Dersu le dijo que se acercara sin miedo. Era un hombre de unos cincuenta años, de cabellos grises, con el rostro y las manos tan curtidas que llegaban a ser de un rojo aceitunado. Estaba desarmado.
Cuando se persuadió de que no le queríamos hacer ningún daño, se sentó sobre un tocón y sacó de su pecho un trapito para enjugar su rostro sudoroso. Toda su figura denotaba una fatiga extrema. ¡Por fin tenía delante de mí un auténtico vagabundo y buscador de gin-seng! Sin embargo, preguntándole, pudimos saber que poseía una fanzaen las fuentes del río, aunque para buscar la preciosa raíz se alejaba a una distancia tal de su domicilio que a veces no volvía a él durante semanas. Por lo demás, nos indicó la situación de su morada y nos rogó detenernos en ella. Después de un corto reposo, el chino se despidió de nosotros, tomó su cayado y continuó su camino. Al acompañarlo largo tiempo con la mirada, noté que se bajaba una vez para recoger de la tierra un poco de musgo y depositarlo sobre un árbol.
Hacia la noche, encontramos en efecto una fanzaminúscula, más bien una de esas chozas indígenas protegidas por un techo a dos aguas que viene a apoyarse directamente sobre el suelo. Dos ventanas flanqueaban la puerta de entrada; estaban cubiertas de papel roto, pero remendado. No vimos útiles de trampero; en cambio, había azadas, rastrillos, cajas de distinto tamaño hachas de corteza, y esa especie de cayados que sirven para extraer el gin-seng.Avanzando más en la espesura de la selva, hicimos un breve alto. Después de comer Dersu y yo continuamos el camino, dejando los caballos atrás. Como muy pronto se presentó una pequeña subida, creí que el torrente franqueaba alguna garganta estrecha y por esa razón hacía torcer nuestra ruta. Pero más tarde noté que no estábamos en nuestro antiguo sendero. Por una parte, el que seguíamos en aquel momento no tenía ya huellas de caballos; por otra, cuando pude volver a ver el agua, me di cuenta de que nuestro nuevo sendero subía ahora a lo largo de un arroyo desconocido. Decidimos entonces volver sobre nuestros pasos y marchar en línea recta hacia el río, esperando que volveríamos a cruzar por alguna parte nuestro antiguo camino. Pero ocurrió que nuestro último sendero nos había obligado a hacer un largo desvío. Ganando entonces la orilla izquierda del arroyo, avanzamos, siguiendo por la parte baja de una colina. Allí, en un desorden pintoresco, crecían robles seculares y poderosos cedros, abedules negros y arces, araliáceas y abetos, álamos y hayas, así como pinos, tejos y alerces. Esta selva tenía algo de especial y la penumbra reinaba en la espesura.
Dersu marchaba lentamente, observando el suelo como de costumbre. De repente, se detuvo para mirar con atención alguna cosa. Se quitó su zurrón, dejó en tierra su fusil y su tridente, arrojó su hacha y se extendió cuan largo era en el suelo, elevando a alguien unas plegarias incomprensibles.
—¿Qué te ocurre, Dersu? —le pregunté.
Se levantó, señaló con la mano la hierba y dijo una sola palabra:
—Pantzouy [15].
Ahora bien, había allí muchas hierbas diversas. Como yo no sabía cuál era el gin-seng,Dersu me la mostró. Vi una pequeña planta herbosa, de unos veinticinco centímetros de alto, con cuatro hojas. Cada una de ellas tenía cinco dientes: el central, en saliente; los dos vecinos, un poco menos largos y, finalmente, los dos últimos más cortos que los anteriores. Como el gin-senghabía perdido sus flores, los frutos ya aparecían. Semejaban pequeños estuches redondos, dispuestos como los de las plantas verticiladas. Aquellos estuches no estaban aún abiertos para echar sus semillas. Dersu despejó de todas las otras hierbas el terreno alrededor del gin-seng,recogió todos los frutos y los envolvió en un trocito de tela. Después, me pidió que apoyara ligeramente mi mano sobre lo alto de la planta y él se puso a extraerle la raíz. Lo hizo con mucho cuidado, poniendo toda su atención para no arrancar los zarcillos de la raíz. Después, se la llevó al agua para lavarla y limpiarla delicadamente de todo residuo de tierra. Yo le ayudé como mejor pude. La tierra se desprendió poco a poco, y a los pocos minutos se pudo descubrir la raíz. Con un largo de casi diez centímetros, terminaba en un cabo dividido en dos, signo de su sexo masculino. Dersu cortó la planta, la envolvió con su raíz en el musgo y lo rodeó todo con corteza de abedul. A continuación, volviéndose a poner su zurrón y recogiendo su fusil y su tridente, me dijo:
—Tienes suerte, capitán.
A lo largo del camino, le pregunté al goldlo que se proponía hacer con aquella raíz. Me explicó que quería venderla para con el dinero así obtenido, poder comprar cartuchos. Entonces decidí comprarle el gin-sengy ofrecerle una suma superior a la que le podrían dar los chinos. Le expresé mis intenciones, pero el resultado fue totalmente imprevisto. Dersu hundió su mano en el pecho y me tendió la raíz, diciendo que me la regalaba. Mi rechazo le asombró y le hirió al mismo tiempo. Más tarde supe que era una costumbre del país hacer regalos, y que había que dar las gracias al donante ofreciéndole a su vez algún objeto de un precio equivalente.
12
«Amba»
Una bruma espesa y pesada envolvía toda la comarca. El día era gris y triste, tan frío como húmedo. Mientras los soldados recogían nuestros efectos y cargaban los caballos, Dersu y yo tomamos rápidamente el té y partimos los primeros, llevando cada uno un pan sin levadura. Por la mañana, habitualmente, yo abandonaba el campamento antes que los otros. El destacamento venía a alcanzarme y a continuación me adelantaba, puesto que yo marchaba lentamente, tomando relevos a lo largo de nuestro itinerario.
Desde la víspera, Dersu me había dicho que por aquella región erraban muchos tigres, y me aconsejó también no quedarme demasiado atrás.
El sendero corría por el borde del río, pero separándose a menudo para adentrarse en el bosque. Quien no ha estado en la taiga ussuriana, no puede imaginar sus espesuras y sus malezas. A una distancia escasa de algunos pasos, no se puede ya volver a encontrar el camino. A veces me ocurrió que hacía huir a una fiera de su lugar de descanso, situado a cuatro o seis metros delante de mí y no adivinar la dirección de su huida más que al escuchar los ruidos y crujidos de las ramas. Por una región de ese tipo avanzábamos desde hacía dos días.
El tiempo nos favoreció poco: caía sin cesar una lluvia fina, la hierba estaba mojada y gruesas gotas aisladas caían de los árboles. La selva, de una paz sorprendente, parecía desierta. Hasta los picos verdes parecían haberla abandonado.
—¡Qué tiempo del diablo! —dije a mi compañero—. No se sabe si se trata de niebla o de lluvia. ¿Qué crees tú, Dersu, esto va a aclararse o va todavía a empeorar?
El goldmiró al cielo y los alrededores, pero prosiguió su camino en silencio. Sólo se detuvo un minuto más tarde para decirme:
—Yo pienso esto: las colinas y la selva son como los hombres. Ahora están dispuestas a sudar. ¡Escucha...! Respiran como nosotros...