– Dime, Hawk, ¿dónde está la chica? -pregunté. La cerveza me refrescó la garganta.
– Aproximadamente a una manzana de distancia -respondió Hawk-. Si te asomas lo bastante por la ventana, probablemente verás su vivienda.
– ¿Por qué no estás plantado en su puerta, vigilando cada uno de sus movimientos?
– Katherine entró alrededor de las once y desde entonces nada ha ocurrido. Quería saber si habías llegado.
– ¿Alguna novedad desde nuestra última comunicación?
– No. La chica nada ha hecho en absoluto. Sin embargo, también la vigila alguien más.
– Aja, aja -murmuré.
– ¿Qué has dicho?
– He dicho aja, aja.
– Eso me pareció. Vosotros los blancos habláis muy raro.
– ¿Te han reconocido? -inquirí.
– Por supuesto que no. ¿Acaso te reconocerían a ti?
– No, retiro la pregunta.
– Me alegro.
– ¿Qué puedes decirme de la persona que la vigila?
– Es un sujeto oscuro, pero no es mi hermano. Tal vez sirio o algo parecido, parece árabe.
– ¿Duro?
– Ya lo creo. Tiene un aspecto de cuidado. Creo que va armado. Lo vi encogerse de hombros como si las tiras de la funda le molestaran.
– ¿Muy corpulento?
– Bastante alto, más alto que yo. No demasiado pesado y algo cargado de espaldas. Gran nariz picuda. Entre treinta y treinta y cinco años, pelo cortado al rape.
Había sacado las descripciones y los retratos robot.
– Sí -afirmé-, es él.
– ¿Por qué vigila a la chica? -quiso saber Hawk.
– No creo que la vigile, probablemente me está buscando -respondí.
– Por supuesto -añadió Hawk-. Ése es el motivo por el que ella no se mueve mucho. Desde que llegamos dio un par de caminatas y regresó a su casa. El narizotas la siguió en todo momento, pero relajadamente, quedándose rezagado. Te está buscando a ti y quería comprobar si la seguías.
Asentí con la cabeza.
– Bien, Katherine tiene algunos apoyos aquí. Les seguiremos el juego. La vigilaré, dejaré que Narizotas me vigile y tú podrás vigilarlo. Después veremos qué pasa.
– Es posible que Narizotas te haga picadillo en cuanto te vea.
– Tú no lo permitirás.
– Sin duda.
La cerveza se había terminado. Miré con pesar la botella vacía.
– Pongamos manos a la obra -propuse-. Cuando antes atrapemos a todo el grupo, antes volveré a casa.
– ¿No te gustan los extranjeros?
– Echo de menos a Susan.
– ¡Te comprendo, chico, Susan tiene uno de los mejores traseros…! -alcé la vista. Hawk se apresuró a añadir-: Olvídalo, chico, me he pasado. No sueles hablar con tanta ligereza de Susan. Tampoco es mi estilo. Me he pasado.
Asentí con la cabeza.
Capítulo 15
Salí del Sheraton y giré a la izquierda por Vester Sogade. La mayoría de los edificios eran pequeños bloques de apartamentos relativamente nuevos, de clase media para arriba. Ella vivía en el número 36. Edificio de ladrillo, con una pequeña entrada descubierta. Antes de llegar crucé la calle y remoloneé sin llamar la atención junto a algunos arbustos del parque. Noté que mucha gente debía de pasear el perro por la estrecha senda que bordeaba el lago. Un Simca de color azul claro pasó a mi lado con un hombre al volante. Me quedé donde estaba. No vi a Hawk. Pocos minutos después, el Simca regresó. Era un modelo pequeño, cuadrado y cerrado. Pasó junto a mí en dirección contraria y aparcó media manzana más arriba, cerca del hotel. No me moví. El coche continuó allí.
Unos diez minutos después, una camioneta Saab negra paró frente al apartamento de Kathie. Se apearon tres hombres, dos que caminaron hacia mí y un tercero que entró en el edificio de Kathie. Miré hacia el Simca. Vi que se apeaba un hombre alto, moreno, cargado de hombros, de gran nariz y pelo gris cortado al rape. A mis espaldas se extendía el lago. Podía decirse que uno de nosotros estaba arrinconado. Los dos hombres de la Saab se desplegaron ligeramente al avanzar, de modo que, aunque hubiera querido, yo no habría podido correr en línea recta, quebrar la defensa y largarme. Tampoco quería hacerlo. Permanecí quieto con una distancia de treinta centímetros entre un pie y otro y las manos flojamente cruzadas delante del cuerpo, apenas debajo de la hebilla del cinturón. Los tres hombres llegaron a mi lado y trazaron un pequeño círculo alrededor de mí. El muchacho alto de la narizota se situó a mis espaldas.
