– Exactamente.
Hablaba con calma ahora.
– Tal vez lo hiciese. Tal vez… hostia, Kinsey, no lo sé. No tienes ni idea de hasta qué punto me cabrea esto. Al principio, durante los dos o tres primeros meses que pasé en el hospital, sólo podía pensar en el dolor. Invertía todas las energías que me quedaban en seguir vivo. No pensaba para nada en el accidente. Pero poco a poco, a medida que me fui recuperando, me puse a retroceder, a recordar lo sucedido. Sobre todo cuando me dijeron que Rick había muerto. Estuve semanas sin saberlo. No querrían que me preocupara, porque si me echaba la culpa a mí mismo, la recuperación sería más lenta. Quedé hecho una mierda en cuanto me lo dijeron. ¿Y si iba borracho y me había salido de la carretera? Tenía que averiguar lo sucedido o sabía que me volvería loco. En fin, así fui recomponiendo un poco la cosa.
– Puede que recuerdes lo demás si ya has recordado lo que me has dicho.
– Ahí está -dijo-. ¿Qué pasará si lo recuerdo todo? A veces pienso que lo único que me mantiene vivo en la actualidad es el hecho de no acordarme de más cosas.
Había alzado la voz e hizo una pausa, al tiempo que miraba por el rabillo del ojo. Su ansiedad era contagiosa y también yo me puse a mirar a mi alrededor de reojo y bajé la voz para que nadie pudiera oír lo que decíamos.
– ¿Has recibido alguna amenaza concreta desde el accidente? -pregunté.
– No… no.
– ¿Ningún anónimo? ¿Ninguna llamada rara?
Cabeceó.
– Pero estoy en peligro. Sé que estoy en peligro. Hace semanas que lo presiento. Necesito ayuda.
– ¿Has ido a la policía?
– Desde luego. Para ellos se trató de un accidente. No tienen la menor constancia de que fuera un hecho delictivo. Que hubo un choque y el otro se dio a la fuga, sí. Saben que alguien se me puso detrás y me obligó a salirme del puente, pero ¿homicidio con premeditación? Vamos, anda. Y aun en el caso de que me creyeran, no tienen personal suficiente. No soy más que un ciudadano normal. No tengo derecho a contar con protección policial las veinticuatro horas del día.
– Podrías contratar a un guardaespaldas…
– Déjate de bobadas. Me gustaría contratarte a ti.
– No es que no quiera ayudarte. Claro que quiero. Me limito a repasar las posibilidades que tienes. Y creo que necesitas más ayuda de la que yo pueda darte.
Se echó hacia delante con vehemencia.
– Sólo quiero que averigües lo que hay en el fondo de todo esto. Que me digas lo que ocurre. Quiero saber por qué se me acosa y pararle los pies al responsable. Entonces ya no necesitaré ni policías ni guardaespaldas ni nada de nada. -Cerró la boca con fuerza y apretó los dientes. Se echó hacia atrás-. Es la leche -añadió. Se removió con inquietud y se puso en pie. Sacó de la cartera un billete de veinte dólares y lo dejó sobre la mesa. Echó a andar hacia la puerta con sus saltitos rítmicos, aunque cojeando más que de costumbre. Cogí el bolso y lo alcancé.
– No tan aprisa, caramba. Vamos a mi despacho y formalizaremos el contrato.
Me abrió la puerta para que saliese yo primero.
– Espero que tengas dinero para pagarme -le dije por encima del hombro.
– No te preocupes -dijo con una sonrisa. Giramos a la izquierda, en dirección al parking-. Siento haberme exaltado -murmuró.
– Tranquilo. No pasa nada.
– Creo que no te lo has tomado muy en serio -dijo.
– ¿Por qué no me lo habría de tomar en serio?
– Mi familia piensa que me falta un tornillo.
– Claro, por eso recurres a mí y no a tu familia.
– Gracias -dijo en voz muy baja. Me enlazó el brazo con el suyo y me lo quedé mirando. La cara se le había vuelto de color rosa y tenía lágrimas en los ojos. Se las enjugó de cualquier manera, sin mirarme. Me di cuenta por primera vez de lo joven que era. Un niño, un niño destrozado, confuso y muerto de miedo.
Nos dirigimos sin prisas hacia mi coche y advertí que algunos curiosos nos miraban y volvían la cara con lástima y aprensión.
Me entraron ganas de pegarle a alguien.
