontrar. Así que, aprovechando el tiempo libre, nos tendimos sobre la hierba para descabezar un sueño.
Al volver a abrir los ojos, quedé sorprendido por la desaparición del sol. Capas de nubes habían cubierto el cielo, y la tierra parecía envuelta en la penumbra. Sin embargo, no eran más que las cuatro de la tarde, y se podía muy bien ir de caza. Desperté a los cosacos, que se calzaron e hicieron hervir agua. Después del té, provistos de fusiles, Murzine y yo partimos en dos direcciones diferentes. Corrí el riesgo de llevar a mi perro Liechy,teniéndolo al principio prudentemente atado. Habiendo localizado bien pronto a los jabalíes, me puse a perseguirlos. Los paquidermos marchaban sin descanso, removiendo continuamente el suelo a medida que avanzaban. De acuerdo con las pistas, su número debía pasar de la veintena. Pude notar que en cierto lugar los jabalíes habían interrumpido sus husmeos para desfilar en abanico, pero que más lejos se habían reunido de nuevo. Iba a acelerar el paso cuando una cosa entrevista súbitamente me impuso el alto y me hizo echar una mirada hacia atrás; era, justo al lado de una charca, la huella fresca dejada en el barro por una pata de tigre. Me representé muy vivamente la marcha de los jabalíes y el deslizarse del felino que los perseguía.
«¿No habría acaso que regresar?», pensé al instante; pero me repuse en seguida y avancé con precaución.
Los jabalíes habían trepado sobre una altura para descender a continuación en una cavidad vecina y escalar por otro flanco. Pero antes de llegar a la cima, habían girado bruscamente para volver a descender al valle. Yo me dejé llevar de tal modo por la persecución, que me olvidé de examinar bien la zona y fijarla en la memoria. Como toda mi atención estaba absorbida por los jabalíes y por las huellas del tigre, continué avanzando así cerca de una hora.
Algunas gotitas cayeron del cielo y me obligaron a defenderme: era el comienzo de una lluvia ligera. Primero fue muy fina y cesó en seguida, pero al cabo de diez minutos volvió a empezar para interrumpirse todavía otra vez. Pero estos intervalos se hicieron cada vez más cortos: desde entonces la lluvia no hizo más que aumentar y acabó por caer copiosamente. «Es tiempo de regresar al campamento», me dije, tratando de encontrar mi camino de regreso, pero no pude distinguir nada en medio de la selva. Entonces, para orientarme, subí a un altozano próximo.
Contra un cielo enteramente cubierto de nubes, y tan lejos como podía alcanzar mi vista, las montañas que veía me parecían desconocidas. ¿Adónde ir? Comprendí mi error: demasiado entusiasmado con los jabalíes no había prestado atención a los lugares circundantes. No se trataba de volver sobre mis propios pasos. Antes de rehacer la mitad del camino, me sorprendería la noche. En aquel momento, me acordé de que no tenía cerillas. No siendo fumador, y pensando en regresar a la hora del crepúsculo, había olvidado llevarlas conmigo. Este era el segundo error. Disparé dos veces al aire, pero no me llegó ninguna señal de respuesta. Entonces tomé la decisión de descender al valle y costear la corriente de agua, esperando vagamente volver a encontrar mi sendero antes de que llegara la oscuridad. Sin perder tiempo comencé el descenso, seguido dócilmente por mi fatigado perro.