– De acuerdo -dije-. Le pediré algo: dígame el nombre de la persona que dirige la oficina de Londres. Pídales que me reserven una habitación de hotel. Volaré esta misma noche.
– ¿Tiene pasaporte? -Carroll no parecía muy convencido.
– Sí.
– Pediré a Jan que le reserve una plaza en el vuelo a Londres. ¿Tiene alguna preferencia?
– No me interesan los biplanos.
– Supongo que no. Si está de acuerdo, pediré a Jan que reserve una plaza en el vuelo cincuenta y cinco de Pan Am, que sale todos los días a las ocho de la noche hacia Londres. ¿Le parece bien primera clase?
– Me parece perfecto. ¿Cómo sabe que habrá plaza?
– La organización del señor Dixon vuela a todo el mundo. Tenemos una relación algo especial con las compañías aéreas.
– Lo sospechaba.
– Mañana por la mañana el señor Michael Flanders acudirá a recibirlo al aeropuerto de Heathrow. Forma parte de la oficina londinense del señor Dixon y lo pondrá al corriente de todo.
– Supongo que tiene una relación algo especial con el señor Flanders.
– ¿Por qué lo dice?
– ¿Cómo sabe que mañana por la mañana estará disponible?
– Ah, ahora comprendo. Sí. Todos los miembros de la organización saben lo que opina el señor Dixon sobre este asunto y están dispuestos a hacer lo que haga falta -acabé mi lata de cerveza. Carroll bebió otro sorbo. Un hombre que bebe cerveza a sorbos no es digno de confianza. Me sonrió mostrando dientes blancos en perfecta formación, miró la hora en su reloj de dos manecillas, nada tan tosco como un digital, y añadió-: Es casi mediodía. Supongo que tendrá que preparar las maletas.
– Así es. Tal vez haga algunas llamadas telefónicas al Departamento de Estado y otras instituciones semejantes -dije. Carroll arqueó las cejas-. No voy a Londres para visitar el Museo Británico y contemplar el manuscrito de Beowulf. Tengo que llevar un arma. Debo averiguar cuáles son las reglas.
– Ah, claro, en realidad nada sé de esta cuestión.
– Ya lo veo. Por eso voy yo y usted se queda.
Carroll volvió a mostrarme sus perfectas fundas dentales y añadió:
– El billete le estará esperando en el mostrador de la Pan Am en Logan. Espero que tenga un buen viaje. Y también… no sé qué es lo que se dice en estas circunstancias. Debería desearle una buena cacería, pero me parece una expresión excesivamente trágica.
– Salvo cuando la dice Trevor Howard -apostillé.
Mientras salía hice a Jan un gesto de aprobación con los pulgares, como en las viejas películas de la RAF. Creo que se ofendió.
Capítulo 3
En primer lugar telefoneé a la compañía aérea. Me dijeron que podía llevar una pistola siempre que estuviera desmontada, guardada en una maleta y registrada. Las municiones debía trasladarlas por separado. Evidentemente, no podía llevarla conmigo en la cabina del avión.
– ¿Le parece correcto que masque chicle cuando se me tapen los oídos? -pregunté.
– Por supuesto, señor.
– Muchas gracias.
A continuación llamé al Consulado británico. Me informaron de que si llevaba una escopeta no tendría problemas. Podía entrarla y no necesitaba papeles.
– Yo había pensado en un revólver Smith and Wesson del calibre treinta y ocho. Es incómodo portar una escopeta en una funda de cadera. Y pasearla por Londres a babor resulta un poco exhibicionista.
– Por supuesto. Bien, en lo que se refiere a un arma de mano, las reglas dicen que si tiene la licencia correspondiente será retenida en la aduana hasta que reciba autorización del jefe de policía de la ciudad o población que visite. ¿Me ha dicho que va a Londres?
– Sí.
– En ese caso, debe solicitarla allí. Desde luego, no está permitido entrar ametralladoras, metralletas, rifles automáticos ni algún arma capaz de disparar un proyectil difusor de gases.
– ¡Maldita sea! -exclamé.
Entonces telefoneé a Carroll.
– Ocúpese de que su hombre en Londres me consiga un permiso para portar armas en la policía de la ciudad.