2
A las dos de la tarde ya habíamos firmado el contrato; Bobby me dio un anticipo de dos mil dólares y lo dejé delante del gimnasio, donde tenía el BMW. A causa de su incapacidad tenía derecho a utilizar el espacio reservado a los minusválidos, pero vi que no había hecho uso de él. Puede que ya estuviera ocupado al llegar él o que, por obstinación, hubiese preferido recorrer los veinte metros que había entre una zona y otra.
Cuando salió del coche me incliné sobre el asiento que acababa de abandonar.
– ¿Quién es tu abogado? -le pregunté. Mantuvo la portezuela abierta y ladeó la cabeza para poder verme.
– Varden Talbot, de Talbot y Smith. ¿Por qué? ¿Quieres hablar con él?
– Pregúntale si tiene inconveniente en dejarme los informes de la policía. Ganaríamos mucho tiempo.
– De acuerdo, lo haré.
– Ah, es probable que empiece por tus parientes más cercanos. Tal vez tengan alguna hipótesis en relación con lo sucedido. ¿Te puedo llamar más tarde para que me digas cuál es el mejor momento para hablar con ellos?
Hizo una mueca. Mientras nos dirigíamos a mi despacho me había contado que a causa de su incapacidad se había visto obligado a volver temporalmente con la familia, cosa que no le había hecho ninguna gracia. Sus padres se habían divorciado hacía unos años y la madre había vuelto a casarse; en total, era su tercer casamiento. Según parece, Bobby no se llevaba bien con su último padrastro, aunque por lo visto le gustaba su hermanastra, una joven de diecisiete años que se llamaba Kitty. Yo quería hablar con los tres. Casi todos mis casos empiezan con gestiones rutinarias, pero aquel parecía diferente desde el comienzo mismo.
– Se me ocurre algo mejor -dijo Bobby-.Déjate caer por casa esta tarde. Mamá ha invitado a unos amigos para tomar unas copas a eso de las cinco. Es el cumpleaños de mi padrastro. Así podrás conocerlos a todos.
No acababa de decidirme.
– ¿Estás seguro de que no pasará nada? Puede que a tu madre no le guste mi presencia en una ocasión tan especial.
– No te preocupes. Le avisaré con tiempo. No pondrá pegas. ¿Tienes un lápiz a mano? Es para que tomes nota de la dirección.
Desenterré el cuaderno y el bolígrafo del fondo del bolso y apunté los datos.
– Llegaré a eso de las seis -dije.
– Estupendo. -Cerró la portezuela del coche y se alejó cojeando hacia el suyo. Arranqué y me dirigí a casa.
Vivo en lo que antaño fue un garaje monoplaza y que en la actualidad es un estudio de doscientos dólares al mes y unos quince metros cuadrados, y que hace las veces de sala de estar, dormitorio, cocina, cuarto de baño, despacho y lavandería. Todo lo que poseo es multiuso y pequeñito. Tengo un juego de frigorífico, fregadero y cocina, una lavadora en miniatura que se lo traga todo, un sofá que se convierte en cama (aunque sólo en contadas ocasiones me tomo la molestia de abrirlo) y un escritorio que a veces transformo en mesa de comedor. He organizado mi vida en función del trabajo y mi domicilio, con el paso del tiempo, ha ido reduciéndose en consecuencia. Durante una temporada viví en un remolque, pero acabó por parecerme excesivo. Salgo de la ciudad con frecuencia y me resisto a pagar por un espacio que no utilizo. Puede que un día reduzca mis necesidades a un saco de dormir que podría guardar en el asiento trasero del coche, así eliminaría de un plumazo la inevitabilidad del alquiler.
En la actualidad es poco lo que considero imprescindible. No tengo animales ni plantas. Tengo amigos, pero no doy fiestas. Mis pasatiempos, en caso de que tenga alguno, consisten en limpiar mi pequeña semiautomática y analizar pruebas documentales. Mi vida no es un lecho de rosas, pero pago puntualmente los recibos y facturas, tengo ahorrado un dinerillo y dispongo de un seguro de enfermedad que cubre los riesgos del oficio. Me gusta vivir como vivo, aunque procuro no jactarme demasiado al respecto. Cada seis u ocho meses tropiezo con un hombre que me deja sexualmente temblando, pero entre aventura y aventura practico el celibato, que tampoco me parece ningún mérito. Después de dos fracasos matrimoniales, he de andar con la guardia subida, lo mismo que las bragas.