Nuestra habitación estaba cerca de un recodo e hice señas a Hawk para que nos dirigiéramos en esa dirección.
– Suena como un ardiente espectáculo sexual -comentó Hawk-. ¿Crees que alguien se está dando el lote en nuestra habitación?
– No delires.
– Tal vez una camarera ha visto que pasamos fuera todo el día, por lo que decidió colarse con su amigo y hacer el amor en paz mientras no estamos.
– Si eres capaz de pensar que alguien puede hacerlo, allá tú -respondí-. No me lo creo.
– Podemos esperar un rato en el pasillo y ver si salen. Si en nuestra habitación alguien está jugando con su amiguita, no pasará toda la noche.
– Desde que llegué a Europa no he hecho más que esperar en pasillos de hotel y en esquinas. Estoy hasta las narices.
– Entremos -propuso Hawk y sacó la escopeta de debajo de la chaqueta.
Cogí la llave y nos acercamos a la puerta de nuestra habitación. En el pasillo no había persona alguna.
Hawk se despatarró en el suelo, delante de la puerta. Introduje la llave en la cerradura. Hawk apuntó con la escopeta, con los codos apoyados en el suelo, y me hizo una señal. Giré la llave desde un costado de la puerta, fuera de la línea de fuego y la abrí de par en par. Ya había desenfundado el revólver.
– ¡Santo cielo! -exclamó Hawk y señaló con la cabeza.
Franqueé la puerta pegado a la pared. En el suelo había dos cadáveres y sobre la cama estaba Kathie. No estaba muerta, sino atada. De una patada abrí la puerta del cuarto de baño. Nadie había allí. Hawk me pisaba los talones. Cerró la puerta de la habitación con la zurda. Con la derecha mantenía la escopeta semierguida delante de su cuerpo. Salí del baño.
– Nada de nada -dije y enfundé el revólver.
Hawk se agachó junto a los dos hombres tendidos en el suelo y declaró:
– Están muertos.
Asentí con la cabeza. Kathie yacía sobre la cama, con las manos sujetas a la espalda y los pies atados. Tenía cubierta la boca con cinta adhesiva y la cuerda que rodeaba su cintura la sujetaba a la cama.
Hawk miró a la chica y dijo:
– Lo que oíamos no era gente haciendo el amor, sino a Kathie intentando liberarse de sus ataduras.
Kathie lanzó una ronca y ahogada expresión de malestar y se retorció contra las cuerdas.
– ¿Qué mató a los fiambres que hay en el suelo? -pregunté.
– Alguien les disparó detrás de la oreja izquierda una bala de calibre corto.
– ¿Del veintidós?
– Es posible. Ocurrió hace rato, pues están bastante fríos.
En el muslo derecho de Kathie había un sobre sujeto con el mismo tipo de cinta adhesiva que le tapaba la boca. Lo cogí.
– Quizá la hemos ganado en una rifa -comenté.
– Doble contra sencillo a que no es así -dijo Hawk. Aún esgrimía la escopeta, pero al desgaire, flojamente colgando a un lado del cuerpo.
Abrí el sobre y saqué una nota. Kathie se retorció en la cama y emitió más quejas ahogadas. Hawk leyó por encima de mi hombro.
La nota decía:
Tenemos mucho que hacer y te interpones en nuestro camino. Si tuviéramos tiempo, te liquidaríamos, pero evidentemente es difícil matarte, y lo mismo puede decirse del Schwartze. Por ende, te hemos entregado lo que buscas. Los muertos son los dos que aún te faltaba encontrar. Probablemente me arrepentiré de haber dejado con vida a la muchacha, pero soy más sentimental de lo que debería. Nos hemos cuidado mutuamente y me resulta imposible matarla.
No tenéis motivos para seguir molestándonos. Si a pesar de todo insistís, nos ocuparemos a fondo de vuestras muertes.
Paul
– ¡Qué hijo de puta! -dije.
– ¿Schwartze? -preguntó Hawk.
– Creo que significa luto en alemán.
– Sé perfectamente qué significa -puntualizó Hawk-. ¿Estos dos se parecen a los de tus retratos?
– Lo comprobaremos -saqué los retratos robot del cajón superior del tocador. Con el pie, Hawk puso boca arriba a los dos cadáveres. Miré los retratos y los rostros de aspecto falsamente muerto que me contemplaban-. Yo diría que sí -entregué los dibujos a Hawk.
