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Llamé al timbre. Oí cómo resonaba por toda la casa. Abrió una doncella negra con un uniforme blanco que parecía de enfermera. Me dolían tanto los pies que me entraron ganas de arrojarme en sus brazos para que me llevara al botiquín, pero me limité a decirle mi nombre y a murmurarle que Bobby Callahan me esperaba.

– Ah, sí, la señorita Millhone. Pase, pase, por favor.

Se hizo a un lado y accedí al vestíbulo. El techo tenía aquí dos pisos de altura y la luz se filtraba en lo alto por una serie de ventanas paralelas a la ancha escalinata de piedra que se curvaba hacia la izquierda. El suelo era de baldosas de color rojo apagado y estaba más limpio y brillante que una patena. Vi alfombras persas de dibujo borroso. Vi tapices que colgaban de barras ornamentales de hierro forjado y que parecían armas antiguas. La temperatura ambiente era ideal, hacía fresco, y una nutrida guarnición de flores que había en una maciza mesa rinconera de mi derecha perfumaba el aire con su aroma. Me dio la impresión de estar en un museo.

La doncella me condujo a una sala de estar tan grande que las personas que había al fondo me parecieron los enanitos del bosque. La chimenea de piedra debía de tener tres metros y pico de anchura por cuatro de altura, y el hogar era tan grande que habría podido asarse en él una vaca. Los muebles parecían cómodos, ni recargados ni pequeños. Los cuatro sofás parecían sólidos, y los sillones, grandes y mullidos y de brazos anchos, me recordaron, no sé por qué, los asientos de primera clase de un avión.

La decoración no conjugaba ningún color en especial y me pregunté si sería únicamente la clase media la que contrataba especialistas para que los detalles armonizaran.

Descubrí a Bobby, que, loado sea Dios, se dirigió hacia mí cojeando. Por lo visto había leído en mi expresión que no estaba preparada para el espectáculo.

– Lo siento -dijo-. Habría tenido que avisarte. Te prepararé una copa. ¿Qué prefieres? Hay vino, pero no te digo la marca porque pensarás que queremos presumir.

– Me gusta el vino -dije-. Y me encantan los que se toman para presumir.

Una doncella, no la que me había abierto, sino otra especialmente adiestrada para servir en las salas de estar, se anticipó a Bobby y se nos acercó con un par de copas llenas. Deseaba de todo corazón no hacer el ridículo derramándome la bebida en la pechera o enganchándome un tacón en la alfombra. Bobby me tendió una copa y tomé un sorbo.

– ¿Te criaste aquí? -le pregunté. Me costaba imaginar una habitación, que parecía una nave de iglesia, con juguetes desmontables, cajitas sorpresa con música y camiones a pilas. De pronto me concentré en lo que me ocurría en la boca. Aquel vino iba a estropearme un paladar que ya tenía acostumbrado al matarratas que venden en envases de cartón.

– La verdad es que sí -dijo mirando alrededor con curiosidad, como si el absurdo acabara de ocurrírsele a él-. Tenía niñera, claro.

– Claro, claro, por supuesto. ¿A qué se dedican tus padres? ¿O debería imaginármelo?

Me dedicó una sonrisa asimétrica y se limpió la barbilla, como con timidez, según me pareció.

– Mi abuelo materno fundó a principios de siglo una gran empresa de productos químicos. Creo que la casa terminó patentando la mitad de los artículos básicos para la civilización. Enemas, colutorios y aparatos anticonceptivos.

Y montones de medicinas caseras. Y disolventes, aleaciones, productos para la industria. La lista es larga.

– ¿Hermanos?

– Sólo yo.

– ¿Dónde está tu padre en este momento?

– En el Tíbet. Últimamente le ha dado por el montañismo. El año pasado estuvo viviendo en la India, en un ashram. Su alma se desarrolla al ritmo que le permite el crédito de la Visa.

Me llevé la mano hueca al oído.

– ¿Será hostilidad lo que percibo en lontananza?

Se encogió de hombros.

