– Lo que suele hacerse con los asesinos: someterlos a la justicia, castigarlos, encarcelarlos, ejecutarlos. Pero ése no es su problema. Quiero que los encuentre.
– ¿Por dónde empiezo?
– No tengo la más mínima idea. Sólo sé lo que le he dicho. Supongo que debería empezar por Londres. Fue allí donde nos mataron.
El uso del pronombre no me pareció un error, ya que Dixon estaba prácticamente muerto.
– De acuerdo. Necesitaré algo de dinero.
Sacó una tarjeta del bolsillo de la camisa y la extendió hacia mí. La cogí y leí: «Jason Carroll, procurador público.» Una tarjeta con clase, sin dirección, sólo el nombre y el título.
– Encontrará su despacho en el cien de la calle Federal -me informó Dixon-. Véalo y dígale cuánto necesita.
– Si voy a Londres necesitaré un pastón.
– No me preocupa. Dígale lo que necesita. ¿Cuándo puede empezar?
– Afortunadamente, estoy entre un caso y otro -respondí-. Puedo partir mañana mismo.
– He hecho averiguaciones sobre usted -declaró Dixon-. Muy a menudo está por pasar de un caso a otro. La cifra más grande que ha visto asciende a veinte mil dólares. Usted ha estado en la liguilla toda su vida.
– En ese caso, ¿por qué desperdicia tanta pasta en un jugador de liguilla?
– Porque usted es el mejor que pude encontrar. Es duro, no me engañará y seguirá hasta el final. Me lo ha dicho mi gente. También me he enterado de que a veces se cree el capitán Midnight. Me han dicho que éste es uno de los motivos principales por los que permanece en la liguilla, pero a mí me basta. Un ávido capitán Midnight es precisamente lo que necesito.
– A veces me creo Hop Harrigan -apostillé.
– No me importa. Si pudiera lo haría personalmente, pero no puedo y por eso tengo que contratarlo.
– A veces usted se cree Papá Warbucks. Por lo tanto, todo está claro entre nosotros. Me encargaré de encontrar a esas personas. No sólo soy el mejor que puede conseguir, sino el mejor que existe, pero las cosas que no estoy dispuesto a hacer por dinero son muchas más que las que sí haría.
– Me alegro. Un poco de amor propio no hace daño. No me importa lo que haga, cuál es su filosofía vital, si es bueno o malo, o si por la noche se mea en la cama. Lo único que me interesa son esas nueve personas. Quiero que las encuentre. Veinticinco mil por cabeza. Vivas o muertas. Quiero ver a las que atrape con vida y pruebas de aquellas a las que dé muerte.
– Muy bien -dije. No me ofreció la mano para que se la estrechara ni yo le ofrecí el saludo. Volvió a contemplar las colinas. El gato regresó de un salto a su regazo-. ¿Quiere que me quede con la fotografía de su familia?
Dixon no me miró.
– Sí. Mírela todas las mañanas, al levantarse, y recuerde que la gente que está buscando la hizo picadillo.
Asentí con la cabeza, pero no me vio. Creo que no veía nada. Contemplaba las colinas. El gato había vuelto a dormirse en su regazo. Encontré la salida por mi cuenta.
Capítulo 2
La recepcionista del despacho de Jason Carroll tenía cabellos rubios que parecían auténticos y bronceado que parecía total. Pensé en la totalidad de su bronceado mientras me guiaba por el pasillo hasta Carroll. La chica lucía una blusa azul y pantalón blanco ceñido.
Carroll se incorporó detrás de su escritorio de cromo y ónix y dio la vuelta para saludarme. También era rubio, estaba bronceado y la chaqueta deportiva azul cruzada y los pantalones blancos resaltaban su delgadez. Parecían una pareja de baile: Sissy y Bobby.
– Encantado de conocerlo, Spenser. Pase y tome asiento. El señor Dixon me dijo que me haría una corta visita.
Su apretón de manos era firme y muy estudiado. Llevaba un anillo de Princeton. Tomé asiento en un sofá de cromo con almohadones de piel negra, junto a un ventanal desde el que se divisaba buena parte del puerto y algo de las vías detrás de lo que quedaba de la estación Sur. En el equipo estereofónico sonaba música clásica a un volumen muy bajo.
– Mi despacho está en un segundo piso, encima de un estanco -comenté.
