– Hasta cierto punto, sí. Tú eres nuevo, pero el tío de la chatarra grande y Hans y Fritz parecen tener algo que ver.

– ¿Cuántas personas hay en juego?

– Nueve.

– Has matado o capturado a tres. Has localizado a cuatro más y no te ha llevado mucho tiempo. Haces muy bien tu trabajo.

Intenté mostrarme modesto.

– Alguien que es tan competente en su trabajo no puede ser atrapado tan fácilmente en el parque, mientras permanece quieto como una estatua.

Intenté mostrarme incómodo.

– Ibas armado y pareces peligroso. Antes mataste a dos hombres que te habían tendido una emboscada -se asomó por la ventana-. ¿También has seguido a la chica por la rampa del matadero?

Narizotas dijo algo en una lengua que yo no conocía. Le respondió el pequeñajo. Narizotas se acercó a la puerta con paso largo y arrastrado.

– Ya veremos -dijo el pequeñajo.

– ¿Cuál es tu papel en esta historia? -pregunté.

– Tengo la desgracia de contar en mi organización con este grupo de matones y terroristas. No los admiro en lo más mínimo. Son aficionados pueriles. Debo ocuparme de asuntos mucho más serios que hacer volar unos turistas en Londres. Pero necesito mano de obra y no siempre puedo elegir los mejores.

– Es difícil conseguir buenos colaboradores -afirmé.

– ¡Ya lo creo! Supongo que tú serías un buen colaborador. He derribado a hombres de un puñetazo mucho más suave del que te di.

– Puedes volver a intentarlo cuando tus matones y terroristas no estén cerca para apoyarte.

– No soy corpulento pero sí rápido y conozco muchas triquiñuelas -añadió-. De todas maneras, vamos a matarte, así que nunca lo sabremos.

– Lo haréis cuando tu amigo Narizotas regrese diciendo que nadie está fuera esperando con un arma antitanque.

El pequeñajo sonrió y dijo:

– Tú tampoco eres un aficionado. Te mataremos sin tener en cuenta si fuera hay alguien, pero es mejor saberlo. Podrías servir como rehén.

– ¿A qué trabajo importante os dedicáis? -quise saber.

– Al trabajo de la libertad. África no pertenece a los negros ni a los comunistas.

– ¿A quién pertenece?

– Nos pertenece a nosotros.

– ¿A nosotros?

– A ti y a mí, a la raza blanca. A la misma raza que en el siglo diecinueve la sacó del pozo negro del sistema tribal y el salvajismo. A la misma raza que puede hacer de África una civilización.

– ¿Eres, por casualidad, Cecil Rhodes?

– Me llamo Paul.

– ¿Todos vosotros compartís estos fines?

– Somos problancos y anticomunistas -replicó Paul-. Nos basta con ese territorio común.

– Kathie, me gustaría hacerte una pregunta. Supongo que hablas inglés.

– Hablo cinco idiomas -replicó Kathie. Seguía en el sofá, en el mismo sitio que la había visto cuando entré. Sólo movió la boca cuando habló.

– ¿Cómo haces para llevar pantalones blancos sin que se transparente el bikini?

Kathie enrojeció lentamente y dijo:

– Eres un cerdo repugnante.

Paul volvió a golpearme, esta vez con la mano izquierda, emparejando las magulladuras.

– No le hables de esa manera -advirtió.

Kathie se levantó y abandonó la sala. Paul la siguió. Hans y Fritz me encañonaron con sus armas. Una llave giró la cerradura, a mis espaldas, y apareció Narizotas.

– No hay nadie -informó.

Hawk entró tras él con dos cartuchos de escopeta en la boca y, al disparar junto a la oreja de Narizotas con una escopeta de cañones recortados, voló gran parte de la cabeza de Fritz. Me lancé detrás de un sillón. Hans disparó contra Hawk y alcanzó a Narizotas en plena frente. Hawk lanzó la segunda carga contra Hans mientras Narizotas se derrumbaba. Quedó doblado y al llegar al suelo ya estaba muerto. Hawk abrió la escopeta. Los cartuchos vacíos saltaron por los aires. Cogió los cartuchos de su boca, los colocó en la recámara y cerró la escopeta, tardó tanto como los cartuchos vacíos en caer al suelo.