– Se puede permitir el lujo de tontear con los Grandes Misterios por el acuerdo que firmó con mi madre cuando se divorciaron. Va de peregrino espiritual, pero en el fondo lo único que hace es montárselo guapo. Yo me llevaba bien con él hasta que volvió, poco después de mi accidente. Se sentaba junto a mi cama, me sonreía con amabilidad y me decía que ser minusválido es una de las cosas por las que hay que pasar en esta vida. -Me miró con sonrisa afectada-. ¿Sabes lo que dijo cuando supo que Rick había muerto? "Mejor. Eso quiere decir que ha terminado su obra." Me puse tan mal que el doctor Kleinert le prohibió que volviera a visitarme y se fue a recorrer a pie la cordillera del Himalaya. No solemos tener noticias suyas, pero me da lo mismo, creo.

Se descontroló de repente. Las lágrimas le anegaron los ojos y luchó por dominarse. Se quedó mirando a un grupo que había junto a la chimenea y seguí su mirada. Habría unas diez personas en números redondos.

– ¿Quién es tu madre?

– La del vestido de color crema. El tipo que está inmediatamente después de ella es Derek, mi padrastro. Hace ya tres años que se casaron, pero me parece que no funciona la cosa.

– ¿Y eso?

Pareció meditar varias respuestas, pero al final se limitó a cabecear un poco y a guardar silencio. Se volvió para mirarme.

– ¿Preparada para las presentaciones?

– Dime antes quiénes son los demás. -Me estaba yendo por las ramas, pero no podía evitarlo.

Dirigió una mirada apreciativa al conjunto.

– No recuerdo algunos nombres. A la mujer de azul no la conozco de nada. El individuo alto de pelo gris es el doctor Fraker, el patólogo para el que trabajaba antes del accidente. Está casado con la pelirroja que habla con mi madre. Mi madre conoce a todos los médicos de aquí, está en el consejo de administración del St. Terry. El gordicalvo es el doctor Metcalf, y el tipo con el que está hablando es el doctor Kleinert.

– ¿Tu psiquiatra?

– El mismo. Piensa que estoy loco, pero es igual porque cree que puede curarme. -En su voz se había filtrado un dejo de amargura y me di cuenta de la cantidad de inquina que tenía que tragar día tras día.

Como obedeciendo a una indicación, el doctor Kleinert se dio la vuelta, nos miró con fijeza y acto seguido desvió la mirada. Le eché cuarenta y tantos años, tenía el pelo gris, ondulado y algo raleante, y una expresión de tristeza.

Bobby esbozó una sonrisita de satisfacción.

– Le dije que iba a contratar a un detective, pero no se imagina que seas tú, de lo contrario ya estaría aquí edificándonos con un discursito.

– ¿Y tu hermanastra? ¿Dónde está?

– En su cuarto, seguramente. No es muy sociable.

– ¿Y la rubita? ¿Quién es?

– La mejor amiga de mi madre. Es enfermera de quirófano. Anda, ven -dijo con impaciencia-. Así lo verás todo de cerca.

Nos dirigimos juntos hacia la chimenea, donde habían acabado por reunirse todos. La madre se volvió para mirarnos y las dos mujeres que estaban con ella se detuvieron en plena conversación para ver qué la había distraído.

Para ser la madre de un chico de veintitrés años se conservaba joven, era delgada, estrecha de caderas y tenía las piernas largas. Tenía una mata de pelo lisa y espesa de color castaño claro que no acababa de llegarle hasta los hombros.

Los ojos eran pequeños y hundidos, la cara alargada, la boca ancha. Tenía manos bonitas, de dedos largos y delgados.

Vestía una blusa de seda de color crema y una falda larga de lino que se le clavaba en la cintura. Se adornaba con joyas de oro, con cadenitas en el cuello y en la muñeca. La mirada que dirigió a Bobby fue intensa y profunda, e incluso yo noté el esfuerzo que hacía para aceptar la presencia del hijo lisiado. Se volvió a mí con una sonrosa cortés y me dio la mano.

– Soy Glen Callahan. Usted debe ser Kinsey Millhone. Bobby nos dijo que se quedaría un rato con nosotros. -Tenía la voz baja y gutural-. No se apure, charlaremos dentro de un instante y verá qué bien se lo pasa.


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