Asintió con la cabeza y dijo:
– Parecen los mismos.
Señalé a Kathie con el mentón.
– Ella hace el número nueve.
– ¿Qué piensas hacer?
– Podríamos desatarla.
– ¿Crees que estamos a salvo?
– Somos dos -declaré.
– Es muy peligrosa y está furiosa -opinó Hawk.
Tenía razón. Kathie tenía los ojos desmesuradamente abiertos y echaba chispas. Desde que entramos en la habitación, no había dejado de retorcerse, intentando liberarse. Nos gruñó furiosa.
– En realidad, será mejor que la registremos. Podría tratarse de una trampa muy refinada. La desatamos y entonces se abalanza sobre nosotros y nos vuela la tapa de los sesos.
Hawk soltó una carcajada.
– Pareces una mamá desconfiada -dejó la escopeta en la mesilla de noche-. De todos modos, la registraré.
Me asomé por la ventana y miré la calle, ocho pisos más abajo. Todo estaba en calma. Enfrente, a la luz de las farolas, fluía el canal. Pasó una embarcación de recreo que hacía un crucero a la luz de las velas. En los cruceros a la luz de las velas servían vino y queso. Si estuviera con Suze, podríamos navegar por la encantadora ciudad antigua, beber vino, comer queso y pasarlo de maravillas. Pero Suze no estaba aquí. Probablemente Hawk me acompañaría, aunque no creo que le interesara cogerme de la mano.
Miré a Hawk, que estaba palpando a Kathie concienzudamente en busca de un arma oculta. Mientras la registraba, Kathie comenzó a girar y a retorcerse y a través de la cinta adhesiva se oyó el sonido de una nube de langostas. Cuando llegó a los muslos, Kathie arqueó la espalda y, apretándose contra las cuerdas, echó la pelvis hacia delante. Estaba roja como un tomate y respiraba a bufido limpio.
Hawk me miró y dijo:
– No está armada.
Me agaché y, con sumo cuidado, le quité la cinta adhesiva de la boca. Kathie jadeó con la boca abierta y enrojecida a causa del roce de la cinta.
– ¿Serás capaz… -jadeó-, serás capaz de violarme? ¿O él…? -miró a Hawk.
La nube de langostas de su voz se había convertido en una especie de siseo. En la comisura izquierda de la boca burbujeaba un poco de saliva. Su cuerpo seguía arqueado contra las cuerdas.
– No estoy seguro de que se tratase de violación -respondí.
– Si decidís poseerme, volved a amordazarme. ¿Me poseeréis mientras estoy indefensa, sin voz, atada y retorciéndome en la cama? -tenía la boca abierta y paseaba frenéticamente la lengua por el labio inferior-. No puedo moverme -jadeó-. Estoy atada y desvalida. ¿Rasgaréis mi ropa, me usaréis, me degradaréis y me volveréis loca?
– No -replicó Hawk.
– Quizá más tarde -dije.
Hawk sacó una navaja del bolsillo derecho y la liberó. Tuvo que dar la vuelta para cortar las cuerdas que sujetaban las manos de Kathie y le aplicó una palmada en el trasero, ligera y amistosa, como las que se propinan los futbolistas. Kathie se incorporó bruscamente.
– Negro -dijo-. Negro, no vuelvas a tocarme.
Hawk me miró con el rostro encendido y preguntó:
– ¿Negro?
– Creo que significa luto en inglés.
– Sé perfectamente qué significa -replicó Hawk.
– ¿Qué ha pasado con el tomadme, destrozadme? -pregunté.
– Tan pronto como pueda os mataré -aseguró Kathie.
– Tendrás que esperar tu turno, encanto -dijo Hawk-. Será mejor que te pongas en la fila.
Estaba sentada en el borde de la cama. Su vestido de hilo blanco se había arrugado a causa del forcejeo contra las cuerdas.
– Quiero ir al lavabo -pidió.
– Tú misma -respondí-. Tómate todo el tiempo que quieras.
Caminó rígidamente, hasta el cuarto de baño y cerró la puerta. Oímos que echaba el pestillo y que abría el grifo del lavabo. Hawk se acercó a uno de los sillones de vinilo rojo, pasando primorosamente por encima de los dos cadáveres.