Jamás la lluvia, aunque sea de las más ligeras, perdona al que marcha en una selva. Cada zarza y cada árbol recoge el agua de lluvia en sus hojas y la vierte en gruesas gotas sobre el caminante, mojándolo de pies a cabeza. Bien pronto sentí que mis ropas estaban empapadas.
Al cabo de una media hora, la oscuridad comenzó a envolver el bosque. No había forma de distinguir ya entre un tronco y una piedra, entre los árboles abatidos y el terreno que ellos cubrían. Me puse a dar traspiés. Al cabo de un kilómetro, me paré para tomar aliento. Mi perro estaba tan mojado como yo. Se sacudió con fuerza y gruñó discretamente. Le saqué el lazo. Liechyno esperaba más que aquello. Sacudiéndose de nuevo, avanzó corriendo y desapareció en seguida en la noche. Embargado por un sentimiento de soledad absoluta, traté de llamar al animal, pero fue en vano. Tras haber esperado aún dos minutos, me dirigí hacia el lado por donde acababa de huir.
Cuando se marcha por la taiga durante el día, se esquivan los tocones, las malezas y las altas hierbas. Por el contrario, en la oscuridad, uno se mete en los líos más gordos. Las ramas surgen de no se sabe dónde para engancharse sin cesar en vuestras ropas, las plantas vienen a sacaros vuestro cubrecabezas, se tienden hacia vuestra cara y se enredan a vuestros pies.
Encontrarse en una selva llena de fieras, sin fuego, con un tiempo fatal, no es muy divertido. Consciente de mi abandono, marché naturalmente con precaución, prestando oídos a cada sonido, con los nervios tensos en exceso. El crujido sordo de una rama rota o el ruido ligero de un ratón que huía, parecían cada vez más fuertes y me impulsaban a volverme bruscamente del lado de donde provenían. Estuve varias veces a punto de disparar en la dirección de estos sonidos.
Por fin, la oscuridad fue tal que mis ojos no me sirvieron ya para nada. Empapado hasta los huesos, sentía como el agua chorreaba por mi cuello. Deslizándome a tientas en la oscuridad, me metí una vez entre un montón de árboles desgajados tan intrincado que hubiera sido difícil salir de él, incluso en pleno día. Palpando con mis manos los árboles derribados, piedras y ramas, alcancé no obstante a salir de aquel laberinto. Derrengado, me senté para reposar, pero pronto comenzó a helar. Si mis piernas fatigadas exigían un descanso, el frío me obligó a moverme.
¿Trepar a un árbol? Esta idea tonta es la primera que se le ocurre siempre a un viajero perdido, pero yo la abandoné pronto. En efecto, al estar sentado sobre una rama sería aún más sensible al frío, y la posición incómoda haría que pronto se me hincharan las piernas. ¿Huir entre las hojas caídas? Aquello no me salvaría de la lluvia y sobre un suelo mojado uno se enfría rápidamente. ¡Cómo me regañaba a mí mismo por haber olvidado las cerillas!
Traté de nuevo de franquear el ramaje caído y me puse a descender una pendiente. De repente, escuché a mi derecha un aliento entrecortado. Un animal venía derecho hacia mí. Sentí que mi corazón se encogía. Quise disparar, pero justamente el cañón de mi fusil se había enganchado en las lianas. Grité con una voz difícil de reconocer y en el mismo momento que el animal me lamía el rostro: era Liechy.Dividido entre dos sentimientos, me enfadé con mi perro por haberme dado aquel susto, pero me alegré al mismo tiempo de su regreso. El fiel animal saltó alrededor de mí, ladró un poco y volvió a partir en la oscuridad.
Avancé de nuevo, con extrema dificultad, costándome cada paso muchos esfuerzos. Al cabo de unos veinte minutos, llegué al borde de un precipicio. En algún sitio del fondo escuché un ruido de agua. Tanteando, encontré una gran piedra y la arrojé abajo. Lanzada en el vacío, acabó por una caída sonora en las ondas. Cambié resueltamente de dirección para ir a la derecha, sorteando este lugar peligroso. En aquel momento, Liechyacudió de nuevo corriendo. Ya no tuve más miedo y lo atrapé por la cola. Me tomó suavemente la mano con sus dientes, lanzando aún pequeños aullidos como para rogarme que no lo retuviese. Habiéndose alejado un poco, el perro se acercó a mí de nuevo y no se quedó tranquilo hasta que se persuadió de que yo le seguía. Entonces, marchamos todavía cerca de una media hora.