Le di el número de serie, el número de licencia para portar armas expedida en Massachusetts y el número de mi licencia de detective privado.
– Quizá se muestren quisquillosos a la hora de expedir esa autorización en su ausencia.
– En ese caso, nada se podrá hacer. Llegaré por la mañana. Pero tal vez Flanders pueda ablandarlos un poco. ¿No tienen una relación algo especial con la poli londinense?
– Haremos lo que podamos, señor Spenser -repondió y colgó.
Me pareció una respuesta algo brusca para un tío de su clase. Miré la hora: 2:00. Me asomé a la ventana de mi oficina. Un viejo delgado, con perilla, paseaba por la avenida Massachusetts a un perro pequeño y viejo que sujetaba con una cadena. Incluso desde el primer piso se notaba que la correa era nueva: eslabones de metal brillante y asa de piel roja. El viejo se detuvo y revolvió la papelera sujeta a una farola. El perro se sentó en esa actitud tan paciente que tienen los perros viejos, con sus patas cortas ligeramente combadas.
Telefoneé a Susan Silverman. No estaba en casa. Telefoneé a mi servicio de recepción de mensajes. No había mensajes para mí. Les comuniqué que abandonaba la ciudad por motivos de negocios y que no sabía cuándo regresaría. La chica recibió la noticia sin inmutarse.
Cerré la oficina con llave y fui a casa a preparar las maletas: una maleta, una bolsa de mano y una funda para mi otro traje. En la maleta guardé dos cajas de cartuchos del 38. Quité el tambor del revólver y lo guardé en dos piezas en la bolsa de mano, junto a la funda. A las tres y cuarto tenía las maletas listas. Volví a telefonear a Susan Silverman. Nadie respondió.
En la ciudad de Boston hay varias personas que han amenazado con matarme. No me gusta andar desarmado. Por eso agarré el arma de repuesto y la encajé en el cinturón, a la altura de la región lumbar. Se trataba de un Colt 357 Magnum, con cañón de diez centímetros. Lo conservaba por si alguna vez me atacaba un rorcual, pero me resultó pesado e incómodo bajo la chaqueta mientras llevaba el cheque de Carroll a mi banco y lo hacía efectivo.
– Señor Spenser, ¿lo quiere en cheques de viajero?
– No, en dinero contante y sonante. Si tiene moneda británica, la aceptaré.
– Lo siento mucho, tal vez podamos conseguirle algo para el viernes.
– No me sirve. Démelo en verdes. Lo cambiaré en Londres.
– ¿Está seguro de que quiere andar por la calle con esta cantidad en efectivo?
– Lo estoy. Mire mi cara infantil. ¿Cree que alguien me asaltará?
– Bueno, es usted bastante fornido.
– Sí, pero muy delicado -respondí.
A las cuatro menos cuarto estaba de regreso en mi apartamento y volví a telefonear a Susan Silverman. Nadie respondió.
Consulté el listín y llamé a la secretaría general de la Escuela de Verano de Harvard.
– Intento localizar a una estudiante, la señora Silverman. Creo que sigue un par de cursos sobre asesoramiento.
Hubo ciertos comentarios sobre lo difícil que sería encontrar a una estudiante sin disponer de más información. Decidieron pasar mi llamada al Instituto de Ciencias de la Educación.
Los despachos del Instituto de Ciencias de la Educación cerraban a las cuatro y media y les costaría mucho trabajo localizar a una estudiante. ¿Había hablado con la secretaría general? Sí, lo había hecho. Tal vez algún miembro del Departamento de Asesoramiento y Orientación pudiera ayudarme. Pasó mi llamada. ¿Sabía el nombre del profesor? No, no lo sabía. ¿Y el número del curso? Tampoco. En ese caso, sería realmente difícil.
– No tanto como lo será si me veo obligado a presentarme y patear a un profesor.
– ¿Cómo dice?
– Tenga la amabilidad de mirar los horarios y decirme si hay un curso de asesoramiento que se celebra a esta hora o dentro de un rato. Usted debe tener los horarios. Simule que no se trata de una cuestión de vida o muerte. Simule que estoy en condiciones de conceder una beca del gobierno. Simule que soy Solomon Guggenheim.