Mi casa está en una calle pequeña y flanqueada de palmeras, a una manzana de la playa, y mi casero es un hombre que se llama Henry Pitts y que ocupa la vivienda principal del solar. Tiene ochenta y un años, es panadero jubilado y complementa sus ingresos actuales preparando artículos de panadería y pastelería que cambia con los comerciantes del barrio por productos y servicios. Abastece de pastas de té a las ancianitas del vecindario y en los ratos libres compone unos crucigramas del copón. Es muy atractivo: alto, esbelto y de piel bronceada, tiene una asombrosa cabellera cana que de tan suave parece la pelusilla de un recién nacido, y un rostro afilado y aristocrático. Tiene los ojos malva, del color de las ipomeas, e irradian inteligencia. Es afectuoso, dulce y humano. No habría tenido que sorprenderme por tanto que al llegar yo lo viese en compañía de la "beibi" que se estaba tomando con él un julepe de menta en el jardín.
Había estacionado el coche enfrente, como de costumbre, y eché a andar hacia la puerta de mi casa, que está en la parte trasera. Mi cubículo da al pintoresco escenario que constituye el jardín, donde hay césped, un sauce llorón, rosales, dos naranjos enanos y una zona empedrada para tomar el fresco. Me vio en el momento en que salía por su puerta trasera con una bandeja de servicio.
– Ah, hola, Kinsey. Bueno, ven. Quiero presentarte a alguien -dijo.
Seguí con la mirada la dirección de la suya y vi a una señora estirada en una tumbona. Tendría sesenta y tantos años, era regordeta y ostentaba una corona de rizos castaños que habían pasado por el tinte. Tenía el cutis arrugado como un mapa y se maquillaba con gran habilidad. Lo que me impresionó fueron sus ojos: muy grandes, de un castaño aterciopelado y, durante una fracción de segundo, viperinos.
Henry dejó la bandeja en una mesa redonda de metal que se alzaba entre las tumbonas.
– Te presento a Lila Sams -dijo, y señalándome con la cabeza-: Mi inquilina, Kinsey Millhone. Lila acaba de mudarse a Santa Teresa, le ha alquilado una habitación a la señora Lowenstein, aquí en la calle.
La señora me alargó la mano con un cascabeleo de pulseras rojas de plástico mientras hacía amago de levantarse.
– No se levante, por favor -dije, acercándome a ella-. Bienvenida al barrio. -Nos dimos la mano con una sonrisa de cordialidad que, en su caso, vino a reemplazar el destello frío que advirtiese en su mirada y que hizo que me preguntara si no habría sido víctima de una confusión-. ¿De dónde es usted?
– De aquí, de allí, de todas partes -dijo mirando a Henry con picardía-. No sé cuánto tiempo voy a estar por aquí, pero Henry hace que todo sea… maravilloooooso.
Llevaba un vestido estival, de algodón y escotado, con un estampado geométrico de color verde y amarillo sobre fondo blanco. Sus pechos eran sendos talegos de harina que hubieran perdido parte del contenido por entre las costuras. Repartía la gordura entre la delantera y la cintura, mientras que sostenía la reciedumbre de las caderas y los muslos con unas piernas todavía de buen ver y unos pies de aspecto elegante. Calzaba zapatillas de lona roja, con suela de tacón incorporado, y lucía unos pendientes de plástico rojo y que parecían botones. Fue como si contemplase un cuadro, porque mi mirada volvió al punto de partida. Quería observar sus ojos otra vez, pero en aquel momento ella miraba la bandeja que Henry le ofrecía.
– Ay, Henry, ¿qué es esto? ¡Eres de lo que no hay!
Henry le había preparado una bandeja de canapés. Es una de esas personas capaces de entrar volando en una cocina y preparar unos tentempiés para chuparse los dedos con un par de latas cualesquiera. Yo no tengo en la despensa más que una caja de copos de cereales con bichos.
Lila juntó las uñas rojas a modo de pico de grulla. Cogió un canapé y se lo trasladó a la boca. Parecía una tostada pequeña con un trocito de salmón ahumado y una pizca de mayonesa derretida.
– Mmmmm, está delicioso -dijo con la boca llena, y a continuación se lamió los dedos, uno por uno. Ostentaba varios anillos de aire tosco, con diamantes y rubíes engastados, y una esmeralda cuadrada que parecía un sello de correos con diamantes a los lados. Henry me ofreció la bandeja de los canapés.
