Si para un ciudadano como yo aquella botella vacía no tenía, en efecto, ningún valor, era en cambio preciosa para el hombre de los bosques. Pero mi asombro no hizo sino crecer a medida que el goldsacaba sus efectos, uno a uno, de las profundidades de su mochila. Había una mezcla extraordinaria: un saco vacío que había contenido harina, dos viejas camisas, un rollo de correas delgadas, un ovillo de cuerdas, viejas untas,cartuchos usados, una cartuchera, plomo, una caja de cápsulas, lona para tienda de campaña, una piel de cabra, té prensado en forma de ladrillos, alijos de tabaco, una caja de conservas vacía, una lezna, un hacha pequeña, otra caja de hierro blanca, cerillas, un sílex, un encendedor y yesca, alquitrán para servir como astilla de encender el fuego, y también un pequeño recipiente, hilo sólido de venas de animal y dos agujas, una bobina vacía, una especie de hierba seca, hiel de jabalí, dientes y uñas de oso, un cordel donde estaban ensartados cascos de oso almizclero y uñas de lince; botones de cobre y una cantidad de cosas al parecer inútiles. Entre ellas, reconocí algunas que yo había arrojado en otro tiempo en el trayecto. Evidentemente, Dersu las recogía para llevárselas.
Examiné estos objetos y los seleccioné en dos grupos, aconsejándole tirar una buena mitad. Pero él me imploró no tocar nada y se esforzó en probarme que todas las cosas podrían un día ser útiles. Lejos de insistir, resolví pedirle en el futuro su consentimiento antes de tirar lo que fuese. Como si tuviera miedo de que le quitaran algún objeto, Dersu se apresuró a meterlo todo en su alforja, escondiendo con cuidado particular la botella vacía.
Hacia la noche, el cielo se cubrió de nubes. Temí una nueva lluvia, pero el goldafirmó que se trataba de niebla y no de nubes, lo que prometía para el día siguiente un hermoso sol e incluso calor. Seguro de que todas sus predicciones eran bien fundadas, le pregunté sobre el carácter de los índices meteorológicos.
—Yo miro alrededor de mí y percibo que el aire es ligero, que el tiempo no está pesado —dijo, y respiró profundamente, señalando su pecho.
De hecho, él y la naturaleza eran una misma cosa, hasta el punto de que su ser entero experimentaba físicamente todo cambio de tiempo que fuera a sobrevenir; se hubiera dicho que poseía, para este fin, un sexto sentido particular.
Levantamos nuestro campo en un encinar ralo que crecía al borde del río. Algunos cosacos fueron a hacer una batida por los alrededores y me dijeron a su regreso que acababan de encontrar muchas pistas de fieras, pidiéndome permiso para ir a cazar.
Los habitantes cuadrúpedos de la taiga se acantonan durante el día en la espesura para terminar su reposo poco antes del crepúsculo. Entonces, comienzan a errar a lo largo de los lindes de la selva, y van a pacer sobre los prados después de la caída de la noche. No obstante, los cosacos no esperaron el crepúsculo y partieron en seguida, tras haber descargado los caballos y colocado las sillas. En el campamento quedamos sólo Dersu y yo.
Ahora bien, yo noté que durante toda la jornada el goldtenía un aire singular y distraído. Se sentaba aparte, meditando profundamente y mirando a lo lejos, con las manos colgando. Cuando le pregunté si estaba enfermo, el viejo Dersu negó con un simple movimiento de cabeza, tomó en las manos su hacha y pareció esforzarse en alejar pensamientos penosos.
Pasaron dos horas y media. Las sombras se extendían por tierra hasta el infinito, indicando que el sol iba a tocar el horizonte. Era el momento de comenzar la caza. La llamada que lancé a Dersu pareció asustarlo.
—¡Capitán! —me dijo, con una voz donde se notaba un acento de súplica—. Yo no puedo ir a cazar hoy. Es allá (señaló con un ademán la selva) donde perdí a mi mujer y a mis hijos.
