— Oye, Ga-Nozri — habló el procurador mirando a Joshuá de manera extraña: su cara era cruel, pero sus ojos expresaban inquietud—, ¿has dicho algo sobre el gran César? ¡Contesta! ¿Has dicho? ¿O… no… lo has dicho? — Pilatos estiró la palabra «no» algo más de lo que se suele hacer en un juicio, e intentó transmitir con la mirada una idea a Joshuá.
— Es fácil y agradable decir la verdad — contestó el preso.
— No quiero saber — contestó Pilatos con una voz ahogada y dura— si te resulta agradable o no decir la verdad. Tendrás que decirla. Pero cuando la digas, piensa bien cada palabra, si no deseas la muerte, que sería dolorosa.
Nadie sabe qué le ocurrió al procurador de Judea, pero se permitió levantar la mano como protegiéndose del sol, y por debajo de la mano, como si fuera un escudo, dirigió al preso una mirada insinuante.
— Bien — decía—, contéstame: ¿conoces a un tal Judas de Kerioth y qué le has dicho, si es que le has dicho algo, sobre el César?
— Fue así —explicó el preso con disposición—: Anteanoche conocí junto al templo a un joven que dijo ser Judas, de la ciudad de Kerioth. Me invitó a su casa en la Ciudad Baja, y me convidó…
—¿Un buen hombre? — preguntó Pilatos, y un fuego diabólico brilló en sus ojos.
— Es un hombre muy bueno y curioso — afirmó el preso—. Manifestó un gran interés hacia mis ideas y me recibió muy amablemente…
— Encendió los candiles… — dijo el procurador entre dientes, imitando el tono del preso, mientras sus ojos brillaban.
— Sí —siguió Joshuá, algo sorprendido por lo bien informado que estaba el procurador—; solicitó mi opinión sobre el poder político. Esta cuestión le interesaba especialmente.
— Entonces, ¿qué dijiste? — preguntó Pilatos—. ¿O me vas a contestar que has olvidado tus palabras? — pero el tono de Pilatos no expresaba ya esperanza alguna.
— Dije, entre otras cosas — contaba el preso—, que cualquier poder es un acto de violencia contra el hombre y que llegará un día en el que no existirá ni el poder de los césares ni ningún otro. El hombre formará parte del reino de la verdad y la justicia, donde no es necesario ningún poder. — ¡Sigue!
— Después no dije nada — concluyó el preso—. Llegaron unos hombres, me ataron y me llevaron a la cárcel.
El secretario, tratando de no perder una palabra, escribía en el pergamino.
—¡En el mundo no hubo, no hay y no habrá nunca un poder más grande y mejor para el hombre que el poder del emperador Tiberio! — la voz cortada y enferma de Pilatos creció. El procurador miraba con odio al secretario y a la escolta.
—¡Y no serás tú, loco delirante, quien hable de él! — Pilatos gritó—: ¡Que se vaya la escolta del balcón! — Y añadió, volviéndose hacia el secretario—: ¡Déjame solo con el detenido, es un asunto de Estado!
La escolta levantó las lanzas, sonaron los pasos rítmicos de sus cáligas con herraduras, y salió al jardín; el secretario les siguió.
Durante unos instantes el silencio en el balcón se interrumpía sola-mente por la canción del agua en la fuente. Pilatos observaba cómo crecía el plato de agua, cómo rebosaban sus bordes, para derramarse en forma de charcos.
El primero en hablar fue el preso.
— Veo que algo malo ha sucedido porque yo hablara con ese joven de Kerioth. Tengo el presentimiento, hegémono, de que le va a suceder algún infortunio y siento lástima por él.
— Me parece — dijo el procurador con sonrisa extraña— que hay alguien por quien deberías sentir mucha más lástima que por Judas de Kerioth; ¡alguien que lo va a pasar mucho peor que Judas!… Entonces, Marco Matarratas, el verdugo frío y convencido, los hombres, que según veo — el procurador señaló la cara desfigurada de Joshuá— te han pegado por tus predicaciones, los bandidos Dismás y Gestas que mataron con sus secuaces a cuatro soldados, el sucio traidor Judas, ¿todos son buenos hombres?
— Sí —respondió el preso.
—¿Y llegará el reino de la verdad?
— Llegará, hegémono — contestó Joshuá convencido.