– ¿Le gusta este lugar? -quiso saber Carroll.
– Está más cerca del nivel del mar -respondí-. La atmósfera está algo enrarecida para mi gusto.
De las paredes del despacho colgaban óleos de caballos.
– ¿Le apetece un trago? -preguntó Carroll.
– Una cerveza no me vendría mal -contesté.
– ¿Le parece bien una Coors? Cada vez que voy al oeste, traigo varias cajas.
– Sí, de acuerdo. Supongo que la Coors está bien como cerveza nacional.
– Si lo prefiere, puedo ofrecerle Heineken. ¿Rubia o negra?
– Estaba bromeando, señor Carroll, la Coors me parece maravillosa. Si está fría, generalmente no sé distinguir una cerveza de otra.
Carroll apretó el botón del intercomunicador y dijo:
– Jan, por favor, nos gustaría beber dos Coors -se recostó en su alta silla giratoria de cuero, cruzó las manos a la altura del estómago y preguntó-: ¿En qué puedo ayudarle?
La rubia se presentó con dos latas de cerveza y dos vasos helados en una pequeña bandeja. Probablemente gracias a mi sonrisa a lo Jack Nicholson, me sirvió primero a mí, luego a su jefe y se retiró.
– Hugh Dixon me ha contratado para que vaya a Londres y me dedique a buscar a las personas que mataron a su esposa e hijas. Para empezar necesitaré cinco mil dólares, y me dijo que usted me proporcionaría lo que me haga falta.
– Por supuesto -sacó el talonario de cheques del cajón central de su escritorio y rellenó uno-. ¿Es suficiente?
– De momento, sí. En el caso de que necesitara más, ¿me lo enviaría?
– Todo lo que haga falta.
Bebí Coors directamente de la lata. Parecía agua de manantial de las Rocosas. ¡Deliciosa!
– Hábleme de Hugh Dixon -pedí.
– Su situación financiera es sumamente estable -respondió Carroll-. Posee grandes y múltiples intereses económicos a lo largo y a lo ancho del mundo. Todo lo ha conseguido gracias a su propio esfuerzo. Es realmente un hombre que se ha hecho a sí mismo.
– Me figuraba que podía pagar sus cuentas. Pero me gustaría saber qué clase de persona es.
– Un verdadero triunfador, un verdadero triunfador. Un auténtico genio para los negocios y las finanzas. No creo que posea una sólida educación formal. Tengo entendido que empezó como revestidor de cementos o algo parecido. Después compró un camión, más tarde una excavadora y a los veinticinco años ya estaba lanzado.
Me di cuenta de que Carroll no estaba dispuesto a hablar de Dixon, de que sólo se explayaría sobre sus bienes.
– ¿Cómo amasó su fortuna? ¿A qué tipo de negocios se dedicó?
Si no puedes superarlos, únete a ellos.
– Primero al ramo de la construcción, más adelante a los transportes por carretera y actualmente posee tantos conglomerados que no es posible precisar su especialidad.
– Son ramos difíciles -comenté-. Los ingenuos no prosperan en estos sectores.
Carroll se mostró algo contrariado.
– Claro que no -añadió-. El señor Dixon es un hombre muy fuerte y con muchos recursos -Carroll bebió un sorbo de cerveza. Usó el vaso. Sus uñas estaba perfectamente cortadas por la manicura. Sus movimientos eran lánguidos y elegantes. «De buena cuna», pensé. Eso te dan las universidades selectas. Probablemente también había estudiado en Choate-. La espantosa tragedia de su familia… -Carroll no encontró las palabras y se limitó a menear la cabeza-. Dijeron que él tampoco debería estar vivo. Sufrió gravísimas heridas. Tendría que haber muerto. Los médicos dijeron que su recuperación fue milagrosa.
– Me parece que tenía algo que hacer -opiné-. Creo que no podía morir porque tenía que desquitarse.
– Y por eso lo ha contratado.
– Sí.
– Ayudaré en todo lo que pueda. Me trasladé a Londres cuando… cuando él estaba grave. Conozco a los policías asignados al caso y otras cuestiones por el estilo. Puedo ponerlo en contacto con algún miembro del despacho londinense del señor Dixon, que podrá ayudarlo. Me ocupo de todos los asuntos del señor Dixon o, al menos, de la mayoría, sobre todo desde el accidente.