– Prueba uno mientras te preparo un julepe de menta.
Negué con la cabeza.
– Mejor no. Tengo trabajo y quisiera correr un poco.
– Kinsey es detective -dijo Henry a su invitada.
Los ojos de Lila se dilataron y parpadearon con asombro.
– ¡Virgen Santa! ¡Qué interesante! -Se expresaba de un modo hiperbólico, con más vehemencia de la que pedía la situación. Ella no me despertaba a mí tanto entusiasmo y estoy segura de que se daba cuenta. Me caen simpáticas las señoras mayores en términos generales. Para el caso, me caen simpáticas casi todas las mujeres. Las encuentro abiertas y comunicativas por naturaleza, y graciosamente sinceras cuando se ponen a hablar de hombres.
Aquella era de la vieja escuela: dicharachera y coquetona. Se había mostrado desdeñosa nada más verme.
Miró a Henry y dio unas palmaditas en la lona de la tumbona.
– Anda, ven, siéntate aquí, niño travieso. No me gusta que seas tan servicial conmigo. ¿Puede usted creerlo, Kinsey? Que si toma esto, que si toma aquello, no ha parado de mimarme en toda la tarde. -Satisfecha, se inclinó sobre la bandeja de los canapés-. Oh, ¿de qué es éste?
Observé a Henry, medio esperando que me dirigiese una mirada de compromiso, pero acabó por sentarse en la tumbona, como se le había ordenado, y por recorrer la bandeja con los ojos.
– Es de ostra ahumada. Y éste, de queso graso con salsa india agridulce. Te gustará. Toma.
A punto estuvo de ponerle el canapé en la boca, pero ella, de un manotazo, le hizo cambiar de idea.
– Quita de ahí. Cómetelo tú. Quieres matarme, y lo que es peor, ¡vas a conseguir que engorde!
Al ver juntas las dos cabezas ancianas noté que la cara se me crispaba en una mueca de malestar. Henry tiene cincuenta años más que yo y nuestras relaciones han sido siempre de lo más casto y decoroso, pero me pregunté si se sentiría como yo en aquellos instantes en las raras ocasiones pretéritas en que había visto salir a un hombre de mi casa a las seis de la madrugada.
– Nos veremos más tarde, Henry -dije, echando a andar hacia mi puerta. Creo que ni siquiera me oyó.
Me puse una camiseta de tirantes y unos tejanos de pernera recortada, me até las zapatillas de correr y volví a la calle con la máxima discreción. Recorrí una manzana a paso rápido hasta llegar a Cabana, la ancha avenida que discurre en sentido paralelo a la playa, y me lancé al trote. Hacía calor y en el cielo no se veía ni una sola nube. Eran las tres de la tarde y hasta el oleaje parecía lánguido y perezoso. La brisa que soplaba del océano venía cargada de sal y la playa estaba cubierta por una alfombra de desperdicios.
Ni siquiera sé por qué me molestaba en corretear. Estaba desentrenada, jadeaba, resoplaba, y los pulmones se me pusieron al rojo vivo antes de recorrer medio kilómetro. Me dolía el brazo izquierdo y tenía las piernas como si fueran de madera. Corro siempre que trabajo en un caso y creo que por eso lo hice aquel día. Corrí porque era el momento de correr y porque necesitaba sacudirme el óxido y el agarrotamiento de las articulaciones. Aunque en esto de correr soy muy escrupulosa a la hora de cumplir con el tiempo y las distancias, jamás me ha entusiasmado el deporte. Pero no se me ocurre ninguna otra forma de sentirme bien.
El primer kilómetro y medio fue un martirio chino y maldije todos y cada uno de los minutos que invertí en recorrerlo. Al llegar a los tres kilómetros sentí que las hormonas endorfinas entraban en acción, y al llegar a los cinco comprendí que ya no me quedaban ni fuerzas ni ganas de continuar. Consulté la hora. Eran las tres y treinta y tres. Nunca he dicho que fuera rápida. Reduje la marcha a paso normal mientras chorreaba sudor por todos los poros. Ya me pasarían factura las agujetas al día siguiente, de eso estaba segura, pero por el momento me sentía ágil, con los músculos blandos y calientes. Suelo volver a casa andando para refrescarme.