Tras estas palabras, reemprendió la marcha.
Eran casi las once de la mañana. Normalmente, nuestra caravana hubiera tenido que adelantarnos hacía largo tiempo, pero nada se escuchaba todavía en la parte de la taiga que acabábamos de atravesar.
—Hay que esperar —le dije a mi compañero.
Él se detuvo sin responder, posó su fusil, lo apoyó contra un árbol, hundió su tridente en el suelo y se dispuso a fumar.
—¡Maldita sea! He perdido mi pipa —exclamó irritado.
Quiso volver a buscarla, pero le aconsejé tener paciencia, esperando que los soldados que nos seguían pudieran encontrarla y traérsela. Nos quedamos allí unos veinte minutos. Yo veía que el viejo tenía muchas ganas de fumar. Por fin, no aguantó más y volvió a tomar su fusil diciéndome:
—Pienso que mi pipa está muy cerca. Es preciso que la encuentre.
Por mi parte, temiendo que hubiera ocurrido algún accidente a mis caballos, deshice camino con el gold.Este me adelantó, sacudiendo la cabeza como de costumbre y hablando para sí mismo:
—¿Cómo he podido perder mi pipa? ¿Me estaré volviendo chocho o mi cabeza se estará debilitando? En tal caso...
Se detuvo justo a la mitad de la frase, retrocedió un poco y se inclinó para examinar algo en el suelo. Me reuní con él. Bastante mohíno, Dersu miraba hacia todos lados. Me cuchicheó:
—Mira, capitán, es Amba.Nos persigue, el muy villano. La pista está aún fresca. Estaba aquí ahora mismo.
En efecto, huellas muy recientes de una gran pata de tigre se destacaban claramente sobre el sendero fangoso. Las huellas no estaban antes, cuando lo seguimos en sentido inverso. Yo me acordaba muy bien y Dersu no hubiera dejado ciertamente de verlas. Pero he ahí que aparecían sobre nuestro camino de regreso, en el momento en que pensábamos encontrar a nuestro destacamento. La fiera, evidentemente, nos había perseguido sin cesar.
—Se ha escondido muy cerca de aquí —afirmó el gold,apuntando con la mano hacia la derecha—. Estaba por aquí mientras buscábamos mi pipa por allá. Al volver nosotros, habrá dado un salto rápido. Mira, capitán, ni siquiera hay agua en las huellas.
En efecto, en medio de todos los charcos de alrededor, las huellas dejadas por las patas del tigre estaban todavía secas. No había duda: el carnívoro acababa de estar allí y de saltar hacia la espesura al escuchar nuestros pasos para esconderse entre todos aquellos árboles abatidos.
—No ha ido lejos. Lo sé perfectamente. Espera, capitán...
Nos quedamos algunos minutos en el sitio esperando que un estremecimiento, aunque fuera muy ligero, vendría a traicionar la presencia del felino, pero un silencio sepulcral reinaba en todo nuestro contorno.
—Capitán —prosiguió Dersu—, hay que estar muy atentos. ¿Está cargado tu fusil? Marcha despacito, mira bien cada agujero y cada árbol derribado. ¡Nada de prisas! Es Amba,¿comprendes? ¡Amba!
Mientras me decía esto, él mismo examinaba cada matorral y cada árbol. Marchamos así cerca de una media hora. Dersu iba siempre a la cabeza, sin perder de vista el sendero.
Por fin, escuchamos voces: primero fue la de un cosaco, que lanzaba invectivas contra su caballo. Los soldados y sus animales se nos reunieron en seguida. Dos caballos estaban completamente embarrados; hasta sus sillas aparecían embadurnadas de tierra. Al parecer, los dos animales acababan de tropezar en el momento de atravesar una pequeña corriente de agua y se habían atascado en el pantano, causando todo ese retraso. Como yo había previsto, los soldados pudieron devolver a Dersu su pipa, que habían encontrado en el sendero.