Ya me había puesto de pie.

– Por ahí -dije y señalé la puerta que Kathie y Paul habían franqueado para abandonar la sala.

Hawk llegó junto a la puerta mientras yo recuperaba mi revólver del cinturón de Narizotas.

– Tiene echado el cerrojo -informó Hawk.

Abrí la puerta de un puntapié, Hawk la atravesó agazapado, con la escopeta en la mano izquierda, y yo le seguí los pasos. Daba a un dormitorio y a un cuarto de baño con puertas correderas, que desembocaba en un patio. Las puertas estaban abiertas de par en par. Paul y Kathie se habían esfumado.

– ¡Maldita sea! -exclamó Hawk.

– Salgamos inmediatamente de aquí -propuse.

Nos largamos.

Capítulo 16

A la mañana siguiente echamos un vistazo a la prensa danesa. En la primera página había una fotografía del apartamento de Kathie y, en la dos, una instantánea del momento en que retiraban los cadáveres con camillas rodantes. Como ni Hawk ni yo sabíamos danés, no había mucho para enterarnos. Recorté el artículo por si encontraba un traductor. Hans y Fritz se parecían mucho a dos de las personas que figuraban en mi lista. Hawk y yo estudiamos los retratos robot y llegamos a la conclusión de que eran ellos.

– Te va realmente bien -comentó Hawk-. Ya son seis.

– No perdiste ni un segundo en atravesar la puerta.

– Fue mejor que decir alto o disparo, ¿no crees?

– ¿Qué hiciste? -quise saber-. ¿Seguiste a Narizotas?

– Algo por el estilo. Lo vi cuando salió a echar un vistazo y supuse que quería comprobar que no se trataba de un montaje. Me colé en el pasillo y me escondí entre las sombras, bajo el pozo de la escalera. Ya sabes que en la oscuridad es muy difícil vernos.

– A menos que sonrías -apunté.

– Sobre todo si mantenemos los ojos cerrados -estábamos desayunando en el hotel: pasteles, carnes frías, queso y mantequilla, al estilo buffet-. De todas maneras, regresó sigilosamente y cuando abrió la puerta me presenté a sus espaldas -Hawk bebió un trago de café. Preguntó-: ¿Quién es el que perdimos en compañía de Kathie?

– Se llama Paul y es menudo pero muy duro. Es un hombre mucho más pesado de los que hemos tratado hasta ahora. Creo que es un auténtico revolucionario que defiende una ideología de no sé qué signo.

– ¿Palestino?

– Lo dudo -respondí-. Diría que es de derechas. Quiere salvar a África de los comunistas y de los negros.

– ¿Sudafricano o rhodesiano?

– Creo que no. Es posible que ahora se dedique a eso, pero habló en un idioma que me pareció castellano, tal vez portugués.

– Angola -dijo Hawk.

Me encogí de hombros.

– Sinceramente, no lo sé. Sólo dijo que era anticomunista y problanco. Probablemente no contribuíste a que cambiara de actitud.

Hawk sonrió.

– Le espera un trabajo denodado. Por lo que sé, África está llena de negros. Tendrá que hacer infinidad de colectas.

– Ya lo creo. Tal vez esté chalado, pero no es un blandengue y puede crear problemas.

El rostro de Hawk estaba encendido y tenso. Volvió a sonreír y dijo:

– Nosotros también, chico.

– Es verdad -reconocí.

– ¿Cuál es nuestro programa para el día de hoy? -se interesó Hawk.

– No lo sé, tengo que pensar.

– De acuerdo. Mientras piensas, propongo que caminemos hasta el Tívoli y demos un paseo. Toda mi vida he oído hablar del Tívoli y me gustaría verlo.

– A mí también.

Pagué la cuenta y nos fuimos.

El Tívoli resultó agradable. Había muchos espacios verdes y una cantidad moderada de plástico. Almorzamos en la terraza de uno de los restaurantes. No era mucho lo que los adultos podían hacer salvo vigilar a los niños y, a menudo, a las mamas de los niños mientras iban de aquí para allá por los alegres senderos, en medio de los interesantes edificios. Estar en el Tívoli era divertido y lo que lo convertía en un placer era una cuestión de presencia, de espacio adjudicado al placer y minuciosamente preparado. El almuerzo fue vulgar.


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