El secretario pensaba si debía o no dar crédito a sus oídos. Pero parecía ser cierto. Trató de imaginarse qué forma concreta adquiriría la ira del impulsivo procurador tras oír tan inaudita impertinencia. No consiguió hacerse idea, aunque le conocía bien.
Se oyó entonces la voz cascada y ronca del procurador, que dijo en latín:
— Que le desaten las manos.
Un legionario de la escolta dio un golpe con la lanza, se la pasó a otro, se acercó y desató las cuerdas del preso. El secretario levantó el rollo; había decidido no escribir y no asombrarse por nada.
— Confiesa — dijo Pilatos en griego, bajando la voz—, ¿eres un gran médico?
— No, procurador, no soy médico — respondió el preso, frotándose con gusto las muñecas hinchadas y enrojecidas.
Pilatos miraba al preso de reojo. Le atravesaba con los ojos que ya no eran turbios, que habían recobrado las chispas de siempre.
— No te lo he preguntado — dijo Pilatos—, pero puede que conozcas el latín, ¿no? — Sí, lo conozco — contestó el preso.
Las amarillentas mejillas de Pilatos se cubrieron de color y preguntó en latín:
—¿Cómo supiste que yo quería llamar al perro?
— Es muy fácil — contestó el detenido en latín—: movías la mano en el aire — el preso imitó el gesto de Pilatos— como si quisieras acariciarle, y los labios…
— Sí-dijo Pilatos.
Hubo un silencio. Luego Pilatos preguntó en griego: —Entonces, ¿eres médico? — No, no — dijo vivamente el detenido—; créeme, no soy médico.
— Bien, si quieres guardarlo en secreto, hazlo así. Esto no tiene nada que ver con el asunto que nos ocupa. ¿Aseguras que no has instigado a que derriben… o quemen, o destruyan el templo de alguna otra manera?
— Repito, hegémono, que no he provocado a nadie a hacer esas cosas. ¿Acaso parezco un loco?
— Oh, no, no pareces loco — contestó el procurador en voz baja, y sonrió con mordaz expresión—. Jura que no lo has hecho.
—¿Por qué quieres que jure? — se animó el preso.
— Aunque sea por tu vida — contestó el procurador—. Es el mejor momento, porque, para que lo sepas, tu vida pende de un hilo.
—¿No pensarás que tú la has colgado, hegémono? — preguntó el preso—. Si es así, estás muy equivocado.
Pilatos se estremeció, y respondió entre dientes:
— Yo puedo cortar ese hilito.
— También en eso estás equivocado — contestó el preso, iluminándose con una sonrisa, mientras se protegía la cara del sol—. ¿Reconocerás que sólo aquel que lo ha colgado puede cortar ese hilo?
— Ya, ya — dijo Pilatos, sonriente—. Ahora estoy seguro de que los ociosos mirones de Jershalaím te seguían los pasos. No sé quién te habrá colgado la lengua, pero lo ha hecho muy bien. A propósito, ¿es cierto que has entrado en Jershalaím por la Puerta de Susa, montando un burro y acompañado por un tropel de la plebe, que te aclamaba como a un pro-feta? — el procurador señaló el rollo de pergamino. El preso miró sorprendido al procurador. — Si no tengo ningún burro, hegémono. Es verdad, entré en Jershalaím por la Puerta de Susa, pero a pie y acompañado por Leví Mateo solamente, y nadie me gritó, porque entonces nadie me conocía en Jershalaím.
—¿No conoces a éstos — seguía Pilatos sin apartar la vista del preso—: a un tal Dismás, a otro Gestas y a un tercero Bar-Rabbán?
— A esos buenos hombres no les conozco — contestó el detenido.
—¿Seguro?
— Seguro.
— Ahora, dime: ¿por qué siempre utilizas eso de «buenos hombres»? ¿Es que a todos les llamas así? —Sí, a todos — contestó el preso—. No hay hombres malos en la tierra. — Es la primera vez que lo oigo — dijo Pilatos, sonriendo—. ¡Puede ser que no conozca suficientemente la vida! Deje de escribir — dijo, volviéndose hacia el secretario, que había dejado de hacerlo hacia tiempo, y se dirigió de nuevo al preso:
—¿Has leído algo de eso en un libro griego?