Pero he aquí que yo resbalé en alguna parte y choqué contra una piedra, haciéndome mal en la rodilla. Dando un gemido, me senté por tierra para frotar ligeramente mi pierna magullada. Al minuto, el perro acudió para sentarse a mi lado. En la oscuridad no lo veía, contentándome con sentir su aliento cálido. Calmado el dolor, me incorporé y fui hacia el lado donde estaba menos oscuro. Pero aún no había dado diez pasos cuando resbalé otra vez y a continuación no hice ya más que tropezar. Comencé entonces a palpar el terreno con mis dos manos y di un grito de alegría: ¡estaba sobre el sendero! A pesar de la fatiga y el dolor de la pierna, me puse a avanzar de nuevo. «De buena me he librado —me decía—; este camino me llevará seguramente a algún lado.» Resolví seguirlo toda la noche, hasta el alba, pero eso no fue tan fácil. En la oscuridad completa, no veía el sendero y no lo reconocía más que tanteándolo con los pies.
También mis movimientos fueron de una lentitud extrema. Cuando perdí la dirección, me volví a sentar en tierra, utilizando mis manos otra vez para palpar el suelo. Lo más difícil era tomar una decisión en los recodos. A veces, me paraba para esperar el retorno del perro. Este volvía, en efecto, y me indicaba la dirección que yo había perdido. Al cabo de una hora y media aproximadamente, llegué a un arroyo cuya agua retumbaba entre las piedras. Hundí la mano en ella para ver de qué lado corría y me persuadí de que la corriente iba hacia la derecha.
Vadeado el torrente, encontré a continuación el sendero. Pero no hubiera tenido esa suerte si no hubiera sido por mi valiente perro. Sentado sobre el mismo sendero, Liechyme esperaba pacientemente. Cuando me reuní con él, como de costumbre, dio varias vueltas alrededor de mí y avanzó de nuevo corriendo. Yo no veía nada, limitándome a escuchar los ruidos del torrente, de la lluvia y del viento, que soplaba en la selva. El sendero me condujo a una ruta, pero allí se planteó el dilema de si había que ir hacia la derecha o hacia la izquierda. Tras alguna reflexión, esperé al perro, que esta vez no volvió tan pronto. Preferí entonces avanzar hacia la derecha. Marché alrededor de cinco minutos y vi a Liechyvenir a mi encuentro. Cuando me incliné sobre el animal, éste tuvo a bien sacudirse y me duchó completamente. Esta vez, lejos de gruñir, le acaricié y lo seguí.
La marcha me resultó menos difícil, pues el camino se hacía más recto y se desembarazaba un poco de los montones de árboles caídos. Aún tuve que hacer una travesía vadeando. Al hacerlo, resbalé y caí al agua, lo que por otra parte no podía añadir ya más humedad a mis ropas.
Por fin, me senté sobre un tocón, completamente extenuado, con manos y piernas doloridas por las astillas y las contusiones, la cabeza pesada y los párpados que se cerraban solos. Me amodorré y vi como en sueños un fuego que brillaba entre árboles lejanos. No sin esfuerzo, volví a abrir los ojos. Estaba oscuro y me sentí transido de frío y humedad. Temiendo atrapar una bronquitis, me levanté prestamente y me removí en el sitio; pero, en aquel momento, vi de nuevo una luz entre los árboles. Decidí que no era más que una alucinación. Pero el fuego aparecía una vez más; mi somnolencia desapareció de golpe y abandoné el camino para avanzar directamente hacia aquel resplandor. De noche, cuando se ve una luz, no se puede determinar su proximidad o alejamiento, como tampoco su grado de elevación sobre el nivel de la tierra. Aparece simplemente en algún lugar del espacio.