Para continuar el camino, fue necesario primero ajustar todo de nuevo; es decir, volver a cargar los fardos y desembarrar aunque fuera un poco a las bestias. Yo tuve la intención de acampar y de hacer hervir agua, pero Dersu me aconsejó que me contentase con reajustar las cargas y seguir la marcha sin dilación. Me aseguró que en las proximidades había una barraca de cazadores, que nos ofrecía la ocasión de instalar nuestro campamento. Después de reflexionar un poco, me plegué a su opinión.
Mientras los soldados se ponían a descargar a los derrengados caballos, volví a tomar el sendero con Dersu. No habíamos hecho aún doscientos pasos, cuando volvimos a dar con la pista del felino. Nos había seguido de nuevo durante nuestro regreso, pero también ahora, como la primera vez, sintió nuestra proximidad y evitó el encuentro. Dersu se detuvo, volvió la cara hacia el lado donde el tigre, aparentemente, se había emboscado, y exclamó con una voz sonora donde se mezclaban notas indignadas:
—¿Por qué nos sigues...? ¿Qué necesitas, Amba? Nosotros marchamos por el sendero, sin molestarte. ¿Para qué perseguirnos? ¿No es bastante grande la taiga para ti?
Blandiendo su fusil, el goldestaba en un estado de excitación tal, como yo no lo había visto nunca. A juzgar por su mirada, él tenía una fe profunda en que aquel tigre, aquel Amba,escuchaba y comprendía sus palabras. Dersu estaba convencido de que la fiera iba a aceptar el desafío o bien nos iba a dejar en paz y marcharse a otra parte. A los tres minutos, el viejo dio un suspiro de alivio, encendió su pipa, se puso su carabina al hombro y volvió a tomar el camino con paso seguro. Su rostro se volvió a la vez indiferente y concentrado, porque acababa de confundir al tigre y obligarlo a partir.
Avanzamos todavía cerca de una hora entre el follaje. Este se hizo súbitamente más raro, dejando ver una vasta extensión. Fatigados de nuestra larga marcha a través de la taiga, nos apetecía precisamente un cuadro reposado y espacioso. Así, se podrá comprender la alegría que tuvimos al abandonar la selva y contemplar esta llanura despejada.
—Es Kvandagú —dijo el gold—. Vamos a encontrar pronto una barraca.
El sector que atravesábamos en ese momento representaba uno de esos espacios ribereños descampados, que las gentes del país llaman yelane.La planicie estaba cubierta de orliak,un helecho poco alto, pero espeso.
A la derecha, se extendía la banda estrecha de un pantano salado, donde, según Dersu, venían cada noche ciervos y gamos golosos de ranúnculos y no desdeñaban el roer un poco aquella tierra negra y salina.
—Debemos ir hoy de caza —observó el gold,designando con su tridente el pantano.
A las tres de la tarde, encontramos, en efecto, una pequeña barraca construida en corteza de abedul, con su primitivo techo a dos aguas. Los cazadores chinos la habían construido de tal manera que el humo de la hoguera encendida en el interior podía escaparse por cada una de las dos aberturas del frontón, impidiendo así a los mosquitos penetrar en el edificio. Un pequeño arroyo corría justo al lado. Se necesitó aún algún tiempo para hacerlo franquear por nuestros caballos, pero aquello acabó por arreglarse.
El tiempo continuaba no obstante «sudando», según la expresión de Dersu. El cielo, que había estado gris por la mañana, comenzó a serenarse; la niebla subió en el aire, dejando aparecer algunos claros; la lluvia fina acabó por parar, si bien el suelo guardaba todavía su humedad. Decidí que nos quedaríamos allí por la noche. Yo tenía tanta más gana de cazar en el pantano cuanto que estábamos desde mucho tiempo privados de carne, no habiendo comido los últimos cuatro días más que pan sin levadura.