— No, he llegado a ello por mí mismo.
—¿Y lo predicas?
— Sí.
— Y el centurión Marco, llamado Matarratas, ¿también es bueno?
— Sí —contestó el preso—; pero es un hombre desgraciado. Desde que unos buenos hombres le desfiguraron la cara, se hizo duro y cruel. Me gustaría saber quién se lo hizo.
— Yo te lo puedo explicar con mucho gusto — contestó Pilatos—, porque fui testigo. Los buenos hombres se echaron sobre él como perros sobre un oso. Los germanos le sujetaron por el cuello, los brazos y las piernas. El manípulo de infantería fue cercado, y de no haber sido por la turma de caballería que yo dirigía, que atacó por el flanco, tú, filósofo, no podrías hablar ahora con Matarratas. Eso sucedió en la batalla de Idistaviso, en el Valle de las Doncellas.
— Si yo pudiera hablar con él — dijo de pronto el detenido con aire soñador—, estoy seguro que cambiaría completamente.
— Me parece — respondió Pilatos— que le haría muy poca gracia al legado de la legión que tú hablaras con alguno de sus oficiales o soldados. Pero, afortunadamente, eso no va a suceder, porque el primero que se encargará de impedirlo seré yo.
En ese momento una golondrina penetró en la columnata volando con rapidez, hizo un círculo bajo el techo dorado, casi rozó con sus alas puntiagudas el rostro de una estatua de cobre en un nicho y desapareció tras el capitel de una columna. Es posible que se le hubiera ocurrido hacer allí su nido.
Durante el vuelo de la golondrina, en la cabeza del procurador, ahora lúcida y sin confusión, se había formado el esquema de la actitud a seguir. El hegémono, estudiado el caso de Joshuá, el filósofo errante apodado Ga-Nozri, no había descubierto motivo de delito. No halló, por ejemplo, ninguna relación entre las acciones de Joshuá y las revueltas que habían tenido lugar en Jershalaím. El filósofo errante había resultado ser un enfermo mental y por ello el procurador no aprobaba la sentencia de muerte que pronunciara el Pequeño Sanedrín. Pero teniendo en cuenta que los discursos irrazonables y utópicos de Ga-Nozri podían ocasionar disturbios en Jershalaím, lo recluiría en Cesarea de Estratón, en el mar Mediterráneo, es decir, donde el procurador tenía su residencia.
Sólo quedaba dictárselo al secretario.
Las alas de la golondrina resoplaron sobre la cabeza del hegémono, el pájaro se lanzó hacia la fuente y salió volando. El procurador levantó la mirada hacia el preso y vio que un remolino de polvo se había levantado a su lado.
—¿Eso es todo sobre él? — preguntó Pilatos al secretario.
— No, desgraciadamente — dijo el secretario, alargando al
—¿Qué más? — preguntó Pilatos frunciendo el entrecejo.
Al leer lo que acababa de recibir cambió su expresión. Fue la sangre que afluyó a la cara y al cuello, o fue algo más, pero su piel perdió el matiz amarillento, se puso oscura y los ojos parecieron hundírsele en las cuencas.
Seguramente era cosa de la sangre que le golpeaba las sienes, pero el procurador sintió que se le turbaba la vista. Le pareció que la cabeza del preso se borraba y en su lugar aparecía otra. Una cabeza calva que tenía una corona de oro, de dientes separados. En la frente, una llaga redonda, cubierta de pomada, le quemaba la piel. Una boca hundida, sin dientes, con el labio inferior colgando. Le pareció a Pilatos que se borraban las columnas rosas del balcón y los tejados de Jershalaím, que se veían abajo, detrás del parque, y que todo se cubría del verde espeso de los jardines de Caprea. También le sucedió algo extraño con el oído: percibió el ruido lejano y amenazador de las trompetas y una voz nasal que estiraba con arrogancia las palabras: «La ley sobre el insulto de la majestad…».
Atravesaron su mente una serie de ideas breves, incoherentes y extrañas: «¡Perdido!». Luego: «¡Perdidos!». Y otra completamente absurda, sobre la inmortalidad; y aquella inmortalidad le producía una angustia tremenda.
Pilatos hizo un esfuerzo, se desembarazó de aquella visión, volvió con la vista al balcón y de nuevo se enfrentó con los ojos del preso.