A continuación, me dijo que la costumbre del país no permitía ir a las tumbas de los difuntos y que no se podía disparar, ni hacer fuego, ni coger frutos o pisar la hierba en los alrededores, por miedo a turbar el reposo de los desaparecidos.
Comprendiendo la razón de su ansiedad, sentí piedad por el anciano, y le aseguré que no iría desde luego a cazar sino que me quedaría con él en el campamento.
Al crepúsculo, escuché tres tiros de fusil y me alegré al comprobar que los cazadores habían tirado a una gran distancia del emplazamiento de las tumbas. Era completamente de noche cuando los cosacos volvieron al fin, trayendo un gamo. Después de la cena, nos acostamos temprano. Me desperté dos veces durante la noche y noté que Dersu estaba sentado, completamente solo, cerca del fuego.
Por la mañana se me informó que el goldse había eclipsado. Pero sus efectos y su fusil habían quedado en su sitio; era evidente que iba a volver. Esperando su regreso, fui a vagar por una pradera y llegué de nuevo, sin ser visto, al curso de agua. Encontré a Dersu inmóvil junto a la orilla, cerca de una gran roca. Estaba sentado en tierra y miraba la corriente. Cuando lo interpelé, volvió hacia mí un rostro donde se leía una noche de insomnio.
—Vámonos, Dersu —le dije.
—Es aquí donde he vivido en otro tiempo. Mi choza y mi granero se encontraban por allí. Hace ya mucho tiempo que el fuego los destruyó. Mis padres habían vivido también aquí...
Sin acabar sus palabras, el anciano se levantó, hizo un signo con la mano y me acompañó en silencio al campamento. Prestos ya para la partida, los cosacos esperaban solamente nuestra llegada.
A primera hora de la tarde, llegamos a una fanzaque ya conocíamos. Un viejo udehéque se ofreció para acompañarnos un poco, marchó todo el tiempo al lado de Dersu, hablándole a media voz. Supe a continuación que se conocían de hacía tiempo y que el udehéplaneaba trasladarse al litoral. Al separarse de aquel hombre, Dersu le regaló, en señal de amistad, la botella vacía que yo había tirado. Había que ver la sonrisa de contento del beneficiario.
Dersu y yo avanzábamos sin prisa, observando los pájaros. En la espesura del bosque se percibían algunos pájaros hortelanos en acecho y, aquí y allá, pequeños trepadores ussurianos. Entre ellos, el más interesante era el pico-verde de cabeza dorada. Aplicándose con celo a martillear la corteza, no temía en modo alguno la proximidad de los hombres. Por encima del agua revoloteaban las libélulas: una de ellas era perseguida por un aguzanieves, que trataba de atraparla al vuelo, pero el bichito perseguido escapaba ágilmente al peligro. De pronto, escuchamos no lejos de nosotros el grito de alarma de un cascanueces. Dersu me indicó detenerme.
—Espera, capitán —dijo—. El pájaro vendrá aquí.
En efecto, los gritos se aproximaron, estaba claro que aquel pájaro ansioso seguía a alguien por el bosque. Alrededor de cinco minutos después, un hombre salió de la maleza. Al percibirnos, se quedó inmóvil. Al primer golpe de vista, reconocí en él a un buscador de gin-seng.Llevaba una camisa y un calzón de dabaazul, untasde cuero y un gorro cónico de corteza de abedul. Un delantal untado de grasa protegía sus ropas del rocío por la parte delantera, mientras que una piel de tejón ajustada a su cintura le permitía sentarse sobre la madera húmeda sin temor a mojarse. También sujetos a su cintura, llevaba un cuchillo, una varita de hueso para extraer del suelo el gin-sengy un saquito conteniendo un sílex y un encendedor. El chino tenía en sus manos un largo bastón que le servía para rastrillar la hierba y las hojas caídas.