Estábamos delante de una librería con la entrada abierta a la calle. Había libros y publicaciones en estantes y mesas de la entrada y en las estanterías del interior. La mayoría de los textos estaban en inglés. De la pared colgaba un cartel que decía tres ardientes espectáculos sexuales por hora y una flecha que señalaba hacia la trastienda. En el fondo aparecía otro letrero igual y una flecha que señalaba hacia abajo.
– ¿Qué tipo de libros venden? -quiso saber Hawk.
Había de todo un poco, obras de Faulkner y Thomas Mann y libros en inglés, francés y holandés. Había obras de Shakespeare y Gore Vidal y una colección de revistas de sadomasoquismo en cuyas cubiertas aparecían mujeres desnudas tan cubiertas de cadenas, cuerdas, mordazas y trabas de cuero que resultaba difícil verlas. Allí podías comprar Hustler, Times, Paris Match, Punch y Gay Love. Era una de las características de Amsterdam que nunca logré superar. En los Estados Unidos podías encontrar una tienda especializada que vendía pornografía sadomasoquista confiscada en la zona de combate. En Amsterdam, la librería con el letrero que decía tres ardientes espectáculos sexuales por hora se encontraba entre una joyería y una panadería. También vendía las obras de Saúl Bellow y de Jorge Luis Borges.
– Si crees que Kathie vive aquí, podemos mirar en el estante de la letra K -propuso Hawk.
– Tal vez sea arriba -dije-. Las señas coinciden.
– Vale -aceptó Hawk-. Ahí hay una puerta.
Estaba a la derecha de la librería, casi oculta por el toldo.
– ¿Crees que ella está aquí?
– Sé como averiguarlo.
Hawk sonrió.
– Ya lo sé, montando guardia. ¿Quieres hacer el primer turno mientras compruebo que Kathie no está mezclada con las cintas de sexo ardiente?
– Hawk, jamás pensé que fueras un mirón, siempre te consideré un activista.
– Tal vez descubra uno o dos trucos nuevos. Nunca se es demasiado viejo para aprender. Nadie es perfecto.
– Tienes razón.
– Oye, chico, ¿vigilaremos las veinticuatro horas seguidas?
– No, sólo durante el día.
– Me alegro. Doce horas de guardia y doce libres no es lo peor del mundo.
– Esta vez será muy duro. Si Kathie está aquí nos reconocerá a los dos y se pondrá muy nerviosa.
– Además, si acampamos aquí afuera mucho rato, un poli holandés vendrá a preguntar qué estamos haciendo -añadió Hawk.
– Si es que sirven para algo.
– Claro.
– Circularemos -propuse-. Me quedaré media hora junto a la tienda de ropa, luego bajaremos hasta la que vende broodjes y tú subirás andando a la tienda de ropa. Cambiaremos de lugar aproximadamente cada media hora.
– De acuerdo, pero circulemos de manera irregular. Cada vez que cambiemos de lugar, decidiremos cuánto tiempo pasará hasta el siguiente cambio. Lo digo para romper el ritmo.
– Tienes razón, lo haremos así. A no ser que haya una salida trasera, Kathie tendrá que pasar por delante de nosotros.
– Chico, si te quedas un rato aquí, intentaré averiguar si hay alguna salida trasera. Recorreré la tienda, daré la vuelta a la manzana y veré qué descubro.
Asentí con la cabeza.
– Si aparece Kathie y tengo que seguirla, nos reuniremos en el hotel.
– Perfecto -dijo Hawk y entró en la librería.
Se perdió en la trastienda y bajó la escalera. Cinco minutos más tarde apareció escaleras arriba y salió de la librería, demudado de risa.
– ¿Has averiguado algo? -inquirí.
– Sí, por supuesto. He hecho grandes progresos, ya sé lo que tengo que hacer.
– Estos europeos son muy sofisticados.
Capítulo 18
Hawk no encontró una salida trasera. Pasamos el resto del día caminando arriba y abajo el corto tramo de la Kalverstraat, pegados a la pared de debajo de las ventanas del apartamento de Kathie, si es que lo eran, para que no nos viera, si es que se asomaba, si es que estaba arriba.
