Cuando llegué, el sudor, que se me había enfriado, me producía escalofríos y suspiraba por una ducha caliente. En el jardín no había ni un alma, los vasos del julepe estaban vacíos y juntos. La puerta trasera de Henry estaba cerrada y habían bajado las persianas. Entré en casa con la llave que suelo atarme al cordón de la zapatilla.

Me lavé la cabeza, me afeité las piernas, me puse una bata y estuve trasteando un rato, limpiando la cocina y despejando el escritorio. Al terminar me puse unos pantalones, un blusón largo, sandalias y colonia. A las siete menos cuarto cogí el bolso grande de piel, salí y cerré con llave.

Consulté la dirección de Bobby y doblé a la izquierda al llegar a Cabana, hacia el refugio de los pájaros, por la carretera serpeante de Montebello, donde se dice que hay más millonarios por kilómetro cuadrado que en ninguna otra urbanización del país. No sé si será verdad o no. En Montebello hay gente de todos los pelajes. Aunque las grandes propiedades se encuentran hoy entremezcladas con las casas de clase media, la impresión general que produce el conjunto es que allí hay dinero, un dinero amasado y conservado con el mayor escrúpulo, y un estilo con solera que se remonta a una época en que la riqueza y asuntos afines se gestionaban con discreción y en que la ostentación material se reservaba para los de la misma categoría económica. Los ricos actuales no son más que unos horteras que imitan a sus homólogos de la California antigua. Montebello también tiene sus "barrios bajos", una curiosa hilera de chabolas de chapa que se venden a 140.000 dólares la unidad.

La dirección que me había dado Bobby estaba en West Glen, una avenida estrecha y sombreada por eucaliptos y sicómoros, y flanqueada por valles de piedra labrada a mano que se curvaban hacia unas mansiones demasiado alejadas de la calle para que las viesen los conductores que pasaban. De tarde en tarde, un portal permite entrever los majestuosos edificios del fondo, pero en términos generales West Glen parece discurrir entre robledales sin otro objeto que tomar el sol a trechos, aspirar la fragancia del espliego y escuchar a los abejorros que ronronean entre los geranios de color rosa subido. Ya eran las seis y aún faltaba un par de horas para que anocheciera.

Encontré el número que buscaba y doblé en primera por un sendero. A la derecha vi tres cobertizos albeados con adornos de yeso y que parecían fruto de la habilidad arquitectónica de los tres cerditos. Miré por todas partes pero no vi ningún sitio donde aparcar. Seguí avanzando con la esperanza de encontrar una zona de estacionamiento al otro lado de la curva que tenía delante.

Miré atrás mientras me preguntaba por qué no había ningún otro vehículo a la vista y cuál de los bungalows sería el de la familia de Bobby. Me sentí intranquila durante un segundo. Bobby me había dicho aquella tarde, ¿no? Pero, ¿y si me había equivocado de día? Me encogí de hombros. En fin. Peores confusiones he sufrido en la vida, aunque no se me ocurrió ninguna en aquellos momentos. Tomé la curva y busqué un sitio para aparcar. Pisé el freno inconscientemente y el coche se detuvo tras patinar un poco. "¡Puta mierda!", murmuré.

El camino se había transformado en un patio ancho y pavimentado. Enfrente de mí se alzaba una casa. El corazón me dijo que Bobby Callahan vivía allí y no en los hogareños habitáculos de la entrada. Estos eran, sin duda, las dependencias de la servidumbre. La casa de verdad era lo otro.

Era tan grande como el instituto donde yo había hecho la segunda enseñanza y probablemente la había diseñado el mismo arquitecto, un hombre llamado Dwight Costigan, fallecido ya, y que con su solo esfuerzo había reavivado Santa Teresa en el curso de sus cuarenta años y pico de actividad profesional. El estilo, si no me equivoco, es un revival del colonial español. Admito que me he burlado de las paredes albeadas con adornos de yeso y estuco y de las techumbres de tejas rojas. Y que los arcos y las bunganvillas, y las vigas y balcones envejecidos artificialmente me han merecido mucho desprecio, pero jamás los había insto conjugados de aquel modo.

La parte central del edificio constaba de dos plantas y estaba flanqueada por sendos pórticos. Arcos y más arcos, sustentados por columnas de gran elegancia. Vi grupos de palmeras, portales con motivos escultóricos, ventanas de tracería. Había incluso un campanario, como en una misión antigua. ¿No había saltado Kim Novak de un sitio parecido? Parecía una mezcla de monasterio y decorado cinematográfico. En el patio había cuatro Mercedes estacionados, igual que en los publirreportajes de colores metalizados, y la fuentecilla del centro arrojaba un chorro de agua de cinco metros de altura.

Aparqué lo más a la derecha que pude y me inspeccioné la indumentaria. Los pantalones, ahora que me daba cuenta, tenían una mancha en la rodilla que sólo podía ocultar agachándome de modo que el blusón la tapara. El blusón estaba bien, era de gasa negra, de escote cuadrado y bajo y mangas largas, y me lo ceñía con un cinturón que hacía juego. Durante un segundo acaricié la idea de volver a casa para ponerme otra ropa, pero caí en la cuenta de que en casa no tenía nada más presentable. Me volví hacia el asiento trasero y rebusqué entre la surtida colección de trebejos y cachivaches que suelo dejar allí. Mi coche es un Volkswagen beige de cuatro asientos, de esa especie que denominan Cucaracha y que resulta genial para vigilar a la gente en casi todos los barrios. Para pasar inadvertida allí habría tenido que alquilar una limusina de las grandes. No me cabía la menor duda de que cada jardinero tenía un Volvo.

Aparté los libros jurídicos, los archivadores, el estuche de herramientas, el maletín donde guardo con llave la pistola y… ¡coño!, lo que buscaba: unos pantis viejos y útiles como filtro de café en caso de emergencia. Encontré en el suelo unos zapatos negros de tacón alto que había comprado cierta vez que había querido hacerme pasar por puta en un lugar de mala muerte de Los Ángeles. Cuando llegué al lugar de mala muerte, descubrí que todas las putas visibles iban vestidas como colegialas y renuncié al disfraz.

Arrojé las sandalias al asiento trasero y me quité los pantalones. Me puse los pantis, saqué brillo a los zapatos con saliva y me los calcé. Cogí el cinturón del blusón y me lo até con un nudo exótico alrededor del cuello. Encontré una cajita de rímel en el fondo del bolso y me repasé la cara tras inclinar el espejo retrovisor para poder verme. Tenía una pinta algo rara, pero ¿se darían cuenta los de dentro? Excepción hecha de Bobby, ninguno de los que estaban en la casa me había visto nunca. Eso esperaba.

Salí del coche y traté de no perder el equilibrio. No llevaba tacones tan altos desde que iba a primera enseñanza y jugaba a disfrazarme con la ropa vieja de mi tía. Sin cinturón, el blusón me llegaba hasta medio muslo y el tejido, que era ligerísimo, se me pegaba a las caderas. Si me ponía delante de la luz se me transparentarían las bragas del bikini, pero me daba igual. Ya que no puedo permitirme el lujo de vestir bien, por lo menos me invento trucos para que no se note. Aspiré una profunda bocanada de aire y avancé taconeando hacia la puerta.


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