Los dos hombres que se habían apeado de la camioneta parecían hermanos. Eran jóvenes y de mejillas rojizas. Uno de ellos tenía una cicatriz que salía de la comisura de los labios y le atravesaba media mejilla. El otro tenía ojos muy pequeños y cejas muy claras. Ambos lucían llamativas camisas deportivas que usaban sueltas. Adiviné la razón. El de la cicatriz sacó una automática 38 de la pretina del pantalón y me apuntó. Dijo algo en alemán.
– Hablo en inglés -aclaré.
– Pon las manos encima de la cabeza -ordenó.
– ¡Caray! -exclamé-. Apenas tienes acento -el tío me hizo señas con el cañón de la 38. Apoyé ligeramente las manos sobre mi cabeza-. Me parece una soberana tontería. Si por aquí pasara un poli, podría ver que estoy con las manos sobre la cabeza y podría detenerse a preguntar por qué, ¿nein?
– Deja caer los brazos a los lados del cuerpo -bajé los brazos.
– ¿Cuál de vosotros es Hans? -el que me apuntaba no me hizo el menor caso. Le dijo algo en alemán al narizotas que estaba a mis espaldas-. Apuesto a que tú eres Hans -le dije a Cara Marcada-. Y tú eres Fritz -Narizotas me palpó, encontró mi revólver y me lo quitó. Se lo guardó en el cinturón, debajo de la camisa-. El que tengo detrás es el Capitán.
No parecían admiradores de los Katzenjammer. Tampoco parecían admiradores míos. El de los ojos pequeños dijo:
– Síguenos.
Cruzamos la calle y entramos en el edificio de apartamentos. Tuve el buen cuidado de no buscar a Hawk con la mirada.
El piso de Kathie estaba en la primera planta, a la derecha, y daba al parque. Se encontraba en casa cuando entramos, sentada en el sofá, inclinada para poder mirar por la ventana. Llevaba un mono de pana blanca y, como cinturón, una cadena negra. El hombre que la acompañaba era menudo pero enjuto y fuerte, de nariz ancha y firme y boca recia. Lucía un enorme bigote gris que se extendía más allá de sus labios y gafas con montura metálica. Estaba casi calvo, pero usaba muy largo el poco pelo que le quedaba a la izquierda y lo peinaba cruzándolo por encima de la coronilla. Así, su peinado comenzaba por encima de la oreja izquierda. Tuve la sospecha de que se había puesto laca para no desmelenarse. Vestía zapatos de trabajo y tejanos de pana muy ceñidos. El cuello de su camisa blanca estaba deshilachado. Se había arremangado y sus antebrazos parecían fuertes. Era moreno, como Narizotas, y de mediana edad. No parecía alemán ni formar parte del grupo de delirantes. Parecía un adulto de muy mala baba.
Habló en alemán con Cara Marcada, que respondió:
– Inglés.
– ¿Por qué sigues a esta joven? -me preguntó.
Aunque tenía acento, no pude precisar cuál era su origen.
– ¿Para qué quieres saberlo?
Avanzó dos pasos y me dio un derechazo en la mandíbula. Era un hombrecillo fuerte y me dolió. Hans y Fritz habían desenfundado sus armas. Fritz esgrimía una Luger. Narizotas se mantenía a mis espaldas.
– Al menos me has dado una respuesta directa -dije.
– ¿Por qué sigues a esta joven?
– Ella y varios compañeros hicieron volar por los aires a la familia de un estadounidense rico y vengativo -respondí-. Ese hombre me contrató para aclarar las cosas.
– En ese caso, ¿por qué no la mataste cuando la encontraste?
– En primer lugar, porque soy un tío muy amable. En segundo, porque ella fue la única con la que pude establecer contacto. La quería como señuelo. Quería que me condujera hasta los demás.
– ¿Crees que lo ha hecho?