Esa temporada la tienda de ropa ofrecía un modelito de fajina color verde que parecía una especie de abrigo largo e informe, sujeto en la cintura por un cinturón. Ni siquiera le quedaba bien al maniquí del escaparate. La tienda de broodjes ofertaba un panecillo con rosbif coronado por un huevo frito. Evidentemente, broodje quería decir bocadillo. En el mostrador figuraba una lista de treinta y cinco tipos distintos de broodjes, pero la gran oferta era el de rosbif con huevo frito.
La calle estuvo muy concurrida toda la tarde. Había muchos turistas, grupos de japoneses y alemanes con sus cámaras fotográficas. También había una considerable cantidad de marineros holandeses. Al parecer, en Holanda fumaba más gente que en mi país. Y no había tantos hombres corpulentos. Sandalias y zuecos estaba a la última, sobre todo para los hombres, y de vez en cuando pasaba un poli de uniforme azul grisáceo con ribetes blancos. Nadie nos molestó.
A las ocho en punto le dije a Hawk:
– Será mejor que vayamos a comer antes de que estalle en lágrimas.
– Me solidarizo plenamente -respondió Hawk.
– Muy cerca hay un lugar llamado La Monjita. Comí en este restaurante la última vez que estuve en Amsterdam.
– ¿Qué hacías aquí?
– Fue un viaje de placer, vine con una señora.
– ¿Con Suze?
– Sí.
La Monjita conservaba el peculiar estilo que recordaba: suelo de piedra pulida, paredes encaladas, techos de vigas bajas, ventanas con detalles de vidrios de colores, flores y, sobre todo, un excelente menú. De postre nos sirvieron un enorme cacharro de barro con grosellas, cerezas, fresas, frambuesas y zarzamoras remojadas en cassis. Todos hablaban inglés. Por lo que había notado, en Holanda todos hablaban inglés y con muy poco acento.
Regresamos al Marriott satisfechos de la cena, pero preocupados por lo que nos aguardaba al día siguiente. Tenía la sospecha de que nos esperaba una larga caminata sin rumbo fijo.
Ocurrió lo previsto. Pasamos el día Kalverstraat arriba y abajo. Miré los escaparates del recorrido hasta que aprendí de memoria los precios de todos los artículos. Comí cinco broodjes, tres por hambre y dos para matar el tedio. El elemento más destacado de la jornada fueron dos viajes a los urinarios públicos de Rokin, cerca de la Oficina de Turismo de Holanda.
Por la noche tomamos un rijsttafel indonesio en el restaurante Bali de la Leidsestraat. Ofrecían veinticinco platos distintos de carnes, verduras y arroz. Bebí cerveza Amstel con la cena. Hawk también. El champán no combinaba bien con el rijsttafel. Hawk bebió unos tragos de Amstel y me preguntó:
– Spenser, ¿cuánto tiempo seguiremos caminando delante de los ardientes espectáculos sexuales?
– No tengo la menor idea -respondí-. Sólo llevamos dos días.
– Hombre, tienes razón, pero nisiquiera sabemos si Kathie está ahí. Quiero decir que podemos estar caminando delante de la vivienda de una abuelita holandesa.
– Nadie ha entrado ni salido de esa vivienda en dos días. ¿No te parece extraño?
– Tal vez está deshabitada.
Comí unos bocados de ternera con salsa de cacahuetes.
– Vigilaremos un día más y después entraremos a ver qué pasa. ¿De acuerdo?
Hawk asintió.
– Entrar a ver qué pasa me gusta mucho más que remolonear por la calle y mirar a los cuatro vientos.
– Ya sabía que eras un activista.
– Lo soy -coincidió Hawk-. Y me gustaría actuar de prisa.
Regresamos al Marriott inmersos en la vida nocturna y la música de la Leidsestraat. El vestíbulo estaba casi vacío. Vimos adormilados en los sillones a dos chicos de un equipo de fútbol sudamericano. Un botones estaba apoyado en el mostrador y hablaba con el recepcionista. Hasta los ascensores llegaba la música del club nocturno del hotel. Subimos al octavo piso en silencio. Del pomo de la puerta de nuestra habitación colgaba el letrero de no molestar. Miré a Hawk, que meneó la cabeza negativamente. Por la mañana no habíamos puesto el letrero. Apoyé la oreja en la puerta. Oí crujir los muelles de la cama y a alguien que parecía respirar con dificultad. Indiqué a Hawk que se acercara a la puerta y también apoyó la oreja en el panel.