—¡No llegará nunca! — gritó de pronto Pilatos con una voz tan tremenda, que Joshuá se echó hacia atrás. Así gritaba Pilatos a sus soldados en el Valle de las Doncellas hacía muchos años: «¡Destrozadles! ¡Han cogido al Gigante Matarratas!». Alzó más su voz ronca de soldado y gritó para que le oyeran en el jardín:
—¡Delincuente! ¡Delincuente! — luego, en voz baja, preguntó—: Joshuá Ga-Nozri, ¿crees en algunos dioses?
— Hay un Dios — contestó Joshuá— y creo en Él.
— Entonces, ¡rézale! ¡Rézale todo lo que puedas! Aunque… — la voz de Pilatos se cortó— esto tampoco ayudará. ¿Tienes mujer? — preguntó angustiado, sin comprender lo que le ocurría.
— No; estoy solo.
— Odiosa ciudad… — murmuró el procurador; movió los hombros como si tuviera frío y se frotó las manos como lavándoselas—. Si te hubieran matado antes de tu encuentro con Judas de Kerioth hubiera sido mucho mejor.
—¿Por qué no me dejas libre, hegémono? — pidió de pronto el preso con ansiedad—. Me parece que quieren matarme.
Pilatos cambió de cara y miró a Joshuá con ojos irritados y enrojecidos.
—¿Tú crees, desdichado, que un procurador romano puede soltar a un hombre que dice las cosas que acabas de decir? ¡Oh, dioses! ¿O te imaginas que quiero encontrarme en tu lugar? ¡No comparto tus ideas! Escucha: si desde este momento pronuncias una sola palabra o te pones al habla con alguien, ¡guárdate de mí! Te lo repito: ¡guárdate!
—¡Hegémono…!
—¡A callar! — exclamó Pilatos, y con una mirada furiosa siguió a la golondrina que entró de nuevo en el balcón—. ¡Que vengan! — gritó.
Cuando el secretario y la escolta volvieron a su sitio, Pilatos anunció que aprobaba la sentencia de muerte del delincuente Joshuá Ga-Nozri, pronunciada por el Pequeño Sanedrín, y el secretario apuntó las palabras de Pilatos.
Inmediatamente Marco Matarratas se presentó ante Pilatos. El procurador le ordenó que entregara al preso al jefe del servicio secreto y que le transmitiera la orden de que Ga-Nozri tenía que estar separado del resto de los condenados, y que a todos los soldados del servicio secreto se les prohibiera bajo castigo severísimo que hablaran con Joshuá o contestaran a sus preguntas.
Obedeciendo la señal de Marco, la escolta rodeó a Joshuá y se lo llevaron del balcón.
Después llegó un hombre bien parecido, de barba rubia, con plumas de águila en el morrión, doradas y relucientes cabezas de león en el pecho, cubierto de chapas de oro el cinto de la espada, sandalias de suela triple con las cintas hasta la rodilla y un manto rojo echado sobre el hombro izquierdo. Era el legado que dirigía la legión.
El procurador le preguntó dónde se encontraba en aquel momento la cohorte de Sebástica. El legado comunicó que la cohorte había cercado la plaza delante del hipódromo, donde sería anunciada al pueblo la sentencia de los delincuentes.
El procurador dispuso que el legado destacara dos centurias de la cohorte romana. Una de ellas, dirigida por Matarratas, tendría que escoltar a los condenados, los carros con los utensilios para la ejecución y a los verdugos, en el viaje al monte Calvario, y una vez allí entrar en el cerco de arriba. Otra cohorte tenía que ser enviada inmediatamente al Calvario y formar el cerco. Con el mismo objeto, es decir, para guardar el monte, el procurador pidió al legado que destacase un regimiento de caballería auxiliar: el ala siria.
Cuando el legado abandonó el balcón, el procurador ordenó al secreta-rio que invitara al palacio al presidente del Sanedrín, a dos miembros del mismo y al jefe del servicio del templo de Jershalaím, pero añadió que le gustaría que la entrevista con ellos fuera concertada de tal manera que previamente tuviera la posibilidad de hablar a solas con el presidente.
La orden del procurador fue cumplida con rapidez y precisión, y el sol, que aquellos días abrasaba Jershalaím con un furor especial, no había llegado aún a su punto más alto, cuando en la terraza superior del jardín, entre dos elefantes de mármol blanco que guardaban la escalera, se encontraron el procurador y el que desempeñaba el cargo de presidente del Sanedrín, el gran sacerdote de Judea José Caifás.